Al médico lo despertó un grito de dolor, un grito que primero se incorporó al sueño y después se prolongó en la vigilia. Se levantó algo aturdido, rodeado por los murmullos de quienes se habían espabilado antes que él y salió del barracón. La noche estaba avanzada y una luna en menguante iluminaba el paisaje con un claror azulado. Vio pasar a la guardia armada frente a él y perderse dentro del puesto de mando, a cuya entrada muchos se apiñaban queriendo hacer averiguaciones. Al cabo de unos momentos el sargento salió del puesto, le dijo que el capitán lo mandaba llamar y, sin más explicaciones, lo tomó por el brazo y lo llevó adentro, donde lo vio tendido en su lecho y a una mujer tirada en el suelo: su mujer, pero también la de él. Hizo ademán de arrodillarse junto a ella pero la voz del capitán lo cortó con aspereza: «No es a ella a quien tienes que atender, sino a mí. La muy perra trató de matarme». Y ordenó a la guardia que se la llevara y la encerrase en el calabozo.
La mujer, la de él, pero también la suya, alzó apenas la cabeza, tenía el rostro tumefacto y ensangrentado, las manos esposadas y el vestido desgarrado por algunos sitios. Aunque sus labios no se despegaron −no podían hacerlo−, sus ojos le lanzaron una mirada interrogante y llena de reproches.
El capitán pasó la noche en un duermevela febril, danzando entre la vida y la muerte. Tampoco el médico pudo dormir, preguntándose qué sería de ella. Por la mañana, el capitán despertó un poco mejor y despachó con los más leales:
―Voy a ejecutarla ¬―dijo―. Vigiládmela bien, que no coma, que no beba, que pene en silencio.
―¿Ahora? ―preguntó el sargento.
―No, ahora no, más adelante, cuando pueda disfrutarlo.
El médico intentó ayudarla, curarla, llevarle un mendrugo de pan siquiera, un sorbo de agua, pero no lo dejaron entrar al calabozo. Habló con sus compañeros, para que mediasen, pero nadie quería arriesgarse. No por ella, no por esa mujer. Pero el médico porfió, rogó, explicó, presionó y hasta sobornó, consiguiendo al fin verla unos momentos.
―¿Por qué lo hiciste?
Ella no respondió. Apenas había luz en el calabozo, pero en sus ojos brillaban con los reproches:
―No viniste, cobarde, no viniste.
―No pude ―se excusó él, de forma vaga─. Pero quiero me digas por qué lo hiciste.
Ella no lo creyó, pero le contó que había intentado matarlo por hacer justicia.
―¿Qué justicia?
―Era el culpable de la muerte de mi marido.
―A ese nunca lo quisiste. Además, ya hace tiempo que murió
―Pero estaba casada con él. Y eso obliga.
―No te comprendo.
―Es igual, yo me entiendo.
―Pues ahora el capitán quiere llevarte al paredón.
―Me da igual ―dijo la mujer.
Y, aunque ella no le pidió nada, el médico le prometió que no la dejaría morir.