En los últimos días se han publicado diversas noticias referentes a varias sentencias del Tribunal Constitucional, las cuales han anulado previas resoluciones del Tribunal Supremo que confirmaban algunas condenas por el denominado “Caso de los ERE”, en donde se enjuició a una red de corrupción política integrada en el seno de la Junta de Andalucía, gobernada por aquel entonces por el Partido Socialista Obrero Español, y con la implicación del Sindicato Unión General de Trabajadores. A raíz de estas decisiones del T.C. se ha vuelto a reavivar una vieja polémica entre ambos tribunales sobre sus respectivos ámbitos de competencia, donde el T.S. se queja de que el Constitucional invade precisamente ese ámbito de competencias que le corresponde.
La controversia entre ambos órganos no es nueva. Se remonta décadas en el tiempo. De hecho, en el año 1999 la catedrática de Derecho Constitucional Rosario Serra Cristóbal publicó su libro “La guerra de las dos cortes”, sobre las tensiones y desavenencias producidas entre el Tribunal Supremo y el Tribunal Constitucional con ocasión de las sentencias y resoluciones dictadas por cada uno de estos órganos, que el otro interpretaba como invasiones de sus competencias, cuando no como auténticos ataques hacia su institución.
En pura teoría, la delimitación de las competencias de cada uno debería estar clara. El Supremo es el máximo intérprete de la ley y el Constitucional es el máximo interprete de la Constitución. Más que una jerarquía entre ambos tribunales, existe una jerarquía entre las normas que cada uno interpreta de forma incuestionable. De ahí que, cuando el Constitucional considera que se ha vulnerado la Constitución puede (y debe) anular las resoluciones judiciales que han originado dicha vulneración, de la misma forma que anula normas que no respetan nuestra Carta Magna.
Pero el centro de la disputa se sitúa cuando el Constitucional se dedica a sentar doctrina sobre cómo debe interpretarse la ley, para que dicha interpretación sea acorde a la Constitución. Es ahí cuando la tradicional separación de funciones (uno tiene la última palabra sobre cómo interpretar y aplicar la ley, y el otro sobre cómo interpretar y aplicar la Constitución) salta por los aires. El T.C. ha construido una doctrina, avalada por buena parte de los constitucionalistas, que defiende que si una ley se puede interpretar de varias formas, unas acordes a la Constitución y otras no, es dicho tribunal el que tiene que fijar el criterio interpretativo correcto, para evitar declarar nula la ley que emana del Parlamento. Por el contrario, en otros Estados se actúa de otra forma y, como defiende otra corriente doctrinal, sólo el T.S. debería decir cómo interpretar la ley y, si resulta que esa forma de interpretación el Constitucional la considera contraria a la Constitución, lo que debería hacer es anularla, no corregir el criterio interpretativo del Supremo.
En cualquier caso, y al margen de la anterior discusión, todavía inacabada, lo cierto es que, existiendo una clara jerarquía entre la Constitución y la ley, no debería existir extrañeza por que el Tribunal Constitucional anule una sentencia del Supremo, hallándose ello dentro de la normalidad constitucional. Otra cuestión diferente sería, como sostienen algunos sectores, que la principal motivación del Constitucional para anular la sentencia del Supremo sea política y no jurídica. Aquí nos enfrentamos al espinoso, delicado y, por ahora, irresoluble asunto de la independencia de los órganos de control respecto del ámbito político, y la tendencia a nombrar jueces o juristas afines, simpatizantes o cercanos a ideologías y partidos.
Cuando la sombra de la duda se torna evidente, crecen los comentarios y discursos que califican de decisión política lo que adopta forma de sentencia, aunque quienes cuestionan las decisiones ni siquiera se hayan leído las resoluciones judiciales, porque cuando el recelo y la desconfianza anida y crece, no basta con tener la potestad de imponer y hacer cumplir tales sentencias. Si se pierde la autoridad moral, la degradación resulta inevitable.
En el concreto caso de los “ERE”, la primera sentencia del Tribunal Constitucional hacía referencia a Doña Magdalena Álvarez Arza, antigua Ministra de Fomento y Consejera de Economía y Hacienda de la Junta de Andalucía en el momento de los hechos enjuiciados. En este caso, la postura del Constitucional posee ciertamente sólidos argumentos jurídicos, dado que sólo anula la condena por el delito de prevaricación y, este concreto delito, tal y como se configura en el Código Penal, está previsto en exclusiva para autoridades o funcionarios públicos que, a sabiendas de su injusticia, dicten resoluciones arbitrarias en un asunto administrativo. Sin embargo, los hechos imputados a la condenada se referían a la elaboración y aprobación de los anteproyectos y proyectos de las leyes de presupuestos de la Comunidad Autónoma de Andalucía para los ejercicios 2002, 2003 y 2004. Es decir, hablamos de un acto parlamentario (no administrativo) que, en realidad, fue aprobado por el Parlamento. No se niega que dichos anteproyectos y proyectos de ley fueran ilegales porque infringían la normativa presupuestaria en vigor en aquel momento: lo que se pone en cuestión es que un acto parlamentario pueda ser constitutivo de un delito de prevaricación con la redacción actual del Código Penal.
Cuestión diferente suponen las sucesivas sentencias del Constitucional que afectan a otros condenados, dado que las estimaciones parciales de sus recursos de amparo hacen referencia también al delito de malversación, no sólo al de prevaricación. Es en este punto donde el Constitucional realiza una argumentación algo más enrevesada, para llegar a la conclusión de que la condena del delito de malversación vulnera el derecho a la presunción de inocencia. Por ello, varios votos particulares defienden que, en este caso, el T.C. se extralimita respecto al ámbito de interpretación de la legalidad que se atribuye al Tribunal Supremo y, ciertamente, en este aspecto, la interpretación y aplicación de la ley impuesta en la sentencia por el Constitucional parece más propia de un órgano encargado de la exégesis de la legalidad que de la constitucionalidad.
La polémica continuará. Pero, más allá de los posicionamientos jurídicos que puedan defenderse, conviene poner el acento en el problema de autoridad que existe en el Constitucional, derivado de una política de nombramientos que alienta y favorece el cuestionamiento de sus decisiones, por más que, en algunos casos, puedan considerarse acertadas y, en otros, desafortunadas. Porque cuando la sombra de la duda se extiende y la credibilidad se deteriora, es el propio sistema el que se tambalea.