Le dijeron que tenían que sacarle el estómago. Un melanoma inmenso, producto de una falla congénita, se lo estaba devorando. No sabía quién era uróboros y tampoco entendía demasiado bien qué era lo congénito de un melanoma; importaba, al fin y al cabo, que debían operarlo. No se preocupe, dijeron los médicos; le contaron acerca del tratamiento nuevo, el avance del milenio, la operación que estaba revolucionando la nueva rama de organoides biorgánicos: la remoción del órgano de la digestión y su cambio por un conducto gástrico de acero.
Mientras seguían explicándole los pormenores de la intervención en un sánscrito incomprensible, recordó una de las tantísimas noticias cotidianas. Una empresa alimentaria surcoreana había sintetizado distintas comidas de tal manera que cabían en un comprimido, no más grande que un ibuprofeno. Venían de distintas formas: pastillas secas de colores rojos, verdes, amarillas,naranjas y violetas o,también, en cápsulas blandas. Cada una, además, tenía un sabor distinto asociado al color que llevaba.
Por supuesto que muchas veces el rojo podía tener el delicioso sabor de una crujiente manzana o, si cambiaba la tendencia global, era un jugoso bife de chorizo. Los surcoreanos habían hecho un gran trabajo de difusión en publicidades para cada pantalla que existía en el mundo. Cerraron contrato con los grandes pools de telcos del planeta: Telecom, Telefónica, AT&T, Verizon, NTT Comunications, China Mobile, Vodafone y Deutsche Telekom. Todo celular, monitor, televisor, auto, heladera, en fin, cualquier interfaz que se conectara a internet, recibiría publicidades constantes e insólitas.
Claro está, que no eran las únicas que recibían. El mercado estaba saturado de spam hacía años. Todo estaba estancado. Las sociedades estaban al borde del colapso especulativo, alcanzando niveles insospechados Si los fantasmas del primer liberalismo se levantaran en este momento, no solo se suicidarían sino que volverían a renacer para matarse unas cuantas veces más. Entonces, en esa pornográfica danza de publicidades que atosigaban los sentidos, uno conocía esa pastilla y como querían venderla. El viejo truco que surgió allá en los albores de Sprayette seguía presente.
Pero, como decía él, ningún argentino que se precie de serlo sucumbiría ante semejante aberración. Pensándolo mejor, nadie caería en una trampa tan absurda.
El hecho es que se tenía que operar. Le tenían que sacar el estomago cuanto antes. Si firmaba la autorización, entraba al quirófano inmediatamente y se olvidaba del asunto. Los nuevos tratamientos quirúrgicos, dijeron los médicos, hacían que la operación no durase más que “unos cuantos minutos” y el post-operativo, “apenas unas horas”. En ese instante no quiso preguntar absolutamente más nada. Tenía un miedo absurdo de quedar como un idiota, un imbécil. De hecho, cuando miraba a los médicos detrás de ese escritorio tan alto y suntuoso, se sentía por lo menos un poco idiota. Tal vez esa no fuese la palabra; quizás simplemente eran esos anteojos gigantes que parecían devorarlo.
Aunque seguramente lo que pasaba era que no tenía tiempo para pensarlo. Y cuando le sucedía eso, siempre hacía lo mismo: ante el primer síntoma de duda y la primer iniciativa del interlocutor, él simplemente cedía. No por confianza, mucho menos por humildad, simplemente era apuro: una astuta manera de delegar el tiempo hacia otros. Eso siempre le sumaba segundos de vida libre, que de todos modos, desperdiciaba incansablemente.
Al cabo de media hora de haber ingresado a la consulta, ya se encontraba firmando el papelerío correspondiente a la operación. Poca importancia le dió a los membretes que encabezaban las hojas que pasaban como fotogramas ante sus ojos; simplemente se dedicaba a buscar el espacio indicado donde firmar. Era un símbolo, un peculiar pictograma casi tan ilegible como la diminuta letra, e igual de incomprensible que el demente traquetear de las mandíbulas del staff de abogados sumados al equipo médico. Simplemente firmaba, posando la mirada sin ton ni son, pero registrando ese membrete, esa inconexa marca de agua.
II
Luego de una catarata infinita de firmas, comenzó a pensar. Le dijeron -e incluso casi que pudo leerlo en el contrato- que jamás volvería a comer. Que viviría perfectamente sin su estómago orgánico y que el flamante tubo digestivo de metaloides funcionaba mejor que la otrora rudimentaria fábrica de jugos gástricos. Además, prosiguieron los médicos, a partir de ahora tendría una nueva vida donde jamás engordaría e incluso adelgazaría “en cuestión de días” los 20 y tantos kilos de más que cargaba encima. Pero…
Siempre los peros. Cuando escucho aquella palabra se sintió, de todas formas, un poco aliviado. Era bueno al menos saber que en esta extraña época de infinitos productos personalizados acorde a cada genotipo, seguían existiendo los efectos contraproducentes. Esas cuestiones desaparecieron hacia tantos, tantos años. Todo lo llenaba a uno de omnipotencia, sapiencia e infinita inmortalidad frívola. Nada podía salir mal, decían los surcoreanos en cada pantalla. Uno se lo terminaba creyendo.
Pero no volvería a comer. Es decir, seguían explicándole mientras él repetía firmas estúpidamente, no lo haría en los términos bajo los cuales la gente solía entender el acto de alimentarse. Al carecer de un órgano que se encargue de digerir la comida, no tenía sentido ingerir nutrientes. A partir de ahora, prosiguieron ellos, el cuerpo asimilaría nutrientes a base de complejos vitamínicos. Esto, dijeron, era sumamente favorable para él en más de un aspecto; no perdería tiempo en calentar las viandas de los almuerzos, no aumentaría de peso, se encontraría más saludable…
Nunca más me voy a llenar hasta el hartazgo de pan y achuras jugosas; no voy a poder atorarme jamás de bizcochos grasosos, me olvidaré para siempre de los choripanes, los pollos al horno con papas, las morcillas, riñones…
… e, insistían, era esto o una muerte lenta y dolorosa. No se podía extirpar el tumor sin quitarle el estómago y si se lo quitaban debía reemplazarse irremediablemente por el nuevo Tubo Gástrico de Metaloides Quirúrgicos.
Pensó. Seguía firmando papeles; el membrete se reflejaba en unos ojos vidriosos al borde del llanto, de la desesperación, del horror inminente; y no era este un espanto por la muerte posible, ni el terror absurdo hacia la inconsciencia de la anestesia.
No.
Era el miedo hacia la pérdida que se acontecía, el vacío eterno de una vida sin comida.
Fue ahí, entonces, cuando al llegar a la última página del contrato quirúrgico todo se develó como se muestran los finales ocultos de los libros policiales. Ahí, antes de estampar la firma con esa tinta que parecía salirle de las venas, vio el membrete, el simbolismo cuasi oculto de un terrible y macabro error.
Ya era tarde. La sangre de las firmas corría en ríos de páginas dejando su estupidez en evidencia. No había vuelta atrás. Quizás hubiera preferido morir a no comer. Abandonar el mundo siendo joven no le importaba: en estos tiempos eso ya no tenía el más mínimo sentido.
-Escuchen, ¿esta empresa -dijo señalando el membrete- no es la misma que hace esas pastillitas de colores?
– Si, dijeron ellos, mientras lo conducían a la sala de operaciones.