La moral es algo relativo porque afecta al individuo, personas que --por fortuna-- suelen cambiar de opinión a lo largo de su vida. Otra cosa es la ética, que es compartida por un grupo social, y requiere un consenso y, por tanto, unos límites explícitos más allá de los cuales nos adentramos en la jungla, las oligarquías o los totalitarismos. Lo digo porque hay películas --como A propósito de Elly (2009) del iraní Asghar Farhadi-- que reflejan a la perfección este estado de cosas sin abandonar el buen cine de entretenimiento.
Un grupo de treintañeros universitarios, casados y con niños, pasan un fin de semana en una casa de la playa: el buen rollito es generalizado y las perspectivas buenas, hasta que un suceso inesperado desvela una serie de tensiones impensables entre personas tan aparentemente bien avenidas. Farhadi levanta un drama muy teatral (escenario casi único) para demostrar que los estudios superiores no vacunan contra los prejuicios ni borra por arte de magia una moral tradicional que choca contra la ética que han mamado (a veces inadvertidamente) en la facultad.
A propósito de Elly es un drama bien tensionado con un estilo directo y sencillo que elude con habilidad las pequeñas trampas que todo guión cinematográfico contiene. De paso, se las apaña para ofrecer una excelente radiografía de la juventud culta e ilustrada iraní. ¿Qué más se puede pedir a una película? En una lectura más profunda --y dado que es un filme iraní y no francés-- es posible detectar el desgarro interior que amenaza a una generación de jóvenes, educados en la tradición islámica, que se ven impelidos a cuestionar su moral y su ética debido a la presión del estilo de vida occidentalizado. En esta lucha, determinadas situaciones límite (como las de la película) les colocan en una encrucijada, obligándoles a escoger, o como mínimo a evidenciar fricciones que el día a día permite ocultar o ignorar con mayor o mejor fortuna.
Sobre esto último quiero extenderme un poco más: en los años sesenta del siglo XX, España era un país bajo una dictadura militar al que de pronto empezaron a llegar turistas extranjeros atraídos por su clima; visitantes a los que se la traía floja la situación política, sólo pensaban en disfrutar de su asequible estilo de vida. De pronto, en nuestras recatadas playas aparecieron estupendas señoras en biquini enseñando bastante más de lo que las españolas se permitían a sí mismas mostrar, y los bares se llenaron de jóvenes que exhibían un modo de vida hedonista, etílico y superficial, en las antípodas de la pacata y gazmoña moral católica imperante. El resultado es que el turismo no sólo se convirtió era una floreciente industria que afectó directamente a la economía, sino que fue parcialmente responsable en la modificación de la moral y el estilo de vida. España adoptó sin más formas y actitudes de un país «normalizado políticamente» (no se me ocurre otra expresión más políticamente incorrecta), sin que las leyes y determinadas tradiciones lo hicieran antes. El resultado fue una época desajustada, en la que se disfrutaba de un estilo moderno sin tener detrás un sistema de valores más laico que llamara a las cosas por su nombre (sexo, laicismo, divorcio). El cine español de aquella época reflejó a la perfección esta paranoia esquizoide en comedias en las que auténticos machos ibéricos decidían que lo moderno era ligar con las suecas, luego resultaba que fracasaban estrepitosamente y regresaban con sus novias de toda la vida reafirmados en las bondades del estilo rancio y carpetovetónico de sus abuelos.
Esta disfunción no es exclusiva de la sociedad española: la podemos observar hoy en China, donde una economía salvaje y precaria laboralmente es administrada por un Partido Comunista que --paradójicamente-- nació para luchar contra las injusticias y desigualdades que el capitalismo generaba, y que ahora ellos mismos se encargan de implantar en un gigantesco y vergonzoso ejercicio de doble moral política. Los cineastas chinos que hoy triunfan en festivales occidentales son los que se atreven a denunciar el inmovilismo político de las autoridades chinas (hecho de trasnochados discursos oficiales) que comulgan sin chistar con la modernidad que le imponen los países occidentales. El resto de la sociedad, mientras tanto, se siente como la española hace medio siglo: atrapada entre unas tradiciones milenarias que no resuelven ni la pobreza ni la desigualdad, pero proporcionan una cierta satisfacción inmediata. Ahora mismo sólo se me ocurre mencionar The world (2004) o Naturaleza muerta (2007), ambos de Jia Zang-Ke.
En Irán sucede algo parecido, con los mismos elementos en disputa: tradición (representada por la religión) y modernidad (con el estilo de vida y la igualdad de género como principales puntos de fricción). Y así, cuando aterrizan sus filmes en nuestros cines, inmediatamente los colocamos en el primer plano de la reivindicación: Nadie sabe nada de gatos persas (2009) de Bahman Gohbadi, el caso de Jafar Panahi... A propósito de Elly no es una excepción. Se puede hacer de él una tripe lectura: en primer lugar es un drama sólido que funciona independientemente del contexto social y la ambientación; podría haber sido rodado en Occidente y su significado no variaría en lo fundamental. En segundo lugar, el argumento no choca ni cuestiona nada que tenga que ver con la situación política o religiosa iraní, así que puede el poder político puede financiarlo sin temor y ser visto por las audiencias locales, que incluso quedarán encantadas por el buen saber hacer de los cineastas autóctonos. En ese sentido la película me recordó a títulos como El verdugo (1963) de Berlanga o La caza (1966) de Saura, que supieron apuntar sus críticas hacia áreas que no tenían que ver directamente con la situación política, sino con el drama de determinadas situaciones humanas. Eso ha hecho que aguanten mejor el paso del tiempo, igual que le sucederá al filme de Farhadi.
El tercer nivel, en cambio, es exclusivo para audiencias no iraníes, cuyas únicas referencias sobre la situación de ese país son los titulares de la prensa occidental, empeñada en estigmatizar a Irán como una amenaza nuclear. Algo cuanto menos curioso, teniendo en cuenta que países como Israel --igualmente nuclearizado y armado hasta los dientes-- exhibe sin pudor una política exterior tanto o más agresiva. ¿Estamos seguros de que Israel actúa con más responsabilidad que Irán? El tercer nivel, decía, es que la tradición islámica --especialmente en todo lo relativo al estatus de la mujer en un país tan industrializado como Irán-- opera como un lastre que impide a determinados sectores actuar y vivir en libertad, sin trabas religiosas. En tres palabras: ejercer el laicismo. En España el catolicismo mantuvo una enorme influencia en la vida social durante los setenta, incluso en los ochenta, y eso que la práctica religiosa descendía cada año. Hizo falta tiempo y la llegada de nuevas generaciones educadas de otra manera para que la gente acabara perdiendo el miedo y las costumbres experimentaran un cambio sin complejos. En Irán sucede algo parecido: allí sigue estando mal visto que una mujer salga sola con un grupo de hombres, y más aún si está prometida; y el papel de la mujer se limita en lo básico a ocuparse de los hijos y procurar no eclipsar la autoridad masculina. Esto lo comprende enseguida cualquier occidental que vea A propósito de Elly (un filme rodado por un cineasta integrado, no un apocalíptico como Panahi), aunque es necesario admitir que sin todo eso el filme no existiría, pues muchas de sus situaciones basan la tensión dramática precisamente en esos elementos.
A propósito de Elly ayuda a pasar un muy buen rato como espectador que busca entretenimiento; eso no impide que otros constaten la distancia que existe entre la sociedad iraní que refleja su cine y la que retrata la prensa occidental. Por último, otros comprenderán que hay esperanza para países que, como Irán, permanecen bajo la dictadura de la tradición.