Creo que fue el filósofo Voltaire quien dictaminó que el Arte de amar no contenía, a su juicio, ningún tipo de inmundicia; y que mucho más deplorable se le antojaba Tristes, obra a la que no dudó en calificar de “servil”. Y aunque acierta en la consideración del espíritu de la obra, quizá exagera en la elección del adjetivo que la mancilla. Mi lectura, desde luego, es otra. Yo imagino perfectamente (ahora lo exagerado es el adverbio) a Ovidio, con cincuenta años, alejado de su esposa, de su hija, de sus amigos, de su ciudad, de su clima, incluso de su idioma (“Aquí no hay ni un libro, ni quien me preste su atención, ni quien conozca el significado de mis palabras”); lo imagino rodeado de getas y de sármatas, que no podían antojársele sino bárbaros que rozaban los límites de lo humano; lo imagino en una zona de perpetuo conflicto, con incursiones enemigas llenas de cuchillos, alaridos y flechas envenenadas; lo imagino contemplando cómo los ríos se congelan y los pobladores del lugar se cubren con pieles y se dejan crecer los cabellos para mejor protegerse del frío. Cerrando los ojos y dibujando en la mente ese panorama, el juicio de Voltaire se me figura demasiado cómodo (la comodidad del que juzga con rapidez y a distancia).
Tristes es la obra de una persona que, habiéndolo tenido todo (fama, dinero, una esposa amada, una posición ilustre en la sociedad ausonia), de pronto lo pierde por una veleidad aparentemente caprichosa del emperador Augusto, que decide desterrarlo a los confines del imperio, cerca del Danubio. Y las reacciones de Ovidio (estupor, súplica, dolor, angustia, adulaciones, añoranza, melancolía) no me parecen especialmente serviles, sino que se corresponden con las que enarbolaría cualquier ser humano en sus mismas condiciones, suplicando una cierta dignidad para el final de su vida. Yo me imagino en la piel de Ovidio y, sinceramente, creo que desplegaría, como él hizo, todos los mecanismos posibles para ser perdonado o acercado. ¿Que a veces incurre en la actitud plañidera? Por supuesto. ¿Que suplica de mil formas bochornosas la clemencia del emperador? Ningún lector podrá negarlo. ¿Que se dedica a incensar a Augusto, reiterando su identificación con Júpiter? Resulta evidente. Incluso en algún caso despliega autoinculpaciones que producen sonrojo (“En mi locura obligué a ensañarse conmigo al hombre más dulce que hay en el inmenso mundo y hasta su propia clemencia fue vencida por mis faltas”). Pero pongámonos en su lugar y no lo censuraremos con demasiada acrimonia.
Es fácil comprender que, tragándose su orgullo, Ovidio aluda constantemente a su “triste condición” y repita que en su delito “no hubo malignidad”. De hecho, en un ejercicio de autohumillación bastante lamentable, pregona que los versos de su Arte de amar(uno de los motivos de su destierro o alejamiento) “no son sino bagatelas”, “pasatiempos tontos”, fruto de una “Musa divertida” y que, en fin, ojalá nunca los hubiera escrito; aunque le asombra, eso también es verdad, la desproporción que advierte entre el delito cometido y la pena que sufre (“Yo no tuve miedo, lo confieso, de que, allí por donde pasaron tantas embarcaciones, únicamente la mía naufragara mientras todas las demás quedaban a salvo”).
Pero un poco después volverá a recuperar su condición de poeta orgulloso, al decirle a su esposa que sus libritos “son mi mayor y más duradero monumento, y yo confío en que ellos, a pesar de que lo han perjudicado, proporcionarán a su autor renombre e inmortalidad”; y muestra su convencimiento de que nada ni nadie podrá impedir ese destino glorioso (“Disfruto con mi propio talento: el César no pudo tener ningún derecho sobre él. Cualquiera podrá quitarme esta vida a golpe de cruel espada, pero, sin embargo, después de muerto mi fama sobrevivirá”).
En su aislamiento perimetral, Ovidio se siente reconfortado por las fidelidades de “dos o tres amigos”, mientras que abomina de la saña que demuestran otros, que no parecen comprender que ya está viviendo un infierno, sin que sea necesario añadirle sus dardos ponzoñosos (“Se necesitan muy pocas fuerzas para derribar lo que está en ruinas”); y, por supuesto, recibe como un regalo el amor fiel de su esposa, a la que está seguro de convertir en inmortal gracias a los homenajes que le rinde en sus poemas. Ovidio, envejecido y casi en los huesos, no cesa de emitir quejas, es cierto; pero quizá no le quedaba más arma que grabar en sus tablillas el dolor que lo dilaceraba a diario (“¿Exiges que ningún lamento acompañe a la tortura y me prohíbes que llore a pesar de haber recibido una gran herida?”).
Una obra impresionante, conmovedora, desgarrada, llena de lágrimas, pero cuya belleza inmortal resulta incuestionable.