LECTURA INICIÁTICA
Trópico de Capricornio, Henry Miller, 1939
Cuando tenía veintiún años fui a visitar a una amiga que había iniciado una aventura personal en Madrid. Entonces la vida nos parecía una búsqueda constante y cada descubrimiento era un milagro. Un día fuimos a la Cuesta de Moyano a buscar lecturas baratas en los puestos de libros de segunda mano (esto ocurrió en el año 93, antes de la remodelación y peatonalización de esta calle). Allí descubrimos un librito de portada sucia (en ambos sentidos; se trata de la ilustración de la izquierda) que nos llamó la atención por la misma portada, por supuesto, y porque el nombre de Henry Miller nos sonaba remotamente a alguien que había que leer.
Antes, yo había leído a Dickens, Poe, Baroja, Hesse, Cortázar, García Márquez, Rulfo, Sábato, Kundera, Joyce, Cunqueiro y algunos otros que habían sido mis guías literarios durante mi infancia y adolescencia. Nada semejante a lo que contenía aquel libro. Lo que siguió se quedó grabado en mi interior con una contundencia que creo que, no solo permanecerá en mi recuerdo para siempre, sino que ningún momento posterior podrá desplazarlo de su lugar destacado en mi memoria, por la impresión que causó en mi vida. Siempre lo he comparado a un cataclismo germinal, como un momento trascendente en mi formación intelectual y humana. Llegamos al piso que mi amiga había alquilado, un cuchitril en Antón Martín, y nos tiramos encima de la cama, codo a codo, con el libro abierto por su primera y reveladora página como un nexo de unión entre ambas. Y ella empezó a leer en voz alta:
Una vez que has entregado el alma, lo demás sigue con absoluta certeza, incluso en pleno caos. Desde el principio nunca hubo otra cosa que el caos: era un fluido que me envolvía, que aspiraba por las branquias. En el substrato, donde brillaba la luna, inmutable y opaca, todo era suave y fecundante; por encima, no había sino disputa y discordia. En todo veía en seguida el extremo opuesto, la contradicción, y entre lo real y lo irreal la ironía, la paradoja. Era el peor enemigo de mí mismo. No había nada que deseara hacer que no pudiese igualmente dejar de hacer. Incluso de niño, cuando no me faltaba nada, deseaba morir: quería rendirme porque luchar carecía de sentido para mí. Consideraba que la continuación de una existencia que no había pedido no iba a probar, verificar, añadir ni sustraer nada. Todos los que me rodeaban eran unos fracasados, o, si no, ridículos. Sobre todo, los que habían tenido éxito. Estos me aburrían hasta hacerme llorar. Era compasivo para con las faltas, pero no por compasión. Era una cualidad puramente negativa, una debilidad que brotaba ante el simple espectáculo de la miseria humana. Nunca ayudé a nadie con la esperanza de que sirviera de algo; ayudaba porque no podía dejar de hacerlo. Me parecía inútil cambiar el estado de cosas; estaba convencido de que nada cambiaría, sin un cambio del corazón, ¿y quién podía cambiar el corazón de los hombres? De vez en cuando un amigo se convertía; era algo que me hacía vomitar. Tenía tan poca necesidad de Dios como El de mí, y con frecuencia me decía que, si Dios existiera, iría a su encuentro tranquilamente y le escupiría en la cara.
En aquel libro, Henry Miller hablaba, básicamente, de sí mismo, algo que nos resultó obscenamente moderno, impúdicamente atractivo, pero es que, además, lo que decía sonaba a verdad sagrada, a dogma incuestionable que lo explicaba todo: lo que sentíamos dolorosamente hasta la médula, lo que ansiábamos, lo que buscábamos con desesperación de veinteañeras hambrientas, lo que nos había atravesado y que no habíamos podido nombrar, lo que era necesario saber y lo que era necesario sentir. El Gran Vividor sabía y expresaba todo lo que nosotras no éramos capaces de decir y lo hicimos nuestro como un don sagrado que se nos hubiese conferido. Las lecturas iniciáticas son así: te traspasan a los veinte años y te cambian para siempre; todo lo que viene después será provocado por esta primera conmoción. Desde los treinta, o los cuarenta, o lo que sea que venga después, puede que parezca ridículo, puede que realmente no fuésemos más que dos niñas engatusadas por brillos fatuos, pero la herida queda para siempre, como una incisión profunda en el alma.
En Henry Miller la literatura se convierte en una celebración de la vida. Su enseñanza es que sufrir solo sirve para darnos cuenta de que sufrir no sirve para nada. Henry Miller cuestiona y entierra la denostada idea de que la literatura solo puede surgir de la angustia y del dolor. Pues no: resulta que se puede escribir que la vida es una celebración; que hay que vivir para luego contar; que la literatura, el sexo el alcohol y la comida son placeres que se merecen las odas más sublimes; que del delirio de la pasión extrema puede florecer la lucidez más descarnada; que la escritura cura de la vida y viceversa; que escribir sobre uno mismo es lo más honesto que un escritor puede hacer. Puede que se trate del primer escritor posmoderno, veinte años antes de que nadie hablase de posmodernismo en literatura: para él la verdad es el tema inalienable de la literatura, rompe con todos los prejuicios estereotipados de la novela, el lenguaje se convierte en el motor gigantesco que devora el contenido, se produce una desmitificación categórica de la cultura, el yo absorbe por completo la preeminencia omnímoda del autor-narrador-personaje, se produce una confusión o superación del cronotopo como marco narrativo, la literatura se recrea en sí misma...
Por supuesto, esta lectura generó otras, que supusieron un avance inexorable hacia otro mundo literario: DH Lawrence, Nabokov, Dostoievski, Kerouac, Burroughs, Céline, Rimbaud, Lautréamont... Después, durante años, llevé Trópico de Capricornio como un talismán, sobre todo durante mi etapa universitaria; bebía de él como de una biblia personal y adquirí la costumbre de regalarlo a todas las personas que eran importantes en mi vida, aunque nunca comprando uno nuevo, sino ofreciendo como prenda de mi amor el que yo había desgastado y adquiriendo un nuevo ejemplar para continuar el ciclo. De hecho, aquel original, el de la Cuesta de Moyano, se lo regalé a mi primer gran amor, quien más de quince años después me confesó que lo había perdido en una mudanza. Así es el azaroso destino de los libros.