Revista Opinión

Trumpistas

Publicado el 21 noviembre 2016 por Vigilis @vigilis
Cada vez que me propongo aclarar el estado de cosas temo embarullarlo todavía más, pero aquí hemos venido a jugar.
La victoria de Trump en las elecciones americanas de noviembre de 2016 tiene distintas capas de análisis y durante los próximos meses se seguirá discutiendo el tema, mucha gente venderá libros en Amazon y periodistas fruncirán el ceño en sus entrevistas a gente a la que oficialmente se le presupone lista. Y es que una de las consecuencias con mayor recorrido de este asunto no es tanto la victoria de Trump como la derrota de Clinton: una anciana que lleva toda la vida preparándose para ser presidente, con toda la prensa pidiendo explíticamenbte el voto para ella, compitiendo contra un candidato que incumplió todas las normas que se supone ayudan a ganar elecciones, con casi todas las encuestas trabajando para su victoria. Es como si se hubiera producido una quiebra entre los deseos y la realidad. Esto es lo importante: no conocemos a nuestros vecinos, las portadas de la prensa nos dibujan un cuento irreal y millones de páginas de trabajos universitarios sirven únicamente para envolver el pescado. Vamos, que las cosas parecían muy claras pero en realidad son muy turbias.
Las inmediatas semanas posteriores a la victoria de Trump han sido testigos del mal perder de la gente que adora el juego mientras no pierdan, cosa que dice mucho de la hipocresía de los principales defensores del sistema. Hay algo de justicia poética en ello. Confieso cierta satisfacción en ver a gente con barbita y gafas de pasta, acostumbrados a que les den la razón, mirando asustados al cielo intentando adivinar de dónde les vino el golpe.
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En la política banal todo se reduce a blanco y negro y por lo tanto es dificil explicar que si bien la victoria de Trump me sabe amarga, este sabor se ve compensado por lo dulce de las lágrimas de quienes están zopencamente en su contra. Y digo "zopencamente" porque entre tanta propaganda zafia sigo sin ver que se ponga de moda la rigurosidad en los análisis. Sin ir más lejos, mientras se debate la formación del gabinete Trump, la prensa nos insiste mucho en lo racistas que son todos los candidatos y calla que algunos son pro-aborto, están a favor del matrimonio homosexual o son miembros de minorías raciales. Que la realidad no te estropee una noticia propagandística muy pillada por los pelos.
Para alguien que no es estadounidense estar a favor o en contra de un candidato a la Casa Blanca debe basarse en las implicaciones que tiene para su país. Si me fijo en los mensajes de la campaña electoral el discurso de Clinton es más acorde con mis opiniones: política exterior intervencionista, acuerdos de libre comercio, no cambiar muchas cosas, tratar a Rusia como el estercolero tercermundista que es, etc. Lo que dice Trump me parece menos deseable: revocar los acuerdos de libre comercio, nacionalismo económico, política exterior aislacionista, tratar con respeto a esa organización criminal que conocemos como Rusia, etc. Es decir, el estar a favor o en contra de uno o de otro para mí —y para millones de americanos— depende de puntos a debatir, no de los sentimientos del personal que cree que las ciencias sociales son ciencias, de la agenda política de los dueños de las redes sociales, ni de los intereses estratégicos de las satrapías del golfo Pérsico que financiaron a Hillary y no a Trump. Ups.

Después del delicioso sabor de las lágrimas de los Ofendiditos Profesionales hay otro sabor que no acabo de determinar: el de la gente que se alegra excesivamente por la victoria de Trump. Más allá de la burda manipulación de la prensa progre aquí hay de todo: desde obreros industriales y granjeros (la sal de la tierra) hasta estudiantes universitarios pasando por trolls de Internet, cabezas de chorlito de los chemtrails y nazis. Sí, nazis. No nazis como los amigos finlandeses o italianos de nuestros nazis españoles sino nazis de los de heil qué hay para cenar, heil huevos fritos con patatas. Porque aunque el apoyo del KKK a Trump sea algo testimonial (son cuatro gatos) no deja de ser importante apuntar que algo tienes que estar haciendo mal cuando recibes el apoyo de los nazis o de los comunistas, es decir, de gente que cree que hay que aplastar la realidad con un bulldozer y construir un nuevo mundo a su endogámica medida.
Entre esta gente que se alegra excesivamente —les llamaré trumpistas por economía del lenguaje— hay un sibgrupo que me llama la atención: trumpistas que no son estadounidenses. Ahí están los partidos nacionalistas indios, el Kremlin, el Chávez filipino y parte de la extrema derecha europea.
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Dentro de la extrema derecha europea hay a su vez distintos grupos —no hay nada peor estudiado que la derecha política, porque los estudios políticos suelen estar copados por progres y en parte por esto no nos enteramos de nada de lo que está pasando— cuyas razones para apoyar a Trump son variadas y hasta contradictorias entre ellas. Más o menos lo que une a estos neorreaccionarios, derecha alternativa, tradicionalistas, monarquistas, paleoconservadores, paleolibertarios, paleo-cosas-random, etc. es su crítica al mundo moderno. Pero esto no nos debe confundir ya que solamente unos pocos están contra las bondades tecnológicas del mundo moderno (sin la tecnología actual no podrían organizarse ya que suelen rechazar las expresiones políticas propias de la izquierda como las manifestaciones o la acumulación de olores humanos). Cuando dicen estar en contra del mundo moderno se refieren específicamente a las consecuencias del mundo interconectado y a la infundada pérdida de dominio de la anticatólica idea de la raza blanca cristiana. Vamos, que prefieren un mundo en el que los chicanos se limiten a cortar el césped, los moros a matarse entre sí y no a los demás, los negros a recoger el algodón y no molestar y los chinos a abortar y fabricar juguetes baratos de plástico. De los indios no hablan porque su relato histórico es el de la historia de Inglaterra y hablar de los indios significaría hablar de cientos de millones de muertos a manos anglosajonas.
En este rechazo al mundo moderno hay asuntos en los que no puedo sino darles la razón: la expansión de la democracia liberal —la globalización— reclama pérdidas a corto plazo y a nadie le gusta perder. Yo sigo criticando cómo la incorporación de España a la UE nos hizo pasar de una economía industrial en transición a una economía de servicios de bajo valor añadido. Solamente ahora, casi treinta años después, empezamos a fabricar aerogeneradores, aviones, medicinas y servicios de telecomunicación al nivel de las principales potencias del mundo. Es decir, hay costes que se reparten de forma desigual: los estudiantes de telecomunicaciones y los obreros prejubilados de los astilleros no ven la globalización de la misma manera.
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Si seguimos hurgando en el lado indeseable de la globalización encontramos todavía más razones argumentadas entre quienes están en contra del mundo moderno: la fraternidad internacional y el aumento de la prosperidad en países vecinos llevan aparejados un aumento de la inmigración, esta inmigración no se integra y se diluye entre la población autóctona sino que por un impuesto amor a lo exótico continúa practicando sus costumbres extrañas entre nosotros. Quienes nos gobiernan viven en urbanizaciones valladas y llevan a sus hijos a un colegio alemán mientras en las escuelas de los barrios de aluvión inmigrante se deja de organizar la obra de Navidad para no herir sensibilidades. Esta creación de guetos es consecuencia de una política migratoria a la que no se le ha dado una vuelta en la sartén. El problema de esto viene de una equivocada definición de tolerancia (como "vale todo" entonces nada tiene valor). De todas formas lo de la inmigración en España tiene poco recorrido —de momento— porque aquí los inmigrantes todavía no son vistos como una amenaza por las clases autóctonas más humildes ya que están más desprotegidos que éstas y porque su reparto por el país no es homogéneo (un saludo a esos pueblecitos de Orense y León en los que si aparece un negro la gente detiene el coche y se baja para mirarlo).
En resumen, se podría decir que el rechazo al mundo moderno es un rechazo a lo foráneo y paradójicamente responde a una idea de comunidad supranacional. Quienes defienden las soberanías nacionales frente a la oscura y poco explicada conspiración de las élites se ven unidos por lazos pre-políticos como el odio común a una religión o la coincidencia en el color de la piel. Los trumpistas canadienses y noruegos quieren proteger a sus países de la influencia foránea y lo hacen reconociéndose mutuamente como miembros de una comunidad supranacional basada en criterios arbitrarios.
Pero como apuntaba, dentro de esta Internacional Trumpista hay mucha variedad: monarquistas ortodoxos y católicos pueden estar de acuerdo en que el estado construya bonitas catedrales pero no les hables de la restauración de la Pentarquía. Trumpistas alemanes y rusos pueden charlar animadamente sobre la mejor manera de hacer explotar la Kaaba pero en el reparto de Polonia supongo que no se pondrán de acuerdo. También hay gente que se alegra de la derrota de Clinton y de la élite globalista que representa pero que sin embargo no está de acuerdo con los cambios súbitos, no le gusta un presidente divorciado y casado con una modelo que enseña las perolas y para quienes el asunto racial no les parece importante.

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"This was not only a referendum on the Obama agenda, it was a referendum on the cuckold GOP agenda. “Compassionate conservatism” is now officially dead forever. We are now a populist-nationalist party. And a populist-nationalist country. This is TRUMPLAND". Andrew Anglin en su DailyStormer.

Es complicado crear un eje antiglobalización estructurado en torno al odio porque la lista de cosas a odiar puede ser infinita y las amistades duran poco. El presidente Hussein decía en un reciente dicurso que una de las consecuencias de la democratización mundial es que hace al mundo más seguro: los países democráticos no suelen hacer la guerra entre sí porque sus representados se ven como iguales y las guerras les tocan el bolsillo. Razón no le falta y es una pena que esto no se explique más.
También hay a quienes ni les va ni les viene la victoria de Trump pero que se entretienen en Internet haciendo el caldo gordo a sus seguidores y oponentes. Aquí tanto da si se trata de un seguidor de Trump como de un oponente, la mayoría repetirá hasta la saciedad las vaguedades habituales. Me resultan muy tiernos aunque muy cansinos: la parte progre porque se les llena la boca llamando racistas y misóginos a los demás y luego rascas y resulta que pertenecen la izquierda regresiva (la izquierda que apoya a las tiranías que cuelgan a homosexuales y lapidan mujeres) y la parte antiprogre que en el fondo desea ser aceptada por los progres y para sostener sus argumentos racistas te hablan del determinismo biológico, de la herencia de la inteligencia, del determinismo histórico y de un montón de cosas descartadas hace cien años pero que acaban de descubrir gracias a la metapedia.

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Me dicen que es concejala de Izquierda Unida y me lo creo.

Tanto unos como otros muestran una disposición hacia el debate político similar al que muestran las adolescentes con el último grupo musical afeminado de moda. Entre ellos se dan y se quitan la razón, reforzando así su comportamiento obsesivo e invadiendo otras conversaciones en las redes sociales hasta que llegan a manos de algún periodista televisivo sin escrúpulos que cree que esta gente es real y representativa y decide darle buen alpìste a las amas de casa.
En general creo que es muy pronto para juzgar al Donaldo. De momento lo único que nos consta es que hacer la campaña contra su propio partido le ha dejado sin opciones para nombrar altos cargos y de momento está recurriendo al establishment republicano que él mismo criticaba en campaña. Siguiendo su moderado discurso de victoria ("gobernaré para todos los americanos") no me sorprende que una vez en el cargo tenga que reinterpretar muchas de sus promesas de campaña.
Respecto a sus seguidores mi pronóstico es que los elementos más asociales serán los primeros en bajarse del carro: todo extremo de incorrección política tiene una base romántica y si lo políticamente incorrecto pasa a ser mainstream, dejará de ser atractivo para la gente que quiere sentirse especial. Aunque he de reconocer que esto mismo se decía de los nazis en los años 30 del siglo pasado y mira tú lo que pasó: un cabo austríaco acabó siendo el principal responsable del mayor número de crímenes contra la gente de color rosa en verano y blanco en invierno.

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