Dentro de 4 semanas (más o menos) llega un Tsunami.
A mi casa, aclaro, no se vaya a asustar nadie.
Me gustaría llamarle por su nombre, algo así como “se acerca el Katrina”, pero como no tenemos decidido nada todavía, con algo menos comprometido va que chuta (porque no le vamos a llamar Tsunami, obvio… o sí que, después de un parto sin epidural, está una como para buscar apelativos cariñosos).
Por supuesto, todavía no he preparado nada. Pero nada de nada.
Ni la cuna, ni la ropa, ni el cochecito, ni la maleta para el hospital… Ni el nombre, vamos.
Un desastre, ya lo sé.
No es sólo por falta de tiempo (que también, porque con un bombo prominente y dos niños pequeños mis movimientos parecen ralentizados), sino también por miedo y pereza.
No se me vaya a entender mal, que tan tan tan mala madre no soy (a pesar de no haberme puesto con nada). No es que me dé pereza que nazca el bebé, me muero de ganas, lo que puede conmigo es el pa(n)ck que trae consigo.
Todo el mundo sabe que un bebé te descoloca la vida. Las primeras semanas (vaaaale, los primeros meses) son, además, casi surrealistas y pasan como en una nebulosa: la cuarentena, el pecho a todas horas, la tripa fláccida, las noches sin dormir y los días durmiendo a ratos (cuando el bebé lo permite, claro), la casa patas arriba, la comida congelada, las visitas…etc.
La "ventaja" del primer bebé es que te puedes permitir ciertas cosas: tirarte en pijama hasta las 14:00 (y el bebé también), dormir a intervalos mañaneros, comer pizza congelada 2 semanas seguidas (o pedirla), tumbarte en la cama a dar el pecho (y mientras dormir o leer un libro), mandar a tu marido a por pañales a horas intempestivas...etc. En definitiva, ser un zombi desaliñado.
El problema llega cuando es el segundo bebé.
Todo el mundo te dice que con el segundo ya estás pasada de todo, que vas mucho más segura, que las cosas son más fáciles blablablá.
Pues no es verdad, sintiéndolo mucho:
No puedes quedarte en pijama hasta las 14:00 porque el otro niño (o bebé) tiene que ir a la guardería o al colegio (y te tienes que vestir y vestirleS para llevarle), o tienes que hacer la compra. No puedes echarte una siesta mañanera aprovechando que la nueva “adquisición” duerme, porque la pequeña antigüedad podría prenderle fuego a la casa, meter la cabeza en el váter o en el horno. No puedes comer pizza congelada 2 semanas seguidas porque serías carnaza para los servicios sociales y además te sentirías culpable. No puedes dormir durante las tomas diurnas porque tienes que leerle – con entonación, of course – la Mosca Fosca al mayor, ni puedes permitirte el lujo de descuidar el stock de pañales, porque hay horas intempestivas en las que nadie puede ir a buscarlos (por ejemplo, durante el zafarrancho-baño)…
No vas mucho más segura que con el primero. Ni de coña. Lo que pasa es que no tienes tiempo para estar pendiente de cada contracción facial del bebé y, en consecuencia, sueles tener la impresión de que es menos demandante.
Personalmente recuerdo las primeras semanas de mi hijo pequeño con horror. En cuanto mis padres se fueron, mi marido se reincorporó y tuve que empezar a hacer vida “normal” (o sea, 10 días después del parto), casi me da un patatús. Sentirte como un zombi desaliñado y no poder ejercer como tal pasa más factura de lo que uno puede imaginarse.
A las 6 semanas más o menos (o sea, más o menos cuando noche y día empiezan a significar algo para el lactante) empiezas a… ¿acostumbrarte?... y ya parece que ha sido así (de duro, quiero decir) desde siempre.
Esta vez tenemos búnker (señora de la limpieza, au-pair), pero yo estoy temblando por la que se avecina y me temo que ese miedo es, en parte, el culpable de mi falta de preparación (y de la falta de nombre para el acontecimiento en cuestión), como si intentase retrasar o negar el caos que se asoma a mi, de momento, rutinaria y tranquila (es un decir, obvio) vida.
Menos mal que Tsunami apunta maneras de chico independiente y se encarga él solito de recordar que me tengo que poner las pilas. A patadas, eso sí.