Que levante la mano todo aquel que haya escuchado de sus padres mil veces el mismo consejo:
Hijo, tú estudia, sácate unas oposiciones y hazte funcionario. Y tendrás la vida resuelta.
Yo mismo, no tengo que ir muy lejos. He recibido una educación basada en estudiar para llegar a ser el día de mañana, enfermero o médico, sacarme unas oposiciones y ser un feliz funcionario, con trabajo fijo y seguro toda la vida.
Claro, mi padre qué me iba a contar. A él le había salido genial la apuesta. Vivió el boom que supuso la apertura del régimen franquista al exterior, que fue cuando comenzó a entrar el turismo a España, las divisas inyectaron miles de millones a un país que salía de una postguerra y que ofrecía oportunidades a los que habían tenido el privilegio de tener una carrera universitaria.
Me imagino aquellos años y debió ser una gozada. Terminabas la carrera y listo, enchufado en algún trabajo. Y sólo por tener el “bachiller” eras una persona con el porvenir medio resuelto. Exactamente igual que ahora, verdad?
Mi padre optó por sacarse unas oposiciones después de muchos años de estudio probando entre la medicina y la enfermería. Al final eligió a una mujer más joven que él, un pueblecito tranquilo en la campiña onubense y formó una familia, que hoy consideraríamos numerosa.
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Cuando creces en una familia así es fácil que tu esquema vital sea imitar, en la medida de lo posible, lo que hizo tu padre. Intentas estudiar lo mismo que él, pero no tardas mucho en descubrir que tus inquietudes son otras, que además eres un alumno mediocre que nunca sacará la nota necesaria para acceder a la carrera que quieres (bueno, que quieren tus padres, porque a ti ya casi te empieza a dar igual).
La vida te hace un guiño el día que te cruzas con un viejo amigo y juntos decidís dar un rodeo académico para conseguir el objetivo de entrar en la carrera que queréis los dos. Pero entrar sería solo un paso más, no el último. Uno lo logró a la primera, como ya os podéis imaginar no fui yo. A mi la apuesta nunca me salió como a mi padre. De él no heredé la suerte, sólo la alopecia.
En ese punto decidí tomar un año sabático y plantearme si de verdad merecía la pena seguir apostando por aquello de ser funcionario. Eran los últimos años de los 90′s y algo llamado internet llegó a mi vida. Descubrí mil oportunidades donde expresar mis inquietudes, mi talento (que lo tengo, para qué lo voy a negar con falsa modestia), conocer nuevas formas de ganarse la vida haciendo cosas divertidas, casi como cobrar por jugar.
En 1.999 monté una empresa de diseño de páginas web con un amigo un poco chiflado. Era el tío con más imaginación que he conocido en casi 35 años. Tenía ideas nuevas cada 15 minutos. Una mañana me llamaba contándome que tenía una idea cojonuda para ganar pasta a manos llenas. Esa misma noche me dice que me olvide de aquello, que tiene una idea todavía mejor. Así, durante casi un año. Como ya he dicho la suerte nunca me ha sonreído demasiado en mis apuestas. No iba a ser una excepción en este caso tampoco. En esos años no vendías páginas web, en realidad “evangelizabas” sobre las virtudes de que una empresa tenga presencia en internet. Casi 13 años después hay mucha gente que sigue evangelizando a las empresas más rancias que siguen pensando que internet es algo lejano y extraño.
Fue entonces cuando decidí tirar la toalla. Volver al plan A, estudiar una carrera, sacarme unas oposiciones y tener un trabajo seguro. Ni puta idea qué carrera elegir. Bueno si, en realidad sabía que no podría hacer una carrera “de las buenas” porque mi nivel intelectual es ligeramente superior al de un orangután. Si nazco medio punto más tonto, nazco simio. Así que busqué algo que se pudiera estudiar y fuera divertido. Mira tú por donde elegí Magisterio de Educación Física. Todo el día haciendo deporte, jugando a todo lo que se te ocurra, y rodeado de tías buenorras. El eden hecho carrera de 3 años.
Además decidí probar un trabajo duro, difícil y en cierto punto peligroso. Busqué un trabajo nocturno, de esos que sales a las 5 o 6 de la mañana, te vas a casa, ducha, un café y camino a la facultad. El trabajo permitía tener una independencia económica y te hacía valorar más el tiempo que pasabas en clase. Total, carrera terminada y título universitario colgado de la pared. Pero ni oposiciones ni ejercer ni leches.
Llegué al umbral de la casilla de meta del plan de vida que tenían mis padres para mi. Pero no lo crucé. Directamente cambié de vida, de ciudad, y comencé a buscar otro tipo de trabajo que me llenase más, que me ofreciera otros objetivos en la vida que no fuera la seguridad (y rutina) de los funcionarios.
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He dicho que no tengo suerte en mis apuestas. Bueno, a medias. Hay cosas que me salieron bien a la primera y que han durado. Una fue abandonar mi tierra, viajar a 1.000km y hacer mía esa nueva tierra. Formar mi propia familia, con mi nueva forma de ver la vida, nuevo sistema de valores morales, nuevas reglas. No planificamos nuestra vida a 10 años vista. Eso ya no lo volveré a hacer nunca más.
Con casi 35 años tengo la sensación de que mi vida ya llegó a todo lo que podía alcanzar, y que mi energía se debe dirigir en su totalidad en apoyar a mi hija en todo lo que haga. No le voy a vender la milonga de que viva para tener un futuro trabajo de funcionaria. Quiero que experimente varios oficios, que viva de su talento (que seguro que alguno debe tener). Que no tiene que cumplir ninguna expectativa de sus padres, porque sólo ella será la que viva su futuro, por tanto tiene que ser responsable de sus decisiones. Estaremos aquí para lo bueno y para lo malo, construyendo un “andamio” moral sobre el que ella edifique su vida. Quizás al final me acabe sirviendo de algo el título de magisterio.
Amigos, creo que le he vuelto a coger el gusto por escribir en el blog, amenazo con posts tan largos y cargados como este.