Revista En Femenino

Tu vacilándome, y yo esperándote

Por Ana María Ros Domínguez @anaroski

Cantaba el Dúo Dinámico una canción que si no recuerdo mal decía algo así: “Tu vacilándome… Y yo esperándote. Tu sabes cuanta gente hay que va burlándose? Y espera que este amor sin más… vaya apagándose?”

Pues a veces ocurren estas cosas, hay ocasiones en las que las personas aguantan, tragan, siguen aguantando, siguen tragando, pero poco a poco se van desilusionando, desengañando y llega un momento en el que te miras al espejo y no te reconoces, estás tan herida en lo más profundo de tu ser.

Te sientes sin fuerzas, abatida y compruebas como tu autoestima acabó en una de las cunetas del camino que con tanto esfuerzo habías recorrido que ni siquiera recuerdas en qué momento la perdiste.

Tu vacilándome, y yo esperándote

Compruebas como la imagen del espejo no se corresponde con tu última visión, y es que hacía tanto tiempo que no te parabas a mirarte a tí misma, que no te habías dado cuenta como estos últimos once meses te habías transformado.

Tu pelo negro ahora lucía ajado, fino, quebradizo, envejecido y mostraba una amplia gama de grises que acentuaban las arrugas de expresión de su rostro entristecido y que junto con su nueva silueta en la que aquellas curvas que antaño te acompañaban se habían escondido tras pliegues de grasa que habían cubierto su cuerpo, quizás para crear una capa protectora a base de noches de ansiedad en las que las taquicardias, las lamentaciones y la excesiva autocrítica que no te dejaban dormir.

Sientes que no eres capaz de entender cómo habías sido capaz de llegar a esa situación, no logras recordar en qué momento exacto perdiste el control de esa vida organizada, estructurada, y que todos envidiaban.

Con esa sensación de estar contemplando la vida de otro, y gritando a tu yo interior que eso no te había podido pasar a ti, empiezas a pensar en tu otro yo, en ese que te hacía sentir fuerte, segura de ti misma, en esa otra mujer que ahora no eras capaz de reconocer. Ella que había sido capaz de sobreponerse a tantas pruebas difíciles, de lidiar con sus defectos y convertirlos en fortalezas, ahora estaba allí, ante sí misma, desparramada, no solo por los más de 20 kilos que se le habían sumado y con los que no se acostumbraba a convivir, pero contra los que no tenía las suficientes fuerzas para combatir, sino porque su alma se había roto en tantos pedacitos, que difícilmente sería posible recomponerla.

Habían vencido, y ella se había dejado vencer, quizás porque no fue capaz de encontrar ese punto de apoyo necesario para mover el mundo del que hablaba en la antigua Grecia Arquímides. Por más que buscaba a su alrededor, no era capaz de apoyar su mano para levantarse y volver a empezar, porque ya no le quedaban fuerzas, estaba tan vacía, tan rota, que no era capaz de hacer nada más.

Tan solo le quedaba una cosa por hacer, rezar, rezar con todas su fuerzas y pedirle a Dios ayuda en aquel momento en el que todo parecía indicar que no había solución alguna.


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