Revista En Femenino

Tú, yo y la nevera

Por Expatxcojones

Tú, yo y la nevera

M y yo, BCN, 2004. expatriadaxcojones.blogspot.com


Metáfora de un tránsito VIIIcalle Planeta, Barcelona
Hace tiempo que me resisto a hablar de él. Ya no puedo demorarlo. Ya no. Es imposible mencionar mi paso por la calle planeta sin referirme a su persona. Es su casa. Todavía vive allí.
Empecemos por el principio. Presentando a los personajes. A la representante femenina ya la conocéis. Una servidora. Al protagonista masculino ahora os lo describiré.
Fue un bebé prematuro. Pesó poco y se trajo al mundo unos pulmones delicados. Nacer antes de tiempo ha marcado el resto de su trayectoria vital. Dejó el colegio pronto, igual que la casa de sus padres. Consiguió un buen trabajo siendo muy joven, se compró un piso cuando aún era un crio. Es la tónica de su vida. Hacerlo todo antes que el resto. Bueno, no todo, casi todo.
Un día —me gustaría decir que soleado pero, la verdad, es que no me acuerdo— me acompaña de rodaje. Él es el cámara auxiliar y yo la reportera. Tenemos que cubrir una manifestación. Cuando me ve cargada con ese armatoste —la cámara pesa más de diez kilos—piensa: quizás sea una chica mona pero lo mismo que tiene de mona lo tiene de idiota. Eso piensa. Lo sé porque más tarde me lo confesará.
Con el tiempo, nos hacemos amigos. Nos los contamos todo. Nos convertimos en inseparables.
Y una noche, sin que yo lo vea venir, el niñato esmirriado —que de tonto no tiene un pelo— se atreve. Da el primer paso. Cruza la línea.
Habíamos salido por el barrio de Gracia. Era fiesta mayor. Música y cerveza. Baile y mojitos. Percusión. Coqueteo. Hasta que dejamos las bromas a parte y me planta un beso en la boca. No sé reaccionar. Él es mi amigo. Además, es más joven. Yo no quiero emparejarme, pero hay cosas en la vida que te suceden sin que las hayas programado.
Nos vamos a vivir juntos. Él tiene un piso pequeño, un ático, construido sobre lo que antes debió ser un antiguo palomar. Está en la calle planeta, una callejuela pequeña y poco transitada que da a la popular Plaza del Sol, en pleno corazón del barrio de Gracia. Sesenta metros cuadrados. Dos diminutas habitaciones. Un baño pequeño. Una mini cocina. Y el comedor, todo rodeado de cristal. Visto desde fuera parece una pecera gigante. Lo mejor, las terrazas. Tiene dos. Una encima de la otra. Mires donde mires ves un mar de antenas, buhardillas, macetas, ropa tendida y gente de lo más dispar.
Pasamos muchas horas observando a los vecinos desde nuestra atalaya particular. Los conocemos a todos. Los espiamos un rato y, después, nos inventamos sus vidas. En la finca de enfrente vive un hombre moreno. De tez pálida. Tendrá unos cuarenta años. Siempre sale al balcón a fumar. Le llamamos pitillitos. Años después de abandonar yo la casa se suicidará pero ahora todavía le quedan muchos cartones. Debajo, en lo que había sido un antiguo almacén de madera, acababan de construir dos lofts modernísimos. Uno de ellos lo ocupa una mujer de mediana edad. Soltera y con un trabajo de los que llaman liberales. La vemos tomar el sol en la tumbona. Beber cerveza con sus amigos. A su derecha, otra vivienda, ésta más antigua. Más tradicional. Aquí reside la pareja que regenta el bar donde solemos tomar café. Hacen vida familiar.
Un día nos levantamos indignados. Sintiéndonos impotentes. Corre el año 2002, y el gran Alfredo Urdaci acaba de soltar de corrillo su ya famoso CCOO en los informativos de Televisión Española. Cogemos un rotulador. Una sábana. Y nos despachamos a gusto. Las palabras ondean desde nuestra ventana hasta que, poco a poco, las va borrando el sol.
Me enamoré. Locamente. De su mente. De su gusto. De su capacidad. Me divertí. Porque está un poco loco. Porque tiene personalidad. Siempre dice lo que piensa. Sin concesiones. Es egocéntrico. Ambicioso. Cinéfilo y lector aficionado, cada vez más exigente. Con él aprendo mucho. Tiene talento. Además es perfeccionista y obsesivo, cualidades básicas para avanzar en este mundillo.
Montamos una pequeña productora. Trabajábamos para empresas. En casa sólo hay un tema de conversación. Decido dejar mi empleo en la tele para dedicarme de lleno a nuestro proyecto conjunto. Y justo entonces… él recibe una llamada. De una productora —no una cualquiera, una muy importante—. Fue el principio de su prometedora carrera y el final de nuestra relación.
Cuanto él más crece, yo más me hundo. Empecé a sentirme inferior. Insegura. Poca cosa. En la calle planeta solo puede brillar un astro. Él es el sol. Me convierto, sin quererlo, en un insignificante planeta que gira alrededor.
No era el mejor momento y aún y así se lo solté. Sin rodeos. Directo a la yugular.
—Quiero algo más, quiero un hijo.
La colisión es sólo cuestión de tiempo. Él empieza a salir, a llegar cada vez más tarde. Yo empiezo a preocuparme, a comerme la cabeza. Lo intuía. Lo veía venir. Pero no por esperarlo me lo tomé mejor. Cuando lo admitió y lo verbalizó el mundo se hundió bajo mis pies.
   —Eres la mujer perfecta, mi mujer ideal —me dijo —pero ahora quiero vivir la vida (entiéndase follar con todo lo que se precie). Hay cosas que debo experimentar (entiéndase follar con todo lo que se precie). Si no, luego, sé que me arrepentiré.
Él habla y habla. Yo no oigo nada. Sólo el murmullo lejano y confuso de sus palabras, hasta que, al final de su monólogo, suelta una frase magistral.
   —Si pudiera, te guardaría en la nevera, tal y como estás ahora, para poder, luego, venirte a buscar.
Él tiene veinte cuatro años. Yo, veintisiete.
Le grité. Le insulté. Le tiré de una patada la moto al suelo. Le grité. Le insulté y me cagué en todos sus muertos. Le grité. Le insulté y rompí a llorar.
Me quedé echa una mierda. La autoestima por los suelos. Tenía una opresión en el pecho como nunca antes había sentido. Pensaba que no lo iba a poder superar. Él me había dejado. Yo lo quería. Quería estar con él. Él, en cambio, prefería estar solo. Con su cámara. Trabajando, viajando y follando sin parar.
El tiempo lo ha puesto, como suele hacer, todo en su sitio. Nuestra relación ha vuelto a ser la que era. Cicatrizadas las heridas, recompuesto el corazón, queda entre nosotros lo que un día nos unió. La amistad. La complicidad. El trabajo. Las mismas inquietudes, las mismas pasiones. El trabajo. Conversaciones interminables sobre un libro, discusiones acaloradas sobre un documental. El trabajo. Debates sobre el triunfo o monólogos sobre la soledad. El trabajo. Éxito profesional, fracaso personal. Periodismo, televisión. Proyectos de futuro. El trabajo.
Han pasado quince años y en este tiempo a ambos nos han sucedido muchas cosas. Yo me he casado y he sido madre. Me he mudado a Marruecos. Él ha ascendido en su carrera meteórica pero en el fondo, en el fondo, seguimos siendo los mismos. Esos chiquillos que andaban con la Scoopie arriba y abajo, por toda la ciudad. Esos chiquillos que soñaban despiertos. Esos chiquillos que tenían conversaciones interminables. Esos chiquillos que jugaban a ser mayores sin saber lo que eso significa de verdad.

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