Revista Cine

Tutto Fellini/II

Por Diezmartinez
Tutto Fellini/II
La Calle (La Strada, Italia, 1954), tercer largometraje y medio de Federico Fellini, nació a partir del deseo del cineasta de hacer una película para el lucimiento de su esposa Giuletta Massina, uno de los rostros femeninos más expresivos en la historia del cine. Fellini tenía la vaga idea de vestir a su mujer de payasa: aprovechar la enorme capacidad física y gestual de ella para transmitir miedo, alegría, decepción, amor, terror... Tulio Pinelli, guionista de cabecera del cineasta, había trabajado, por su parte, una línea argumental muy general sobre un grupo gitanos cirqueros que iban de pueblito en pueblito, por el interior de Italia. En una tarde de acalorada y emocionada conversación entre los dos, según comentó Fellini en alguna entrevista, quedó delineado el argumento de La Calle, que luego Ennio Flaiano convertiría en guión fílmico.
Para cuando Fellini dirigió La Calle, ya se había alejado, conciente o inconcientemente, de su aprendizaje neorrealista con Rossellini. Aunque hay elementos del neorrealismo clásico a lo largo de todo el filme -el retrato de los barrios de las orillas de las ciudades, los pobres caminos vecinales apenas transitables, la procesión religiosa filmada en estilo documental-, es obvio que Fellini va por algo más que el fresco social en que se mueven sus dos personajes centrales. La intención del nacido en Rimini es otra: atestiguar el despertar existencial de dos solitarios que se cruzan en el camino.
Zampanò (Anthony Quinn en el papel de su vida) es un ser primitivo y brutal que sobrevive haciendo su rutina de hombre fuerte -rompe una cadena con su "fuerza pectoral, es decir, del pecho"- en la Italia de la posguerra, viajando de pueblo en pueblo, alargando el sombrero, recogiendo el dinero, emborrachándose, encamando prostitutas, peleando un día sí y otro también. Después de que su última asistente lo dejó -él dice que la muchacha murió, pero bien pudo haberlo abandonado-, Zampanò vuelve al pueblo de donde la había recogido y compra por diez mil liras a su hermana menor, la pequeña Gelsomina (Massina). La muchacha es también, como él, una primitiva, pero de otra naturaleza: Gelsomina es un espíritu noble, alegre, ingenuo, lista para sonreír ante un niño, ante un rayo de sol, ante un insecto, ante una flor.
Poco a poco, a golpes, gritos, regaños y desprecios, Zampanò le enseña "el oficio" de artista callejero a Gelsomina. Le enseña poco en realidad: ella es una natural para hacer reír, para hacer gestos chistosos, para caminar de manera extraña. Pero a él no le podría interesar menos lo que hace ella, lo que quiere, lo que piensa. Pero, entonces, ¿por qué no deja que se vaya? ¿Por qué Zampanò se niega a dejarla ir? Un payaso y equilibrista crístico, "Il Matto" (Richard Basehart), tiene una teoría casi aristotélica para explicar esta aparente paradoja: Gensolmina tiene una función, un objetivo, una razón de ser. Y esa es, acaso, estar al lado de ese bruto sin conciencia.
Fellini dirige de una manera tan elegante como funcional, sin florituras, sin llamar la atención sobre el estilo. Hacía varios años que no veía la película de nuevo y ahora me di a la tarea de analizar el manejo de la cámara de Otello Martelli: conté una docena de tomas largas de más de un minuto de duración -una de ellas, clave, de más de dos minutos, cuando "Il Matto" le explica su teoría del universo a Gensolmina- pero en ningún momento la cámara permanece estática. En muchas ocasiones, los personajes se mueven de un lugar a otro y la cámara, discretamente, los sigue a través de un paneo, cambia de foco imperceptiblemente o se mueve en un travelling sencillo.
El encuadre está manejado con una admirable economía de medios y, por lo mismo, cuando se desliza un apunte irónico, el hallazgo visual es mayor: el letrero iluminado de un bar hacia la izquierda, teniendo como telón de fondo una procesión religosa; o el rostro ajado de Zampanò, visto a través de un mohoso alambre de púas, preguntando a una muchacha por Gelsomina... La imagen final, con Zampanò dándose cuenta finalmente de su soledad existencial, está marcado también por un movimiento de grúa nada enfático: Fellini no necesita subrayar demasiado. Cualquiera puede entender de qué trata este filme. O, por lo menos, eso quiero creer...
La Strada se exhibe hoy martes a las 18 horas en la Cineteca Nacional

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