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Llevo sin ver al Kalvo ocho días. No es un hecho extraordinario, más bien es lo habitual. Esta es mi vida. La de la mujer expatriada, marido ausente y al cargo de la prole. Pero esta no es una historia triste. Es una historia feliz. La historia de un reencuentro, una coicidencia de apenas doce horas, antes de que se vuelva a ir.
11:35 a.m. Llego al aeropuerto de Tánger con los niños después de estar unos días de vacaciones en España. El Kalvo y German —que ha venido a pasar el fin de semana— nos esperan en la zona de llegadas. Los niños, al verlos, corren hacia ellos. Yo no puedo. Primero, porque al pasar la maleta por el escáner el policía me hace abrirla. Llevo setenta carretes de fotografía —cuarenta en color y otros treinta más en blanco y negro—. Pedido del friki de mi marido que en plena era digital sigue prefiriendo lo analógico. Para dar verisimilitud a mi versión familiar, antes de salir de casa de mis padres, he colocado un montón de ropa sucia encima. Después de explicarle qué son ese montón de cilindros de plásticoy para qué los traigo —dejando bien claro que su uso no tiene nada que ver con ningún trabajo periodístico—me deja ir. Pero todavía no puedo abrazar al Kalvo porque es momento de la paradita en la Aduana. Como aún no he matriculado el coche nuevo, si salgo de Marruecos, debo dejarlo estacionado donde ellos me dicen y entregarles la documentación. Papeles que en estos instantes me dispongo a recuperar. Parece fácil pero no lo es. Lo normal es que al abandonar el país te dieran un resguardo, un número, algo que les ayudara a identificar el coche a tu regreso. Pues no. Su sistema es el siguiente: Ponen tu documentación dentro de un sobrecito marrón, anotan tu nombre a mano en el exterior y lo colocan junto a un montón de sobrecitos con un montón de nombres escritos a mano en una caja de cartón. Ocho días después —en este preciso momento— es cuando al tipo le toca encontrarlo entre el sinfín de sobrecitos marrones y a mí desesperarme con tamaña falta de organización. Resignada, me siento en la silla contigua y jugueteo con el móvil. La cosa va para largo.
12:45 a.m. Estoy hambrienta. Me he levantado a las siete de la mañana y sólo he tomado un triste café. O como o soy capaz de matar a alguien. Ya que la segunda opción es algo descabellada, opto por pedirle al Kalvo que nos lleve a directamente a La Pagode. Un restaurante de comida vietnamita que hay en el centro y al que solemos ir con cuando no me apetece cocinar. Conociendo mi grado de malhumor —herencia de mi abuelo materno— si no como a mi hora, el Kalvo nos lleva sin rechistar. Pedimos sopa, rollitos, fideos con gambas, fideos con pollo, pato laqueado y un par de platos especialidad de la casa. Nos atiende el dueño, un francés muy elegante, que cuando murió el antiguo propietario —de origen vietnamita y el que abrió el restaurante— se quedó con el negocio y, también, con la mujer. De esto hace ya muchos años pero Tánger es una ciudad pequeña, donde todo (o casi) se termina sabiendo.
14:15 p.m.De vuelta en casa, me saco los zapatos y los calcetines —tengo los pies abrasados; el termómetro marca 32 grados— y me preparo un café. La Peque está durmiendo, Terremoto entretenido con sus juguetes y German leyendo tranquilamente un libro sentado en la butaca de piel. Es el momento. Ahora o nunca.
14:25 p.m.Polvo apresurado. En nuestra habitación, con la puerta cerrada pero los oídos bien abiertos. No es que sea mi estilo, prefiero perrear, pero no está el día como para ir pidiendo deseos. Me corro rapidísimo y algo más ligera, vuelvo al comedor.
15:55 p.m.No todo son fuegos artificiales, toca también trabajo de almacén. La nevera está vacía, así que hay que ir a comprar. Decidimos pasar por la zona del DRADEB. Los jueves y domingos hay mercado al aire libre. Adoro comprar aquí. Hay un montón de puestos: de frutas, verduras, huevos frescos, gallinas y pollitos, ropa usada, utensilios de cocina e incluso pescado —que es lo único que no compro porque al verlo expuesto al sol como que se me van las ganas—. A diferencia de los mercados españoles, aquí las paradas las llevan los hombres. No hay una sola mujer marroquí atendiendo. Las únicas representantes del género femenino son las bereberes. Dos días por semana bajan de las montañas para vender sus productos, que normalmente ofertan en la carretera. Traen queso tierno que elaboran ellas mismas y también algunas verduras. Yo siempre les compro flores. En el mercado suele haber muchos subsaharianos. Ayudan en los puestos o llevan las bolsas de los clientes a cambio de unos cuantos dírhams. Vienen de Mali, de Níger, de Costa de marfil, de Nigeria... El chico que me acompaña hoy tiene veintiún años y lleva tres atrapado en Marruecos esperando ahorrar lo suficiente para poder cruzar a Europa.
17:07 p.m.Paramos en La Gelaterie a tomarnos un zumo. De naranja para los niños, de fresa para el Kalvo y de piña para Germán y para mí. Todos son naturales pero hemos de pedir que no les pongan azúcar porque tienen por costumbre hacerlo y la sobredosis de dulce no nos va.
18:30 p.m.El taxista recogerá a nuestro invitado en una hora para llevarlo al aeropuerto. Antes, se hará la maleta y ganduleará en nuestro sofá. Yo aprovecharé para guardar la compra y el Kalvo vigilará a la prole que anda un tanto revuelta. A las siete y media en punto nos despedimos. Besos. Abrazos. Y cada cual continúa con lo suyo.
20:00 p.m.Baño. Cena. Cuento.
21:30 p.m.Por fin solos. El Kalvo y yo hablamos. Hablamos, hablamos y nos da un ataque de risa. Seguimos hablando un rato más y nos acostamos. Mañana cuando me levante volveré a estar sola y, aunque no está bien que lo diga, seguiré siendo feliz. Me gusta la soledad. Una es así.