A principios de los años cincuenta la Guerra Fría se había consolidado ya como un conflicto irresoluble entre los antiguos aliados de la Segunda Guerra Mundial. Hacía poco que se sabía que la Unión Soviética había obtenido la bomba nuclear y los puentes entre Truman y Stalin estaban prácticamente rotos. Es paradójico decirlo, pero si ambas superpotencias no llegaron a entrar jamás en combate de forma directa fue porque la destrucción mutua, como se había probado amargamente pocos años antes en Hiroshima y Nagasaki, estaba más que asegurada. Con este panorama se fomentaban las amenazas, se alentaba la guerra en escenarios más o menos remotos (Corea fue el primer ejemplo) y la tensión hacía vivir a los ciudadanos pensando en la posibilidad cierta de sufrir una horrible muerte abrasados en un infierno nuclear. No eran pensamientos descabellados. Más de una vez se estuvo cerca del desastre y no había fuerza en este mundo capaz de mediar entre tan poderosos contendientes.
En aquella época alguna mente privilegiada de Hollywood, basándose en los cientos de relatos de Ciencia Ficción que proliferaban en esos años, debió pensar que la única solución tendría que provenir de fuera, de nuestros vecinos del espacio. Y así comienza una historia inquietante, que debió inquietar a muchos espectadores de la época. Ultimátum a la Tierra comienza con una alerta: se acerca un objeto no identificado a la atmósfera de nuestro planeta. El Ovni aterrizará en Washington, ante la espectación del mundo entero. De su interior surge un ser antropomorfo, con todos los rasgos humanos. Aunque viene en son de paz, no se libra de conocer desde primera hora como nos las gastamos en la Tierra: recibe un disparo en un brazo y hay que trasladarlo al hospital.
Pronto Klaatu va a desvelar el objeto de su misión. Desde su planeta se ha detectado el uso de armas nucleares en nuestro planeta, un factor que podría desestabilizar la paz galáctica. Como es imposible reunir a los dirigentes de todos los países en una sola habitación, al extraterrestre se le ocurre hablar con una representación de los mejores científicos, sin duda gente mucho más racional y comprensiva que los políticos. Su mensaje es tan claro como contundente: la advertencia de que si los hombres no ponen fin a sus conflictos, el planeta será destruido. Se trata de una paz obligatoria, impuesta por unos seres mucho más poderosos, cuyo representante actúa con toda la diplomacia que da de sí su paciencia, que no es infinita, pero con firmeza. Su partida después de pronunciar su discurso es toda una metáfora de la espada de Damocles que estaba suspendida sobre el mundo en aquellos momentos. Para las dos superpotencias, recurrir a la violencia era lo mismo que suicidarse.
Visionar Ultimátum a la Tierra en una sala de cine sigue siendo una experiencia estimulante, aun en nuestros días. Puede que sus efectos especiales hayan quedado muy anticuados, que el robot Gort no nos impresione tanto como a los espectadores de hace sesenta años o que muchas de sus situaciones sean un poco ingenuas, pero el tono que da Wise a la historia sigue ejerciendo un inmenso poder de fascinación, quizá porque el extraterrestre no logra comprender jamás del todo la forma de actuar de los humanos y se pasa media película oculto o huyendo, bebiendo buena parte de su argumento del mejor género negro con toques de terror.