Revista Cultura y Ocio

Últimos textos admitidos en Convocatoria "¿Vacaciones?, si yo te contara..."

Publicado el 22 octubre 2013 por Laesfera

Últimos textos admitidos en Convocatoria "¿Vacaciones?, si yo te contara..."

A continuación y por motivos de espacio y fechas, recopilamos los últimos textos admitido a la Convocatoria ¿Vacaciones?, si yo te contara..."
  • En los comentarios podrás expresar tus preferencias y votos.


Viaje insólito.

Imagen convocatoria

No hubo forma posible de tomar una decisión clara entre todas las ofertas que teníamos frente a nosotros. Todas eran válidas, por su atractivo paisajístico, riqueza cultural y exotismo. Mi marido y yo dejamos pasar la oportunidad de poder disfrutar de unas buenas vacaciones en el trópico, junto a aguas cristalinas, playas de arena fina y blanca, sol a todas bandas y lugares donde la naturaleza fuera apabullante. Él quería Cancún y las Bahamas. Yo el corazón de África, las Seychelles, navegar por el Nilo y recorrer las enigmáticas ciudades subterráneas de Turquía. La confrontación nos llevó a disgregarnos hasta dejarnos vencidos, separados por camas en habitaciones contiguas. Mantuvimos la distancia durante los largos días de verano, sin apenas dirigirnos la palabra, a través de señales, o simples notas que invadieron la casa, mantuvimos la relación hasta que el destino vino a cambiarnos la vida. Aquella tarde de verano, de un día caluroso, angosto por el sudor, mi marido y yo nos mirábamos de soslayo con ceño fruncido, por las desavenencias de haber sustituido lo paradisíaco por las baldosas de casa. Pero aquella tarde, justo frente a la ventana de la cocina, a escasos cinco metros del otro bloque, vimos a nuestro vecino prepararse las tostadas de la tarde. Sonriente y complaciente nos saludó sin otra intención más que la de ser agradecido. Como autómatas lo saludamos sin importarnos la expresión tirante de nuestras caras. Jonás, el vecino, era un hombre excéntrico, amable, atento y cordial. Un hombre capaz de transformar su precaria vida en algo bello, en desarrollar su parte más humana, y potenciar los valores que pudieran llevar a un equilibrio justo. Su benevolencia y altruismo le llevó por aquellas casualidades de la vida a enterarse de nuestras desavenencias conyugales por las vacaciones. Rápido se puso en marcha, y como por arte de magia se acercó con un libro titulado: “Como dar la vuelta al mundo sin marearte”. Sin pronunciar más que; “aquí tenéis el remedio”, extendió la mano y lo cogí. Sobresaltados por su irónica postura mi marido cerró la puerta y bufé tan fuerte que, ¡ostras!, al soltar el libro encima de la mesa, para mí asombro, se abrió por la página uno.
—¿Has visto lo que yo he visto? —dije
—¡Nuestra imagen predilecta! ¡La Antártida!
—Fíjate que dice bajo la fotografía. ¡Son nuestros nombres!
Atraídos como imanes leímos la primera línea, imbuidos por una atracción incomparable a la que habíamos sentido al enamorarnos. Deseábamos saber sobre la vida de los protagonistas y el desenlace final.
Y en un instante, nos sentamos en el sofá, cogimos el libro a una y leímos hasta quedar extasiados de su contenido.
El viaje no programado al cual nos transportó el libro nos aportó placer. Viajar junto a las letras no fue Distópico. Un hecho palpable, que vivimos a cien. Los protagonistas fueron los causantes de nuestra reconciliación. A partir de este bello viaje hemos vuelto a ser protagonistas de otro de sus libros.

Texto: Francisco Manuel Marcos Roldán Desde la Orilla Llego al curro, me meto en el baño sin perder un minuto y me pongo el biquini y el sombrero de Panamá que me compré en las rebajas. A continuación me dirijo a mi puesto de trabajo, saco de mi bolsa marinera la toalla de playa, la extiendo y me tumbo sobre ella. Solo un detalle más: abro la ventana para que me alcance el riego del césped y siento como si me salpicaran las olas. Este año no tendré vacaciones por la crisis, pero ¿quién dice que aquí no hay playa? Texto: Silvia Asensio García El peso del vacío  (Texto participante fuera de concurso) El calor es juez de nuestra ropa en verano. Por eso Alicia eligió su vestido más fresco, un vestido color añil que siempre salía perdedor contra las partes de su cuerpo mostradas, un vestido en el que nadie se fijaría jamás porque los ojos de los hombres van siempre a parar allí donde deja de existir, en mitad de los muslos, para luego repasar su cuerpo pantorrilla abajo. Claro que Alicia no era consciente. Hacía algún tiempo que olvidó que fue deseada. "Ya no me siento bien aquí, contigo", dijo Umberto antes de cerrar la puerta para siempre llevándose sus cosas. De él sólo quedó un toque de perfume impregnando un cojín del sofá.
Alicia decidió irse de vacaciones sola, sus primeras vacaciones sin él en años. La maleta estaba cerrada en el centro de la habitación, tendría que llevarla hasta el coche, nadie la ayudaría. Intentó levantarla y pensó cómo podía pesar más el equipaje de una que el equipaje de dos, pero ese era un misterio cuya explicación no se encontraba dentro de lo racional ni en el contenido de la maleta, sino en "un algo" intangible que se encontraba más fuera que dentro y que era una mezcla de recuerdos, vacío y ganas de compartir. Sin embargo, convencida de que llevaba demasiadas cosas, la abrió. Contempló durante largo rato toda su ropa y se dio cuenta de que nada era suyo en su totalidad, todo tenía que ver con él, con los momentos que compartieron, con alguna risa o con algún llanto, con un roce o una mirada pícara hacia su escote. Pronto sus ojos se llenaron de lágrimas, llevó sus rodillas al suelo y clavó sus uñas en esas capas de piel en que se habían convertido sus ropas y las lanzó por detrás de los hombros mientras gritaba improperios como aullidos salvajes, hacia él, hacia ella, hacia ellos. Parecía una fiera devorando a su presa que era ella misma, que eran sus propios recuerdos. Al fin se quedó mirando el vacío que llenaba la maleta mientras jadeaba. La cerró lentamente; sólo se escuchó ese click tan categórico del cierre. Se levantó y se miró al espejo. Quedaba una última capa de piel, esa capa de color añil que se había puesto por la mañana. Alicia dejó que resbalara por sus brazos, que rozara sus pezones, sus caderas, sus muslos; que cayera hasta sus pies, como si esa fuera la última caricia que Umberto no le dio.
Con su maleta llena de vacío salió camino del aeropuerto, sin oír más que sus propios ruidos, sin reparar en cómo la gente la señalaba como un objeto extraño, como algo fuera de lugar dentro de aquel tropel de veraneantes con sus ropas a cuestas correteando por la terminal. Los de seguridad no necesitaron mucha destreza para inmovilizarla, apenas opuso resistencia.
Ahora Alicia deambula por el hospital llevando una bata prestada y poco sensual. No habla con nadie. Ni siquiera saben su nombre.
Texto: Miguel Ángel Brito La cita «¡Que no me llamo Pilar, abuelo, que soy Ana, su nieta!», le decía. «Eso es lo que tú te crees, que eres su nieta. ¡Esos lunares, Pilar, esos lunares!» Sé que no se confundía, pero fue feliz viéndome como la abuela.
Me crié en la creencia de que mi abuelo había muerto en la guerra. Todos los años, por San Juan, la abuela Pilar cambiaba el hábito de penitente por una falda estampada y una blusa blanca, metía dentro de su vieja maleta de cartón piedra una hogaza, unos embutidos y una manta y, sin decir nada, se iba de vacaciones al pueblo. Esos días el silencio flotaba en casa, mi madre aprovechaba para limpiar la plata y mi padre para pegar palillos en el interminable galeón. Al regresar, tres días más tarde, se vestía su hábito y todo volvía a la normalidad.
Aunque mi familia era de Belchite, al estallar la guerra vivían en Madrid. Luego, mi abuela y mi madre se vinieron a Zaragoza. Al hacerme mayor descubrí que las guerras también matan paisajes y pueblos, por eso pensé que la abuela iba a visitar a sus primos hermanos a Belchite nuevo.
Al finalizar mis estudios me independicé. Un tarde de junio de 1973, la abuela, que ya andaba pachucha, se presentó en mi casa y me contó lo de sus escapadas al pueblo. Los tres años siguientes, pasé la noche de San Juan con ella, en la puerta de las ruinas de la iglesia de San Agustín, esperando al abuelo. Antes de morirse le prometí que durante un tiempo prudencial acudiría a la cita en su lugar.
En el solsticio de 1978, unos meses después de la amnistía, estaba yo sentada dentro del coche, a la entrada del templo, cuando vi acercarse a un anciano. Con el bastón como brújula desimantada señalaba los edificios derruidos tratando de orientarse. Un calambre recorrió mi cuerpo y me espadañó el vello. Bajé del coche, me dirigí hacia él. Al verme, tiró la garrota y empezó a gritar «¡Pilar, Pilar!». Corrió y se abrazó a mí. Me balbucía que no había cambiado nada, que seguía igual que entonces. Yo lloraba tanto que no podía hablar y sacarlo del equívoco.
Lo llevé a mi casa. Cada vez que le aseguraba que era su nieta, me sonreía, me besaba en la frente y me acariciaba la base del cuello, «Esos lunares, Pilar, esos lunares que tantas veces he soñado».
Una noche de finales de julio me llamó desde su habitación, «¡Pilar, Pilar, tengo mucho frío!». Cerré las ventanas, lo arropé con la manta de la abuela, me tendí a su lado y lo abracé. Se durmió.
Debió de ser muy hermoso pasar el último mes de su vida viviendo con la imagen perenne de la persona que amó, el mismo rostro que había llevado en una fotografía en blanco y negro durante cuarenta años.
Las del 78 fueron las mejores vacaciones de «Pilar», del abuelo y mías.
Texto: Javier Ximens
E-mail Hola, cari:
La última vez que hablamos, ¿recuerdas?, te dije que acababa de pedirme un año sabático para conocer Canadá. Pues fíjate, ya he vuelto. A finales de mayo, llegué; ha pasado rápido como un sueño, pero mira, eso que se ha traído mi espíritu, que todo no va a ser materialismo en esta vida.

Y, bueno, te digo: resulta que, nada más regresar a España (a los tres o cuatro días, todo lo más), una noche, a la salida del cine, voy y me encuentro con Analía (Lía, sí, tu vecina). Oye, increíble: le faltó tiempo para contarme (ya sabes lo cotilla que ha sido siempre, la pobre) que tu marido te había puesto una querella acusándote de haberte apoderado de un boleto de la Primitiva, que jugó él —enfatizó lo de “él”, repitiéndolo y abriendo mucho los ojos— y que resultó premiado con cerca de setenta millones de euros. Mientras mi garganta se afanaba en abastecerse de saliva para soltarla en caída libre hasta el estómago, Lía siguió contándome: Me dijo que, tan pronto como averiguaste quién era el fiscal designado para el caso, decidiste enrollarte con él, segura de triunfar una vez más gracias a esa carrocería natural que te adorna. Y que el hombre, temblándole la toga, no tardó en abrazarse al calor de la promesa que le ofrecías brillando en la bandeja de tus labios húmedos: un colchón de papelitos de quinientos con olor a tinta fresca y a vacaciones eternas junto a ti. Y que, cuando ya faltaban pocos días para que expirase el plazo para cobrar el premio, te pidió «tráeme el lunes el resguardo porque me he ido trajinando el asunto con el juez y acaba de llamarme para decirme que ha aceptado por fin absolverte si vamos a tercias con él», y que fueses preparando las maletas porque «luego cogemos y nos largamos lejos los dos, y nuestras parejas seguirán sin enterarse de lo nuestro». Lía me contó además que, pocos días después de que quedases absuelta, tú y la esposa del fiscal lo celebrasteis de lo lindo en una playa de Bahamas cuando visteis en la prensa una foto encabezada por un titular que decía: «Detenidos en España un juez y un fiscal por intentar cobrar un premio multimillonario exhibiendo un resguardo falsificado». Y que, abrazadas las dos, dando saltos, repetíais, entre piquito y piquito: «¡Y nuestros maridos, sin enterarse de lo nuestro!».

Ahora, el tuyo y yo nos dedicamos a veranear saltando de islita en islita alrededor del mundo (¿sabías que siempre hay algún país donde es verano?). Pues nada, chica, eso, que ya ves lo que son las cosas: una sonrisa panorámica y un escote de vértigo fueron cárceles de alta seguridad para los ojos del director del banco de las Caimán donde tenías el dinero. Bueno, reconozco que me ayudó también ese parecido tan grande que tenemos desde que nacimos, siempre tan idénticas, hermanita, en todo, hasta en la firma…
Cuídate mucho, tesoro.

Besitos.
Texto: Víctor J. Menargues Ramón
Eternas vacaciones En el aeropuerto de Barajas, me ocurrió una anécdota que quiero compartir con usted.
Escuche: me dirigía a Argentina para impartir una conferencia sobre las telecomunicaciones en la sociedad del siglo XXI. El calor sofocante me invitó a disfrazarme de turista, con bermudas, camisola y unas zapatillas abiertas por el talón. Antes de embarcar, deambulé por la terminal buscando los baños para refrescarme la nuca. Un joven apostado en el lavabo me comentó que se dirigía también a Argentina y que el avión saldría con retraso. Le observé a través del espejo empañado y me pareció que era un ser traslúcido, sin definir, pero alguien conocido. Él me explico que se había comprado el chip de la transparencia porque las redes sociales habían engrandecido su visibilidad y no tenía donde esconderse. Me pareció un buen argumento para mis conferencias y saqué mi grabadora para hacerle una entrevista. A mi pregunta sobre los beneficios del 4G, me contestó que prefería la época de las conexiones lentas, al fin y al cabo, si ese día iniciaba sus vacaciones era por culpa de la conectividad in-situ, pues ella le había enviado un mensaje amenazándole con tener la quinta crisis de pareja en diez minutos si no se presentaba en el aeropuerto de Buenos Aires en las próximas veinticuatro horas. De sus vacaciones anteriores me contó que habían rozado un imposible: tuvo que atender a sus siete redes sociales mientras hacía el amor y ella chateaba con un repeinado que se le presentó en un cóctel de bienvenida. Mientras confesaba una parte de su vida conectada, mi móvil del trabajo pitó diez veces y el personal quince más. Fue tal el agobio que me produjo su monólogo sobre la conectividad que acabé pidiéndole un chip de transparencia. Me lo tragué sin pensarlo y sentí cómo se difuminaban mis contornos y mi masa corporal se volvía ligera. No te veo, le dije. Y él contestó que era normal hasta que me adaptara a mi nuevo estado. Esperé unos segundos y mis móviles dejaran de pitar. Me sentí muy a gusto al observar que nadie podía verme, incluso el joven me pisó sin darse cuenta. ¿Y por qué puedo verte yo a ti? ¿no eres tan transparente como yo?, le pregunté. Pues no. Yo ya he recuperado mi forma corpórea mientras tú transitabas hacia tu nueva vida; comprenderás que no tendría sentido viajar si ella no puede verme. Mientras yo me evaporaba despacio él se materializó frente al espejo con su rostro completo. ¡Coño! ¡si eres igual que yo!, le dije. Pues sí, me contestó, si quieres ya te cuento cómo va lo de mi novia cuando regrese. ¿Y cuándo recupero mi estado normal?, pregunté. ¡Ahí está la gracia del chip versión 1.0.!, yo te suplanto y a mi vuelta tomo tu identidad pública. Tú ya no existes amigo, me dijo socarronamente.
Desde aquel día, vago por el aeropuerto de Barajas confiando en que alguien, como usted, se digne a prestarme su identidad.
Texto: Laura Garrido Barrera
Vacaciones a la francesa Descansar a la francesa con mi mujer, es como pretender cruzar el Mediterráneo con un flotador. El día tres de agosto me desperté muy preocupado por un terrible dolor de cabeza que se hundía en mis sienes. A mis pastillas de magnesio añadí una más para la cefalea. Merche preparaba las maletas como si nos hubiesen expatriado. Destino: Bretaña francesa. Nuestra compañía: dos niños, su madre y el perro. Al día siguiente aumenté mi dosis a dos pastillas diarias y metí las maletas en el coche, el perro en su caseta móvil, coloqué a los niños en sus sillas homologadas, mi suegra en el medio y a mi mujer de copiloto con sus revistas de moda en el salpicadero. A nuestro paso por Nantes paré en un hotel de carretera. La intermitencia de mis dolores no cesaba, las peleas de los niños retumbaban en el parabrisas mientras mi mujer continuaba hablando de la moda de verano-otoño y mi suegra cabeceaba. Aumenté la dosis a tres pastillas diarias. El plan: recorrer Bretaña de costa a costa, desde Saint Michel a Lorient girando en semicírculo, parando en cada castillo medieval señalado por Merche en las guías españolas. Mientras los críos corrían entre almenas, mi suegra sufría de vértigo, y mi mujer sonreía a un francés, yo empecé a pensar en la posibilidad de arrojarme desde una de las torres. Y en un traspiés, conseguí mi propósito sin haberlo decidido. Caí sobre el toldo de una aldea medieval recreada en cartón piedra bajo el castillo. Me escayolaron un brazo y una pierna, pero a las tres horas ya estábamos camino de Brocelandia. Allí, supliqué en la tumba de Merlín que hiciera un conjuro y me devolviera a España, a mis descansos playeros, los de hamaca y tumbona, gin tonic y música de moda; los del coche parado, sol de levante, mis niños corriendo por la arena y mi mujer haciendo amigas. Al duodécimo mercadillo medieval, grité “¡no puedo más!”. Una lluvia muy fina, como cuando aquí decimos que sirimea, me resbaló por la nariz y una paloma francesa me cagó en la cabeza. Los niños se echaron a reír. Mi mujer me preguntó a qué se debía semejante estruendo en un país donde puede oírse el vuelo de una mosca. Le confesé mis cefaleas y ella replicó que en el trabajo me exigían demasiado, que no sabía desconectar, y que debía solicitar un aumento. Justo antes de regresar, mi mujer al volante atropelló a nuestro perro y tuvimos que improvisar un entierro furtivo en un cementerio bretón. Los niños lloraron todo el viaje de vuelta, pero mis cefaleas comenzaron a evaporarse al ver el cartel de “España”. Pensé en el pueblo, en las partidas de cartas, en mis paseos por la vereda del río y en mi suegra, que no había dicho una palabra en todo el viaje. Miré por el retrovisor y descubrí que la habíamos olvidado en la última gasolinera. Texto: Laura Garrido Barrera Nostalgias dormidas El abuelo cada mañana le prepara su zumo de naranja y una rebanada de pan tostado con aceite de oliva. Disfruta sus desayunos en el jardín, sentada en la vieja pero fuerte silla de nea…
— ¡Qué rico está el pan, abuelo! — Exclama, tras degustar aquel sencillo manjar, esbozando una amplia sonrisa.
Sofía sufre de asma, y los aires de la sierra son un bálsamo para sus delicados pulmones; en el pueblo natal del abuelo, se siente la princesa de un cuento.
— ¡Abuelo, cuéntame otra historia, de esas… de la montaña! — reclama con afán.
Manuel, en sus tiempos mozos había sido cabrero, así que se pasaba muchas jornadas en los cerros.
—De acuerdo, pequeñaja —Responde con dulzura.
Entonces, se dirige a su gran mecedora dispuesto a sumergirse en otra de sus andanzas. Abre el libro, que está junto a una mesita de forja blanca, y comienza a leer…
Sofía, con sus expresivos ojos azules ávidos de ilusión, pregunta entusiasmada.
— ¿Cómo se llama, este cuento? —
El cantar de las golondrinas la despierta, desciende rápidamente las escaleras y se asoma al jardín. Allí estaba, en el mismo lugar, la silla de nea, el antiguo libro de cuentos y el olor a panecillo recién tostado, impregnado en su memoria.
— ¿Sofía te encuentras bien? — Pregunta Pablo, asombrado por la mirada perdida de su esposa.
—Sí, estoy bien, ha sido un sueño, pero ¡me ha resultado tan real!—
—Sé que es difícil, para ti, estar aquí en estos momentos; pero hoy, ya habrá terminado todo—Expresa con la mayor suavidad posible, y la besa en la mejilla con delicadeza.
—Sí, hoy es el día de la lectura del testamento— Farfulla con tristeza, mientras sostiene entre sus manos el añorado ejemplar.
En aquel instante, desea seguir soñando: su abuelo había de narrarle otra de sus aventuras, estas vacaciones de nostalgias dormidas, no eran las esperadas…
Texto: Ángeles Medina Rivas


10 días de vacaciones por los dibujos de Sara. Castillos imposibles Día 1: Líneas inconexas; círculos imperfectos, de todos los colores que se alborotan sobre mí.
Día 2: Una sonrisa infinita, partida; una cara deforme que me mira, sus pelos se mecen al viento y me hacen cosquillas cuando los toco.
Día 3: Un gatito con orejas puntiagudas con grandes bigotes; se asoma a un charco de líneas de colores; ronronea; un pájaro sin alas se posa sobre un rayo de sol.
Día 4: Una casa cuadrada con tejado triangular y chimenea; una ventana redonda en el tejado; una puerta sin picaporte; un camino que baja a la playa; árboles con margaritas que se deshojan mientras cientos de pájaros revolotean sobre su copa; respiro paz.
Día 5: Una princesa altísima y deforme que agita una varita y sonríe; concede deseos... menos uno.
Día 6: Mamá, papá, ella; cogidos de la mano; un paseo por el parque; unas palomas comiendo migas de pan; risas.
Día 7: Letras escritas que vuelan y me rodean; Sara; mamá; papá; Minu…
Día 8: Una ambulancia; unas nubes que lloran; mamá y papá sin paraguas; ya no puedo empaparme más.
Día 9: Otra vez líneas inconexas negras que te absorben hacia círculos rojos y no te dejan salir. Un cáncer que no supieron detectar a tiempo y tú dibujaste tan bien.
Día 10: Una cartulina vacía titulada “Mis primeras vacaciones”. Te dibujo viva; con tu sonrisa partida; a Minu jugando con los círculos imperfectos; mamá espera en la casita cuadrada haciendo palomitas; nosotros en la playa haciendo castillos imposibles de arena.

Texto: Enrique Moreno Martínez
Insectofilia Buscando unas vacaciones exóticas en Internet, encontré esta promoción: “viva una increíble y educativa experiencia: la metamorfosis”. El precio era accesible y la oferta por tres semanas, todo incluido, justo lo que yo necesitaba. Me anoté con gran expectativa, aunque había lista de espera. Recibí un largo cuestionario que procedí a rellenar de inmediato. Dos días después de enviarlo, confirmaron mi reserva.
El sitio parecía de ciencia ficción: todo metal, cristales y aparatos extraños por donde mirara. Pagué y me llevaron a una habitación con al menos veinte puertas de ascensor. Entré en la número siete un poco atemorizada, lo reconozco y segundos más tarde me encontré encerrada en una cápsula esférica.
La primera impresión fue de claustrofobia. Respiré hondo para no ceder al pánico y recordé las palabras del instructor: ante la duda, déjese llevar por el instinto. Me relajé y casi sin darme cuenta, estaba rompiendo la pared que me rodeaba, con el potente aparato masticador de mi cabeza. Esa fue mi primera experiencia como gusano: nacer.
Sentí otro irresistible impulso y me dejé llevar. Cuando quise acordar, estaba comiéndome a buen ritmo, la hoja en la que estaba mi huevo. El hambre que sentía era increíble. Era una oruga insaciable. Durante unos cuantos días me limité a consumir hojas, cuidando de no caerme de ellas. Igual me di un buen mamporro, una vez que vi aproximarse una mantis con cara de pocos amigos. Me descolgué rápidamente, pero olvidé colocar un hilo para colgar de él, técnica que ya dominaba con cierta satisfacción muy humana. Suerte que mi cuerpo era blandito. Reboté y sin daños aparentes volví a encaramarme a la rama, cerciorándome antes de la ausencia de enemigos.
La confección del capullo fue bastante conflictiva. Cada vez que mi intelecto se imponía a mi instinto, terminaba hecho un lío y tenía que volver a empezar. Al fin me resigné a ser insecto y dejé de lado mis geniales e ingeniosas ideas. El resultado fue cálido, seguro y acogedor. Cerré por dentro y dormí quien sabe cuánto. Fue un momento de relax total, como una cura del sueño.
Me desperté sintiéndome otra. Rompí el cierre y con un poco de dificultad por la modorra, salí nuevamente al mundo exterior. Ahora era una mariposa y mi primera sensación fue de desequilibrio; no tenía idea de que iba a hacer con tantas patas, antenas y un par de alas que se desplegaban lentamente. Cuando las batí por primera vez y me elevé, el vértigo fue aterrador. Subía, bajaba, planeaba sin rumbo, hasta que me posé en una flor muy atractiva, tratando de habituarme a mi nueva condición. Sin proponérmelo, de mi boca salió un larguísimo tubo con el que sorbí el néctar y me sentí revitalizada.
Cuando ya casi dominaba la técnica del vuelo, se terminaron abruptamente mis vacaciones. Fue una experiencia alucinante, aunque algo corta para mi gusto. Me queda de ella un gratísimo recuerdo, insectofilia y una instintiva e irresistible predilección por las margaritas.
Texto: Sandra Monteverde Ghuisolfi


Un solo día de vacaciones Amanece. El sol despierta en el horizonte y me estiro todo lo largo que soy para contemplar el cielo azul cobrizo que desempereza los últimos vestigios remolones de la luna cuyo brillo menguante contuvo mi existencia. El movimiento acompasado de mis piernas se pliega y repliega en un vaivén ondulante perfectamente acomodado a la orografía del terreno. Un giro inesperado me constriñe y me vuelve contra el suelo; por momentos todo se convierte en oscuridad hasta que retorno a mi camino con lo que parece ser una suerte de interminable bártulo de tela que llevo de la mano sin que apenas perciba su peso, como si de un apéndice se tratase. La caminata por el campo es agradable, los tallos de las flores y las hierbas atraviesan mi cuerpo, inseparable de la tierra, que se amolda a cada piedra, a cada oquedad del sendero. El verde de las copas de los árboles se oscurece al entremezclarse con los rayos de luz que me hacen invisible y nublan mi mente impidiéndome disfrutar del paisaje. Contemplo las nubes con gran nitidez, pero al instante pierdo la visión y me difumino sobre el suelo, aunque inesperadamente vuelvo a recuperarla. Es un parpadeo prolongado, pausado, arrítmico, que no inquieta cuando uno se acostumbra a él porque te asombra con cada nueva visión que te ofrece. No percibo olores, a pesar de las numerosas plantas que me rodean, todo está en silencio, incluso con los pájaros sobrevolándome, y una tenue neblina destila mi visión empequeñeciendo todo lo que percibo progresivamente. Me siento apretujado, comprimido, asfixiado dentro de mí. La luz parece haberse enconado conmigo y casi me ha hecho desaparecer. Necesito descansar, no tengo hambre ni sed a pesar del esfuerzo; no creo que pudiese tragar nada, pero tampoco me encuentro saciado. Reanudo la marcha en cuanto comienzo a recuperarme de esta angustia que me embarga y disfruto nuevamente de la naturaleza por la que me deslizo. Cada paso me estira un poco más y noto cómo me separo de mis pies, cómo mi cabeza se desenreda y contemplo el mundo con una libertad que nunca antes había sentido, al tiempo que el azul se convierte lentamente en rojo. Siento que me alejo, siento que me acerco al horizonte, pero no aquel por donde el sol comienza a ponerse, sino lejos de él, huyendo de una luz cada vez más débil que se apaga dando paso a la noche. Desaparezco. Texto: Rubén Cabecera Soriano Una vacaciones diferentes El andador de la abuela, el peluche gigante de Guille, tres maletas, las bicis… Cuando milagrosamente consigo cerrar el maletero y nos ponemos en marcha, nuestra rutina empequeñece hasta convertirse en un punto apenas perceptible dentro del retrovisor. Tenemos por delante quince días de relax y despreocupación. Sin despertadores, sin prisas, sin rígidos horarios. Pasearás con tu madre por la playa, yo jugaré con Guille y haremos interesantes rutas en bici. Será fantástico.
Sin embargo, una vocecilla molesta dentro de mi cabeza, se empecina en recordarme las pasadas vacaciones: tú, quejándote de que nunca tenemos tiempo para nosotros; yo, reprochándote haber traído a tu madre; tu madre, repitiendo sin cesar que no le va bien el clima; Guille con la piel quemada por abusar del sol…
Rechazo esa voz pertinaz y desafortunada y miro el retrovisor, ya sólo muestra la monótona autopista que nos conduce, este año seguro que sí, a quince días de merecido disfrute y descanso.
Texto: Yolanda Nava Miguélez Avatares de una infancia (casi) feliz Ese verano no salimos de vacaciones empacando todo para la mudanza a nuestro nuevo departamento que quedaba fuera de la ciudad. El cambio fue brutal, puesto que no había teléfono, los ascensores no funcionaban, el transporte público no llegaba y la electricidad se iba con frecuencia. La mayor parte del tiempo vivir allí era como acampar en medio de la selva tropical y eso sin contar la tupida vegetación que nos rodeaba y la constante presencia de la niebla que hacía ver la residencia como un islote en medio de las nubes.
En mi edificio solo había tres familias. Yo estaba acostumbrado al bullicio, las sirenas y el grito nocturno de algún desafortunado víctima del hampa típico de la ciudad, así que el silencio constante me producía escalofríos. Creía escuchar conversaciones y murmullos que provenían de los departamentos vacíos e imaginaba que una de esas puertas se abriría para dejar salir algún engendro fantasmagórico. Siempre llegaba a casa con taquicardia y sin aliento después de haber subido las escaleras a toda velocidad al tiempo que me tapaba los oídos.
Poco a poco fuimos conociendo a los otros vecinos e hice algunos amigos. Jugábamos fuera todos los días y un día decidimos entrar a uno de los departamentos desocupados. No recuerdo de quién fue la idea pero alguien trajo un clip de esos para sostener papeles y comenzó a hurgar en la cerradura hasta que por fin la abrió. Ese día conocimos a Rodolfo Fantasma, un señor bastante escurridizo que nos invitaba a jugar al detective y a explorar cada rincón y cada habitación. Me lo imaginaba con sombrero y abrigo detectivescos –como Sherlock Holmes–, bigote y barba. Pero su rostro siempre fue distinto para cada uno de nosotros.
Jugando allí descubrimos una infinidad de tesoros invisibles para el resto del mundo. Ropas antiguas, baúles, joyas, espadas, muebles elegantes; todo esto se materializaba una vez cruzado el umbral de la puerta. Volvimos infinidad de veces después de hacer un pacto en el que juramos no revelar nuestro secreto. Sin embargo, una vecina nos descubrió y nos prohibieron regresar aunque después de un tiempo prudencial seguimos jugando y escondiéndonos al escuchar cualquier ruido afuera. Unas semanas después encontramos una cerradura nueva que fue imposible abrir. Supimos por nuestros padres que tendríamos nuevos vecinos para el comienzo del año escolar. No quise conocerlos. Fueron ellos los que obligaron a Rodolfo a marcharse. Nunca más volví a verlo.

Texto: Leonora Simonovis
El secreto Me había organizado para tener una semana de vacaciones por San Juan y poder ir al pueblo. El verano anterior, Lilian me había intrigado al contarme que cerca había un dolmen milenario y que allí ocurrían cosas extrañas hacia esas fechas. Pero cuando nos vimos de nuevo, me sorprendió que esquivase la cuestión con evasivas.
Llegó la verbena sin que todavía hubiese podido hablar sobre el tema con ella. Pero cuando anocheció y vi que Lilian salía de su casa, enfilando hacia la salida del pueblo, la seguí a distancia. Otras amigas se le unieron y juntas se internaron por el camino que llevaba hacia el dolmen, tan solo iluminadas por la luz de la Luna.
Pensé que querrían hacer algún ritual y me decidí a espiarlas. Esperé un poco antes de seguirlas, no quería que me descubriesen. Poco rato después se detuvieron y encendieron una pequeña hoguera. Las llamas iluminaron el claro y poco más allá el dolmen, que parecía como si presidiese la escena.
Lilian echó algo al fuego. Las llamas se avivaron, a la vez que un humo blanquecino se extendía alrededor. Entonces comenzaron a danzar alrededor, mientras entonaban un extraño cántico hipnótico.
Cuando me di cuenta, mi cuerpo también seguía el ritmo; debí hacer algún ruido y se giraron hacia donde estaba escondido. Noté la mirada de Lilian, fija en mí; por un momento pensé en huir, pero ya me había reconocido y no tuve opción.
Se acercó sonriente y me invitó a unirme a ellas. Sorprendido, además de pillado en falta, no se me ocurrió rehusar y salí al claro. De nuevo se reanudó aquella danza, ahora con mi participación, y también el cántico.
Al poco me noté acalorado. No hizo falta que buscase algo de beber. Rápidamente me ofrecieron un trago de la bebida que habían traído consigo. Primero pensé en ser educado y dar sólo un sorbo, pero entre que notaba mucho calor y que aquella bebida estaba deliciosa, bebí casi media botella. No pareció importarles, al contrario, reían alborozadas, incluso me animaban a que me bebiese lo que quedaba.
Enseguida empecé a notar una gran euforia y me sentía pletórico de energía. Ahora fui yo quien las arrastró a ellas a seguir con el baile y marcaba el ritmo. Una vorágine de sensaciones se apoderó de mi cuerpo. A mi alrededor todo se movía y me sentía flotar. Me rodeaba un remolino de rostros y cuerpos, mientras una gran excitación crecía en mi interior. Quería explotar, vaciar mi ser por completo allí mismo.
No sé en qué momento perdí la conciencia, sólo que cuando desperté estaba bien entrado el día, con el sol bastante alto.
Ya han pasado dos días desde que me aventuré a seguir a Lilian y todavía sigo notando un enorme cansancio, siento como si me hubiesen estrujado el alma hasta dejarme seco.
Tengo una vaga idea de lo que ocurrió. Al menos me tranquiliza saber que hasta la próxima danza tengo suficiente tiempo para recuperarme.
Texto: Javier Camúñez
De guantes blancos (Texto participante fuera de concurso) Bueno, ya tengo todo, los guantes también. Insistieron en que no los olvidara, que los llevara blancos ­–no entendí muy bien por qué–, lo que me costó visitar un montón de tiendas para encontrarlos porque están agotados los de esta temporada, parece que han tenido mucha demanda.  En fin, a mí todo me gusta de colores, me gusta la variedad, por eso este año me decidí a probar con algo diferente, sobre todo algo que mis amigas no hubieran visitado antes, algo que las impresionara de veras. Se me hacían las ideas agua imaginándome la cara que pondrían cuando les contara mis vacaciones a la vuelta, muertas de envidia, más que cuando Carol contó el año pasado las suyas por la Riviera Maya, que a mí porque no me interesa para nada la Riviera Maya...
Este año voy a dar el golpe yo, ya lo verán.
Y como con cualquier destino, lo mejor es preguntar a la gente que lo ha visitado antes. De entrada me extrañó que aunque se sabía de sobra que muchos habían ido, parece que últimamente la gente se quedaba allí más tiempo, que estaban cambiando un poco las costumbres, y no había muchos a quién preguntar detalles porque estaban tardando más en regresar. Pensé que sería un buen destino si la gente quería quedarse tanto. Entonces me comentaron, conocidos de conocidos que estuvieron allí, que lo mejor era preguntar en el Ayuntamiento, que era donde me podían dar información de primera mano.
Así que eso hice, fui a preguntar a los entendidos. Cuando organizo un viaje me gusta ir bien documentada. La secretaria de Asuntos Colaborativos y de Apoyo a la Comunidad me recibió cordialmente, se notaba que estaba puesta en la materia, vamos, que no era la primera vez que lo hacía. Me informó con detalle, más que del destino en sí, me dijo que eso mejor lo hablara con su jefe que ya había estado varias veces, del itinerario del viaje de ida, que el de vuelta ya tendría tiempo allí de sobra para organizarlo. Fueron muy amables. Con que aquí estoy, de camino. Me emociono solo con imaginar la cara que pondrá la petarda de mi jefa cuando se entere de que estas vacaciones van a durar más de lo que ella me autorizó; legales, avaladas por el Ministerio del Interior, que manda más que ella, ya le gustaría; legales y económicas, todos los gastos a cargo del Ministerio. Si es que me derrito pensando en la Carol, ella es incapaz de elaborar un plan para timar al fisco, recalificar, cobrar comisiones en sobres cerrados –blancos, por cierto, como los guantes– y alguna cosa más de las que me recomendaron en el Ayuntamiento y que ahora no recuerdo, tan perfecto. Además, me han asegurado que últimamente allí hay un montón de ambiente, que lo elije como lugar de descanso mucha gente importante. ¿Habré escogido bien el equipaje? Texto: Ángeles Jiménez Vacaciones insótitas Era el último día de trabajo y faltaba algo menos de 10 minutos para comenzar el mes de vacaciones en la oficina. La mayoría miraban de reojo a Carlos, era a envidia de la planta, él sí que sabía disfrutar de unas vacaciones, elegía un destino y para cuando volvía en Septiembre era una cascada de anécdotas, curiosidades e historias que hacían las vacaciones de los demás simplonas y sin ningún tipo de brillo. Alguno había lanzado la oferta de acompañarle en sus increíbles viajes, pero este siempre había rechazado la proposición alegando que ya se veían once meses al año y que quería desconectar totalmente de la oficina.
El timbre sonó y todos se despidieron con envidia de Carlos, pero a la vez deseando que llegase Septiembre para que les contara como le había ido en sus vacaciones. El año anterior había ido a México y se había recorrido todo el país e incluso trajo fotos que había realizado desde una avioneta mientras sobrevolaba una pirámide azteca, enseñó piezas que le habían vendido en un pueblecito que pertenecían a la cultura maya y a unos cuantos les regaló un poncho tejido a mano.
Este año había elegido visitar Jerusalén y más de uno creía que se podría traer del viaje el Arca de la Alianza, el Santo Grial o incluso la cuna donde durmió Jesús en sus primeros días.
Antes de dirigirse a su domicilio Carlos entró en una librería y compró una guía de Jerusalén, después cerró su casa a cal y canto, encendió el ordenador y durante el mes de Agosto nadie le molestó.
Visitó todo lo que había que visitar de forma virtual, conectó con varias televisiones del país para mantenerse informado de lo que allí ocurría y con una buena cámara se hacía fotos en un croma que luego retocaba con fotos bajadas de internet de lugares famosos. Dos días antes de volver al trabajo, se dirigió a la oficina de correos donde poseía un apartado postal donde le llegaban todos los paquetes que había comprado en diversas páginas web. Todo estaba atado y bien atado.
El lunes se presentó en la oficina con barba de un mes y con una guía de viajes llena de anotaciones, tan solo con verla uno podría intuir que había estado en cientos de lugares interesantes. Ni el impresionante moreno del caribe de Eva y Juan pudo eclipsar el momento en el cual Carlos abrió la boca para contar sus vacaciones. No se había traído el Arca de la Alianza pero sí una réplica a escala que estuvo todo el año situada en su escritorio con un trozo del Muro de las Lamentaciones para que nadie olvidara sus maravillosas vacaciones.
Texto: Juan Manuel Ortiz Taberna
Azul Turquesa Amaneció temprano. Un rayo de sol se filtró entre las hojas de arecácea produciéndole un guiño molesto en los ojos. Bostezó y se desperezó desplegando sus brazos cuán largos eran con la majestad y el porte de una deidad. La mar estaba mansa, como una corderilla recién parida; nada que ver con la bravura que dominó la costa en los días previos. Dispuso aprovechar la mañana para darse un placentero baño. El ejercicio es bueno para desentumecer los huesos –se dijo–, por lo que decidió realizar unas decena de brazadas en la maravillosa y azulturquesa cala antes de almorzar.
Demasiados años había pasado sujeto a férreas disciplinas laborales por lo que este descanso y esta paz le sabían a gloria bendita. Vegetación de todos los colores imaginables, aves trinando en absoluta libertad, el rumor del mar como sintonía de fondo… Sin horarios abultados, sin contaminación, sin huelgas de transportes, sin broncas… Simplemente sol y playa: las vacaciones perfectas en el paraíso; el sueño que desea ser soñado por cualquier mortal.
Tras el baño se recostó exhausto en la orilla permitiendo que las pequeñas olas, que llegaban ya rotas, le mimaran y se detuvieran a jugar con su cuerpo. Caricias de agua y arena blanca recorriendo y lamiendo todos sus rincones, tan dulces, que quedaba extasiado, rendido y en paz.
Allí, recostado, con los brazos en cruz y los ojos cerrados, percibió, una vez más, esa angustia recurrente afanada en asfixiarle. En ese momento la aviesa realidad se imponía triunfadora para adueñarse de su mente, a puñetazo limpio, y con ella volvían los recuerdos abriéndose paso en tropel, sin orden, avasallando y demoliendo cualquier vestigio de ilusoria felicidad… El accidente, las víctimas, el olor del fuselaje prendiendo, el dolor y el miedo caminando de la mano, las secuelas y los dos años en la más absoluta y corrosiva soledad…
Se incorporó y comenzó a correr por la orilla salpicándose de arenas y salitres y gritando como un loco perro herido…
“¡Socoooooorro!.. ¿Es que nadie va a venir a rescatarme?..”
Texto: María Sergia Martín González (Towanda)
Diez minutos Diez minutos duraron mis últimas vacaciones, pagadas por la empresa, eso sí. El primer minuto fue el más aburrido y pesado ya que me pidieron un montón de datos que descargaron de mi cerebro, espero que la próxima vez, como ya tengo una ficha hecha, no dure más de 10 segundos.
Visite 12 países, mantuve tres relaciones sentimentales durante las vacaciones e incluso estuve a punto de casarme en Las Vegas, pero Elvis me persuadió de hacerlo. Ahora me arrepiento pues tendría dos minutos más de viaje de novios, pero bueno, lo hecho, hecho está.
Crucé dos veces el Atlántico, me alojé en diferentes hoteles e incluso en una mansión inglesa que estaba encantada y digo estaba, porque puede acabar con los fantasmas que allí habitaban realizando un exorcismo con el párroco local.
Se puede decir que una de las partes que más me gustó fue con Jazmine, la persona con la que estuve a punto de casarme, realizamos un viaje a la luz de la luna en un dirigible, el cual tuvimos que abandonar en pleno vuelo porque perdíamos el tren que nos llevaría por la estepa siberiana. ¡Qué noches! Ambos en la cama con chocolate caliente y en el exterior cuarenta bajo cero.
A mitad de mis vacaciones me perdí en la selva y aunque no tardaron en rescatarme me dio tiempo a fabricarme una casa en un árbol y a entablar relaciones con una tribu local que me enseñó su idioma y cuyo jefe me ofreció a una de sus hijas. ¡Qué noches! Ambos en la cama escuchando el sonido de las cataratas y las aves tropicales.
Un minuto antes de mi regreso conocí a Susanne, alta, preciosa, pero algo loca. Me dejé arrastrar por su locura. Practicamos descenso en kayak, parkour, surf y casi me mato practicando puenting. ¡Qué noches! Me dolía todo el cuerpo, Susanne me dejo diciéndome que estaba viejo, cosa que me daba igual, para 32 segundos que me quedaban no tenía intención de enrollarme con un tira y afloja sentimental.
Aproveché mis últimos segundos para hacer un retiro espiritual al Tíbet, me rapé el pelo y mantuve votos de silencio hasta que encontré mi voz interior y con ello la paz que necesitaba antes de volver de vacaciones.
La vuelta fue rápida, lo que tardaron en darle al botón de desconexión, dos nanosegundos, creo. Ya se podían dar la misma prisa cuando empiezan las vacaciones. Ahora me esperan 2 años de trabajo en una de las minas de Júpiter con jornadas de 12 horas, siete días a la semana. ¡Pero joder que vacaciones! Todos aquellos que superamos los índices de productividad de la empresa recibimos unas vacaciones pagadas, espero que mi espalda aguante estos dos años y poder volver a conectarme a Infinity Travel Company.

Texto: María Isabel Martínez Castro
En las dunas de la soledad Las playas que mi olvido visitaba eran muy diferentes de las que hablaban aquéllos que tenía a mi alrededor. Yo me tumbaba entre la posibilidad del mañana olvidando el ayer, en los trapecios del desengaño que me ofrecía la vida, en la superficie de un amor que sabía no iba a rozar jamás las antenas de mi inestabilidad emocional.
Las espinas eran cálidas así como el sol me quemaba a cada instante las heridas que susurraban una cura que jamás llegaría hasta ellas. De balcón en balcón, asomándome a las caderas de unas y otras tempestades en el alma de mi cobardía. Mi verano era sabio, mis meses de julio y agosto me condujeron al ombligo de la soledad, esa que atropellaba mis taquicardias y a la vez limpiaba el sudor de la angosta costumbre de vivir de desamor en desamor.
Vi pasar los días cogiéndole la mano a los minutos, recostada en la toalla sin manchas de su presencia siempre fiel, y allí, donde pocos querían viajar, yo rebobinaba mis dudas haciéndolas gigantes, o logrando que desaparecieran. Cada día era diferente, lo entendía sin entenderlo, amaba la estancia en diferido en su corazón a contrapelo. Ella y yo, sus angustias venideras y mi silencio columpiado entre la nada.
En su césped me enamoré por primera vez y aunque nadie comprendió jamás que mi descanso estuviera en el lugar donde dormían las pesadillas de otros yo sentía que era el lugar donde debería estar, era la invitada de un destino elegido por los caprichos del tiempo y los reproches que le lancé a la vida.
Caminaba, dando caladas al cielo de mis fantasías inútiles, observaba ese lugar, le hacía preguntas al viento, y mis pantalones raídos jamás se ensuciaron de nada más que no fuera la arena de una ansiedad tal vez buscada o impuesta, que sé yo. Cuando se hacía de noche daba un volantazo a mis pensamientos y los dirigía hacia el perdón de mi propia infidelidad con mis principios. La noche sí que era compleja, la paciencia que debía tener era masticada por las horas de un reloj que violaba la destapada incisión de mis miedos. Salían cuervos de incomprensión a vaciar mis bolsillos de las conchas de esperanza que había estado recogiendo de aquí y allá durante todo el día. Fantasmas brutales de tristezas. Las madrugadas eran la puerta de entrada a la cobardía que siempre quise negarme. Era un lugar hermoso y de un eterno aprendizaje pero al oscurecerse las grietas del tiempo no había nada que amparara ese caos que se formaba alrededor de mi yo completo.
No sé bien si fui feliz entre sus titubeos y sus paisajes del color de los veranos que otros pensaban no debería existir….no sé si volveré a abrochar mis entrañas al coraje de su subsuelo alcoholizado, no sé….Lo único que sé es que no hay playa que ofrezca más remanso de paz que la de la propia soledad. Próximo destino: quién sabe si el amor.
Texto: Vanessa Cordero Duque

Carretera (Texto participante fuera de concurso) Aún puedo sentir el olor a romero, la brisa juguetona en mi cara, y cómo el viento tiraba de mis pestañas cuando atravesaba el bosque aquella mañana, como si huyera dejándolo todo atrás, como si corriera al exilio, un lugar donde estar a salvo, o una tregua en la batalla. Vacaciones. Es curioso como tenemos que irnos tan lejos para encontrarnos a nosotros mismos. Viajar por carretera, kilómetros y kilómetros, para ver al mundo pasar corriendo a nuestro lado, como si nos hubiese esperado ansioso desde hace mucho tiempo para que lo conociésemos. Vida, esto es vida, sentir que sueñas despierto, o, simplemente, que conquistas tus sueños, que llenas tus pulmones de aire, o cierras los ojos para ver todo lo que te gustaría, o, quizá, todo lo contrario: no ver ni pensar en nada. Solo sentir una respiración lejana y pausada, como un murmullo, el ronroneo de las olas que se desvanecen en la orilla de una playa de arena rubia y caliente.
Con los ojos cerrados, sigo sintiendo esa brisa juguetona, como si siguiera en la carretera esa mañana, sin que apenas me moleste la máscara de oxígeno. Sin pensar en nada…

Texto: Marcos Alonso

Volver a la Portada de Logo Paperblog