Tengo la sensación de que 2016 ha pasado volando, sobre todo la segunda parte. Me parece increíble que haga casi cinco meses desde que Belén y Jorge nos recibían con los brazos abiertos en su casa de Vigo. De hecho, ha pasado todo tan rápido que aún tengo pendientes varias crónicas veraniegas; no encuentro el momento de ponerme con ellas, pero lo haré, conservo un montón de imágenes y de sensaciones bien vivas, que merecen un espacio en ‘la recacha’.
Las vacaciones, obviamente, ocupan un lugar en el podio de los momentos memorables del año que dejamos atrás. En realidad, esas tres semanas de agosto dejaron innumerables momentos memorables. Como el de la foto que encabeza el post, el recorrido por la Faja de Tormosa, en el Valle de Pineta. Una excursión inolvidable, que rozó la categoría de locura. A Albert seguro que no se le olvida jamás. Pocos niños de siete años son capaces de pasarse el día andando a más de 2.000 metros de altura. Ese mismo día, noche ya, conocimos en persona a Jesús, el joven montañero al que Luci, mi señora esposa, había rebautizado como Pau al saber que, como el protagonista de mi primera novela, había viajado hasta el Valle de Pineta para cambiar de vida. Allí leyó El viaje de Pau y contactó conmigo. Necesariamente teníamos que vernos.
Más momentos: el reencuentro con Dalmacio en La Cueta, el mejor anfitrión que uno pueda imaginar; o con Silvia, enamorada de Babia y de la belleza, siempre con su cámara en ristre; o con José María, otro ilustre fotógrafo, con quien siempre es un placer compartir un rato de charla en alguna terraza de Bielsa.
Los reencuentros con amigos lejanos y los encuentros con quienes sólo conocía a través de las redes sociales me dejan magníficas sensaciones, como la visita de Toni, mi compañero de aventura literaria (celebro la publicación de Autotomía, su magnífico libro de relatos), y su pareja, Encarni; la visita de Carla, el alma de Salto al reverso, que además me dio la oportunidad de conocer a Mayca, otra colega de letras; y todos aquellos con los que compartí tres días imborrables en Gijón, con motivo del III Congreso de Escritores de la Asociación de Escritores Noveles: Adrián, José Ángel, Covi, Merche, Ramón, Rebeca, Alberto, Antonio, Toti, José Luis, el resto de colegas escritores, y el gran Emilio Lledó. Qué honor, qué lujo escucharlo, charlar con él y que aceptase con tanta humildad y agradecimiento sincero mi regalo de un ejemplar de El viaje de Pau.
El III Congreso de Escritores ocupa otro puesto de honor en el podio de los momentos memorables. Igual que el precioso proyecto educativo del que fui protagonista durante la primavera gracias a la inquietud de Teresita, una docente argentina maravillosa. Cuando me propuso compartir experiencias con sus alumnos del Colegio 723 de Comodoro Rivadavia, en la Patagonia, me sentí entusiasmado. La iniciativa no pudo ser más enriquecedora. Las palabras de agradecimiento de los alumnos, el trabajo entusiasta que llevaron a cabo y ser partícipe de su implicación no tienen precio. Un trocito de mi corazón estará por siempre en ese rincón, tan lejano físicamente, pero que siento muy cercano.
En los grandes momentos de 2016 no puede faltar Sant Jordi, la fiesta del libro en Catalunya. Por tercer año consecutivo fui protagonista de uno de los días más bonitos del año, con mi tercera novela en papel, Memorias de Lázaro Hunter: los caminos del genio, proyecto que comparto con mi hermano Fran (a quien 2016 profesionalmente le ha ido bastante bien, cosa que también incluyo entre los buenos recuerdos del año). Uno de los retos para 2017 será encontrar por fin una editorial que apueste por su versión gráfica, una maravilla en la que lleva invertidas muchísimas horas de trabajo.
Sant Jordi fue especial, además, porque vino acompañado de mi primer premio literario remunerado gracias al cuento ‘La nena del roure’, accésit en el certamen ‘La veu dels somnis’.
Durante el año participé en otros concursos de relatos, y aunque en ninguno fui seleccionado me queda la buena sensación de haber escrito obras muy dignas. Es posible que uno de los proyectos que lleve adelante durante el nuevo año sea un libro de relatos. Acumulo un buen número que he ido publicando tanto aquí como en Salto al reverso, y creo que vale la pena reunirlos en un volumen.
En 2016 no he escrito ninguna novela. Dejé en pausa el proyecto que tenía entre manos, una historia policíaca que prometo retomar en un futuro próximo, y empecé otra más llevadera, con la idea de presentarla al concurso de Amazon para autores indies, pero tampoco la acabé, y no sé si lo haré, porque me motiva mucho menos que la otra, o que en la que estoy inmerso, Centrifugando recuerdos, que voy publicando por capítulos semanalmente en Salto al reverso. La acabaré en los próximos meses y luego ya veré qué hago con ella. También me apetece muchísimo ponerme con la segunda parte de Memorias de Lázaro Hunter. A ver cuándo encuentro el momento.
Supongo que esto es la vida del escritor: empezar una historia, dejarla a medias porque hay algo que no te permite implicarte al cien por cien, empezar otra, darte cuenta de que no es lo que querías escribir, ponerte con un relato, sentirte a gusto y descubrir que en realidad ahí hay una novela, acabarla y recuperar un proyecto anterior, y entre medias escribir cuentos y relatos cortos. Durante 2016 he reflexionado mucho sobre mi carrera literaria y me he dado cuenta de varias cosas que estoy seguro de que me ayudarán en el futuro.
Ha sido un año de cambios (todos los son, en mayor o menor grado, ¿no?). El que nos podría haber afectado más a nivel colectivo, el cambio de gobierno, deberá esperar, pero no, en este post no voy a hablar de política, ni del desastre creciente en que está degenerando el mundo.
Los cambios a que me refiero son los que han protagonizado las personas a las que quiero, amigas como Mónica y Anabel (¡felicidades, mamá!), y familiares. Me gusta la gente valiente, que apuesta por sí misma, que mira de cara a la vida y actúa con el corazón, no necesariamente conforme a lo que se supone que es adecuado. Me gusta Belén, nuestra anfitriona gallega, una artistaza que cree en su talento y bien que hace; me gusta Mónica, que tenía un buen trabajo, con un buen sueldo, y, sin embargo, sentía que su vida merecía otra cosa, y a por ello ha ido; me gustan Anabel y Quique, que se han embarcado en un proyecto de vida en común lleno de sueños (algunos, los aburridos, los llamarían incertezas); y, sobre todo, me gusta Luci, mi compañera de vida, que ha iniciado un nuevo camino profesional sacrificando comodidad y sueldo, pero ganando bienestar personal y, seguro, abriendo un abanico de nuevas oportunidades.
Vaya mi admiración incondicional a todos los que creen que la vida hay que vivirla (y ello incluye tanto alegrías como lamentos, la cuestión es que sea la vida que uno elige). Y no, no es un eslogan barato made in Coelho, a las pruebas me remito. ¿Verdad, Mamen? Otro ejemplo de quien persigue un sueño hasta hacerlo realidad. Su primer libro, Corazón de fondant, ya es un hecho. Seguro que le va a ir muy bien.
La parte final de 2016 también ha visto nacer un proyecto profesional del que soy protagonista. Está aún en la fase inicial, en la que tenemos que definirlo todo y encontrar las complicidades necesarias para llevarlo adelante con garantías de éxito, pero me ilusiona y me motiva. Estoy seguro de que pronto será una realidad porque la gente que está implicada pertenece al grupo de los que no se conforman, de los que trabajan a diario para mejorar las cosas. Es decir, no son de los que empiezan algo para dejarlo a medias. Cuando esté todo claro, obviamente, hablaré de ello en ‘la recacha’. De momento diré que en 2017 además de escritor y profesor volveré a ser periodista.
Me dejo muchas cosas en el tintero. Por suerte, he tenido un año repleto de buenos momentos. También ha habido algunos malos, pero están en clara minoría.
Antes de despedirme, no puedo dejar de dedicar un recuerdo especial a un amigo que en estos momentos se encuentra librando la batalla más importante que uno pueda librar, la batalla por la vida. Ánimo, Ramón, seguro que con ese corazón nuevo volveremos a compartir buenos momentos en una cancha de basket.