De un sucedido que podría considerarse casi anecdótico en cualquier biografía, pero que aquí no lo es en ningún modo, David Mamet, que adapta una obra de Terence Rattigan, extrae un fenomenal retrato de una época, de un orden social, de una estructura mental que, encarnados en el Imperio británico, llegaron a dominar el mundo. En 1910, casi diez años después del fin de la era victoriana, Ronnie (Guy Edwards), el hijo pequeño de la familia Winslow, alumno de la exigente y prestigiosa Escuela Naval de Osbourne, es acusado de robar cinco chelines del giro postal de un compañero de estudios y, en cumplimiento del riguroso régimen disciplinario, expulsado. Interrogado al respecto por su padre, Arthur Winslow (Nigel Hawthorne), el muchacho proclama su inocencia, por lo que Winslow, decidido a limpiar no solo el nombre de su hijo sino el legado histórico de su apellido, la honorabilidad de toda su familia pasada y presente, entabla una larga batalla administrativa y judicial contra la Academia y las autoridades policiales y judiciales que no duda en llevar hasta las últimas consecuencias, llevándose por delante buena parte de los recursos económicos, las opciones de futuro e incluso la salud física de su esposa, sus hijos e incluso el servicio de la casa. La obra de Rattigan y la película de Mamet construyen así un drama sencillo en la forma pero más que complejo en el fondo, un tratado que analiza los recovecos de cualquier sociedad (como la británica de entonces, como la española de siempre) centrada primordialmente en las apariencias, toda una lección sobre lo que implica el honor, la consideración social, la reputación, y la carga de clasismo y vanidad, y como resultado, de beneficios económicos y de posición, a ellos asociados.
Mamet, dramaturgo, cineasta y excelente guionista, comprende que la principal máxima del cine es “menos es más”, y desde el principio centra el tema mediante un magistral doble ejercicio de elipsis narrativa. En primer lugar, omite el momento de la comisión del delito, de modo que debe ser el público el que, a la vista de los hechos relatados por el joven y de la forma en que lo hace, determine inicialmente si confía o no en el personaje, si cree al niño y toma partido por la familia en la cruda lucha que plantea a eso que ha dado en denominarse “opinión pública”, o cierra filas con la masa que opina sin suficientes elementos de juicio y, sobre todo, sin la debida prudencia racional y moral. Mamet traslada así al espectador el tema sobre el que gira el argumento, el centro neurálgico del relato, la reflexión que propone sobre el juicio sumarísimo hecho al prójimo, con ligereza o con cautela, según el caso, cuando se abre públicamente la espita del linchamiento social y mediático. Por otro lado sabe eludir, de manera eficaz, cualquier tentación de caer en el maniqueísmo del drama judicial moderno, contando la historia de lo que sucede fuera de las salas de Justicia, de los tribunales de apelación, de los despachos de los abogados, salvo la brillante excepción que supone la aceptación de la defensa por el reputado (de nuevo, la reputación, aunque comience a su vez a estar amenazada) abogado criminalista y también diputado de la Cámara de los Comunes, Sir Robert Morton (Jeremy Northam), y una breve excursión al Parlamento británico, a cuyas sesiones plenarias llega igualmente el asunto Winslow debido a su importancia creciente en el debate público.
De esta manera Mamet puede centrar la atención en lo que más le interesa, en lo que más se ajusta al sentido último de la historia, en cómo la larga lucha judicial afecta a la familia con el paso del tiempo y el desgaste de los trámites, los procesos, las vistas y los reveses, la erosión económica y emocional entre sus miembros, durante largos años deudores de una servidumbre legal que quizá hubiera sido mejor olvidar desde el principio, después de todo, para que ellos hubieran podido conservar sus vidas y el pequeño Ronnie, tan joven aún, hubiera podido pasar página y retomar las cosas desde un nuevo principio. El baldón de la mala fama, la mancha de la ignominia, el estigma de la mentira y la falsedad hubieran señalado el apellido Winslow para siempre, pero al menos habrían conservado sus vidas. Porque mucho es lo que han perdido: El hijo pequeño, su apenas naciente carrera naval; el hijo mayor, Dickie (Matthew Pidgeon), un buen futuro en el banco en que trabaja; la hija, Catherine (Rebecca Pidgeon), sus posibilidades de estudiar en la universidad y el futuro matrimonio con su prometido, el brillante oficial del ejército John Watherstone (Aden Gillett), ya que no podrían mantener la vida que se espera de su posición con la paga de un oficial pero sin la dote y la renta anual de ella; Arthur y Grace (Gemma Jones), la salud y la paz de espíritu. Incluso el personal de servicio va abandonándolos poco a poco, salvo la irredenta Violet (Sarah Flind), algunos porque no quieren trabajar en una casa marcada; otros, simplemente, porque los Winslow, con el paso del tiempo, no pueden costear sus salarios a la vez que sostienen económicamente el proceso.
Sin embargo, la obligada transformación de las prioridades y de la forma de vida de la familia, más austera, más pegada a la realidad de la calle, de la economía, del funcionamiento de la mente colectiva, es trasunto igualmente de las transformaciones de la sociedad británica, de la superación del largo reinado de Victoria que marca el contexto temporal de la película y, al mismo tiempo, de ciertos cambios en la misma sociedad del momento del rodaje que culminarían, por ejemplo, en la abolición de tradiciones aristocráticas como la caza del zorro a comienzos del siglo XXI. Son justamente los desesperados intentos de preservación de esa cerrada aura de estrato social privilegiado, de honorabilidad a toda costa, de posición social distinguida los que abren a la familia a una manera de vivir más moderna, más acorde con su tiempo, más dispuesta a aceptar lo que la ruptura de esa burbuja del mundo de las apariencias puede ofrecerles en cuanto al trato con sus semejantes, que ya no son miembros de una clase, sino, simplemente, ciudadanos más o menos favorecidos por la fortuna. Del mismo modo que se produce la aproximación sentimental entre Morton, un caballero, con la ya plebeya Catherine, se van diluyendo las diferencias entre Arthur y Grace y su criada Violet, que ya no ocupa solamente un puesto subordinado que se compensa mediante un pingüe salario, sino que permanece también a su lado por lealtad personal y afecto a sus empleadores y, en especial, al pequeño Ronnie.
Sin embargo, esta desesperación familiar, este hundimiento paulatino, anímico y económico, no se trasluce en un cambio en la forma de narrar. La sobriedad, el estatismo, el tratamiento de la imagen y los escenarios, que conservan su raíz teatral original, se prolongan y se acentúan a lo largo de la película, como ocurre con las interpretaciones principales, igualmente sobrias y contenidas, pero, como efecto contrario, tremendamente expresivas (así sucede con Northam o con Rebecca Pidgeon, pero en particular con Nigel Hawthorne, absolutamente espléndido en su composición del hombre severo y riguroso, herido pero imbuido de una irreversible, casi demente, determinación). Aunque la acción se concentra desde el inicio tras los muros de la propiedad y dentro de las paredes de la casa, a medida que la familia se abre, más o menos obligada a ello, motivada por las nuevas circunstancias, también lo hace la puesta en escena y el trabajo de cámara. La película cambia de escenarios, se abre a los exteriores y transita fuera de las habitaciones donde transcurre el comienzo de la acción, del mismo modo que Dickie, Ronnie y Catherine se abren a nuevas vidas y nuevas experiencias de las que sus antiguas exigencias de clase tal vez les hubieran privado. Solo Arthur permanece inmutable, dentro de su tiempo, de su sistema de creencias, de su rígida moral pasada. Mamet conduce toda esta evolución sin grandilocuencias ni dramatismos exagerados ni excesos narrativos, sino con pulso firme y a través de pequeños detalles: menciones dejadas caer en los diálogos, leves toques en la puesta en escena, pequeños cambios en los decorados de la casa y el vestuario de los personajes… El colofón, una vez finalizado el caso, en el que Morton discrepa de la afirmación de Catherine de que tal vez esa sea la última vez que se vean, filmada en exteriores, en la acera de la calle, con una puerta lateral abierta, supone el brillante cierre de esta perspectiva en la que la puesta en escena sirve en todo momento al argumento y al motor de cambio interior de los personajes. Todos salvo el viejo Arthur, que, a pesar de hacer todo lo posible, aun a costa de sí mismo, para cumplir lo que él cree honradamente que es su deber, nunca cambiará, siempre será el sólido sostén de esa construcción sobria e inamovible que es esa concepción de lo británico sobre sí mismo.
A otro nivel, sin embargo, y tal vez sea esa su virtud mayor vista hoy, la película propone, en cuanto a su reflexión sobre el concepto de reputación, otra suplementaria acerca de cómo se construyen los juicios públicos en las sociedades actuales, cómo la masa, siempre más dispuesta a creer que a pensar, puede dejarse contaminar por determinadas posturas mantenidas no siempre desde los debidos cauces del contraste de hechos, datos y opiniones y hacerlas suyas con el rigor de los creyentes más fanáticos, hasta el punto de que estas creencias bastardas lleguen a condicionar sus propias vidas, además de las de aquellos que son juzgados. Lejos de que esta perspectiva haya perdido peso en dos décadas, el problema se ha acusado y no tiene visos de solución, acrecentado por las redes sociales y las rápidas vías de comunicación que trasladan paparruchas de un lado a otro del planeta a velocidad récord. El mundo como un gigantesco patio de vecinos, pero en el que lo que ocurre tras las paredes de una casa como la familia Winslow solo lo conocen de verdad quienes se encuentran en su interior.