Me gusta verlo como un proceso gradual: tras el nombramiento de John Lasseter como máximo responsable de los estudios de animación Disney, el tema princesil --uno de los principales activos de la compañía-- sufrió una sutil pero importante mutación de contenido y de enfoque pedagógico. Para empezar, tras reabrir la división de animación «tradicional» terminó Tiana y el sapo (2009), un proyecto interrumpido en plena producción cuando accedió Lasseter, que supuso un primer desplazamiento en lo que se refiere a la historia clásica de la princesa y su búsqueda del amor perfecto: Tiana es una joven negra que vive en el Nueva Orleans del siglo XX, una mujer normal y corriente que se ve envuelta en el típico enredo de príncipes encantados y sapos; y aunque la magia princesil acaba envolviéndolo todo, supuso un primer hito en cuanto a distancia y punto de vista crítico... Luego llegó Enredados (2010) --el primer filme de animación enteramente concebido en la etapa Lasseter-- en el que le tocó el turno al estilo y a los personajes, que sufrieron notables cambios: a pesar de apoyarse en un argumento clásico, el tono y las actitudes de los protagonistas respecto al destino que les aguarda se aproxima bastante a la ética contemporánea. La princesa Rapunzel se comporta abiertamente como una adolescente urbana del siglo XXI. Y finalmente Brave (2012), que encara directamente los tremendos desfases que suponen la libertad y la independencia individuales frente al sentido del deber, el respeto a los mayores y las responsabilidades implícitas de un rango heredado. En este caso, la princesa Mérida debe renunciar al amor por culpa de una tradición de clanes rivales y matrimonios apalabrados por los padres (más bien por el lado de la madre/reina).
Brave es una película destinada al público infantil que ha crecido viendo los grandes éxitos de Píxar y que ahora reclama argumentos más juveniles en los que el conflicto generacional sirva de identificador principal: el guión apenas contiene las habituales secuencias musicales y canciones que suelen encandilar a los más pequeños, y el drama asoma con crudeza en más de una ocasión. Da la sensación de que Disney ha tomado conciencia de que estaba dejando escapar a una parte de su audiencia natural, aunque fuera sólo sea porque se hacía mayor o --lo que resultaría más preocupante-- porque no sabía conectar con ella. Los preadolescentes suelen preferir el cine adulto más cercano a los antiguos géneros clásicos (comedia romántica, aventuras, ciencia-ficción, terror...) que la animación digital, por muy bien hecha que esté. Creo que Brave llega para cubrir un vacío y retrasar ese momento, encarando sin complejos el mito (hasta ahora intocable) de las princesas, y que además es una de las tradicionales fuentes de público e ingresos de la compañía.
Ritmo dinámico, desmitificación irónica de situaciones habituales, personajes y gags originales y divertidos (la bruja y su contestador-caldero los mejores), situaciones límite, controladas dosis de terror infantiloide y, como no podía ser menos, momentos delicados (la cena entre Mérida y su madre en pleno bosque). Con esta película, Píxar continúa adentrándose en el terreno de la complejidad narrativa que inició magistralmente con Wall•E. Batallón de limpieza (2008); otro reto del que de momento van saliendo airosos, todavía a años luz por delante de sus competidores.
De la dirección --como siempre, tutelada por los tres grandes: Lasseter, Stanton y Docter-- se han encargado en esta ocasión Brenda Chapman y Mark Andrews. La primera, tras haber colaborado en varios guiones para la propia Disney --La bella y la bestia (1991), El rey león (1994)-- o Chicken Run: Evasión en la granja (2000), y de haber dirigido la muy meritoria El príncipe de Egipto (1998), se afianza como un prometedor y necesario punto de vista femenino en la dirección (de lo poquito que le falta a Píxar). Mark Andrews, por su parte, es un creativo formado en la casa: director del corto El hombre orquesta (2005) y colaborador en los guiones de Star Wars: las guerras clon (2003) y la fracasada John Carter (2012).
Brave avisa a las adolescentes para que tomen las riendas de su propio futuro --en las películas lo suelen llamar «destino», que queda más épico-- porque el mundo masculino que se encontrarán es francamente decepcionante (por ese lado, que esperen más bien poco). Y es que la galería de personajes masculinos del filme es realmente patética: compuesta por brutos y borrachos (incluidos el padre de Mérida y los jefes de los clanes rivales) o atontados que no se enteran de nada (los pretendientes que rivalizan por la mano de la princesa). Los hombres, viene a decir la película, en cuanto abandonan por edad el mundo femenino que administran las madres, se convierten --por lo general-- en personas egoístas, sin sentimientos y sin delicadeza (por eso los únicos chicos encantadores son los tres hermanos pequeños de Mérida). Y lo más revolucionario es que la película no trata de desmentir esto, más bien finaliza confirmando la necesidad de puentearnos porque pocas esperanzas hay de cambio. El único triunfo es para Mérida y su madre: una aprende a ser consciente de la responsabilidad que implica su rango y la otra a no ser una controladora compulsiva (tremendo misilazo dirigido a algunas madres profesionales y/o eclipsadas).
Brave es un filme femenino hasta la médula, y dudo mucho que atraiga a los chicos con la misma fuerza con la que engancha a las chicas. Si hubiera sido más floja lo hubiera machacado titulando mi texto con un devaluador Hermana osa (2003).