Genuina muestra del esplendor formal del musical clásico, en particular del estilo que definió a la unidad de producción que dirigiera Arthur Freed en el seno de la Metro Goldwyn Mayer, esta película de Stanley Donen y Gene Kelly -también protagonista, o uno de ellos…-, con no pocas reminiscencias de su anterior Un día en Nueva York (On the Town, 1949), se beneficia de la concurrencia de talentos y presupuestos que se dieron cita en el estudio del león desde el final de la guerra hasta mediados de los cincuenta. La música de André Previn, la fotografía en Cinemascope de Robert Bronner, el guion de Adolph Green y Betty Comden, la dirección artística de Cedric Gibbons, la dirección de Donen y Kelly y la presencia destacada en el reparto de este junto a Cyd Charisse, conforman un cóctel pletórico de energía y fuerza que refleja el proceso de reconstrucción del ánimo nacional durante la posguerra mundial, focalizado en tres antiguos camaradas de armas, Ted (Gene Kelly), Doug (Dan Dailey) y Angie (Michael Kidd), que, de regreso en Nueva York, pactan reunirse en esa misma fecha diez años después, en el mismo bar que había protagonizado sus sonadas correrías, para relatarse mutuamente cómo han retomado sus vidas, los avatares de sus nuevas carreras profesionales y de sus relaciones sentimentales, y celebrar así la vida. Cuando ese momento llega, sin embargo, no todo ha salido como se prometían, les puede el desánimo y la frustración. Pero lo más grave, con todo, es que los antiguos compañeros ahora no se reconocen, han perdido aquello que tenían en común, la amistad se ha disuelto, son auténticos extraños los unos para los otros.
Tras el espléndido prólogo en el que, después de asistir al desengaño amoroso de Ted, los amigos se conjuran para recuperar sus vidas, crecer y reencontrarse, pacto espectacularmente sellado con el largo número musical nocturno, de bar en bar, en el que los tres amigos juegan con las tapas de los cubos de basura o con las puertas y ventanas de un taxi amarillo, y al final de un divertido y brillante encadenado de tomas que muestran la evolución de las andanzas de Doug y Angie en contraste con el estancamiento de Ted a lo largo de esos diez años, la película se centra en el proceso de recuperación de la amistad de los tres exsoldados y, también, y al mismo tiempo, de su propia autoestima y de su empeño por conseguir sus sueños: Doug, que aspiraba a ser un gran pintor, no es más que un diseñador de campañas publicitarias de Chicago que está a punto de divorciarse de su mujer; Angie regenta en su pueblo un pequeño local de comidas al que gusta llamar restaurante; Ted, tras tocar muchos palos y no asentarse en ninguno, juega a ser promotor de boxeo de una gran promesa que va a consagrarse en el combate de su vida. Cuando el programa de televisión de Madeline Bradville (Dolores Gray) se queda sin historia para su emisión semanal, a Jackie Leighton (Cyd Charisse), ejecutiva del canal a la que Ted pretende, se le ocurre utilizar la historia de los tres antiguos amigos, ahora casi completos desconocidos forzados a convivir por unos días en la Gran Manzana, en busca de una reconciliación en horario de máxima audiencia. A la rivalidad y antipatía que surge entre ellos se une otra dificultad: los planes del crimen organizado para amañar el combate del pupilo de Ted.
Un guion bien armado acompaña la luminosa puesta en escena de Kelly y Donen, sustentada en un espectacular uso del Cinemascope y del color, y en particular en la excelsa labor de construcción de decorados del equipo de Cedric Gibbons, que reconstruye los exteriores neoyorquinos, las populosas avenidas repletas de locales nocturnos, de marquesinas de teatros y de escaparates comerciales, frecuentadas por multitud de personas entre el abundante tráfico de la hora punta, en el interior del estudio. En este marco tiene lugar uno de los números más recordados de la película, aquel en el que Ted, acosado por los esbirros del mafioso que le persigue (Jay C. Flippen), se pone unos patines y baila en la vía pública, incluso dando pasos de claqué. Los briosos números musicales combinan con otros más cómicos, como el que realiza Dan Dailey en la mansión del jefe de la delegación de su empresa en Nueva York o, sobre todo, el que protagonizan unos boxeadores en el gimnasio, que, tras un simpático preludio, sirve al lucimiento de Cyd Charisse. Romance, amistad, enredos, equívocos y una chispa de bajos fondos ligados al mundo del boxeo se combinan en una atmósfera de vodevil, punteada con un puñado de buenos diálogos y réplicas ágiles, que sin abandonar una perspectiva optimista y un tono ligero y amable, refleja en segundo plano, pero de manera determinante, ciertos cambios en la mentalidad de la sociedad estadounidense de posguerra: el protagonismo de la mujer en empleos destacados (en la publicidad y en la televisión), el peso de la mercadotecnia en la nueva dinámica consumista de la era Eisenhower, el boom económico de crecimiento y desarrollo de mediados de los años cincuenta y el rearme anímico y material del país tras dos décadas presididas por la depresión y por la guerra. En este punto, el trío protagonista representa un reverso alegre y despreocupado de los antihéroes del cine negro cuyas turbias andanzas se originaban y alimentaban de sus dificultades para reintegrarse a la vida civil, del mismo modo que la luz y el color de la película se oponen a los claroscuros y a la claustrofobia del noir (a pesar de que la película se filma en estudio, con telones pintados allí donde no llega la minuciosa reconstrucción de calles y edificios).
Una comedia con finales felices en las que el triunfo del amor, del reencuentro, de la reconciliación, del deseo de continuar luchando por la consecución de los propios anhelos se reviste del éxito económico y social, en la mejor tradición de un género, el musical, que, además de ser un canto (y un baile) al amor y a la amistad, es, sobre todo, en su formulación clásica, una manifestación de complacencia y satisfacción con un modo de vida y un sistema de valores en los que las oportunidades están al alcance de la mano, o de un paso de claqué. Sin embargo, con esa extraña condición premonitoria que el cine manifiesta en ocasiones, la película sirvió igualmente de advertencia acerca del desamor y del final de la amistad: cuando Gene Kelly inició un romance con la primera esposa de Donen, su amistad se rompió, y el director terminó abandonando el estudio para no coincidir con su antiguo amigo. Fue su última película juntos, y es que no siempre hace buen tiempo a gusto de todos.