Revista Cine

Un baile sin fin: Sátántangó (Béla Tarr, 1994)

Publicado el 08 enero 2024 por 39escalones

SATANTANGO – Review by Diane Carson – ALLIANCE OF WOMEN FILM JOURNALISTS

Lo primero que impresiona de esta película de Béla Tarr es su inmisericorde duración: 450 minutos (siete horas y media), no apta para todos los públicos ni para todas las agendas. Lo segundo, su argumento: las vicisitudes de los habitantes de una granja colectiva húngara fracasada, y de las relaciones, traiciones e intrigas que tienen lugar entre ellos, así como de su nostalgia y melancolía al ser conscientes de la destrucción de sus sueños. Con estos mimbres, resulta extraño pensar en una película atrayente o simplemente entretenida, máxime si está contada en clave de comedia negra y sardónica. Pero lo cierto es que se trata de una de las películas más deslumbrantes de los años noventa, y también de las que mejor captaron el clima de cambio en la Europa oriental tras el hundimiento del comunismo y su sustitución por un incipiente capitalismo sin cortapisas. Adaptada por el propio director junto a László Krasznahorkai, el autor de la novela en la que se basa, publicada en 1985, se desarrolla durante dos días lluviosos de otoño, reconstruidos y representados a través de las sucesivas perspectivas de distintos personajes, y, tras un punto de inflexión dramático, se proyecta en el mes inmediatamente posterior.

Ese es precisamente el primer logro de una película tan engañosamente simple y extraordinariamente compleja, su estructura. Ya presentes en la novela como esqueleto narrativo, son los pasos del tango (reiteradamente aludido a lo largo de metraje en una escena única revisitada), seis adelante, seis atrás, los que estructuran un metraje dividido en doce capítulos, compuesto de una colección de tomas largas, interminables (de un promedio de diez minutos), de composiciones y movimientos sumamente calculados y coreografiados a pesar de la desnudez y sobriedad de interiores y exteriores, y rubricado por una voz en off que, extrayendo pasajes de la novela, manifiesta un punto de vista a veces descarnado, a veces poético, sobre el contenido de cada sección, lo acontecido y lo que puede suceder. Emparentada lejanamente, por algunos recursos formales (las tomas largas, el diseño simétrico de algunos planos y los elaborados movimientos de cámara de algunas secuencias, el ritmo lánguido, la meticulosa construcción de sentido narrativo), con el cine de Tarkovski, Antonioni o incluso Dreyer, está despojada, sin embargo, de esa profundidad espiritual, de esa búsqueda de la sublimidad, que se sustituye por un sarcasmo socarrón y un extraño magnetismo de lo cutre, de lo feo, generado desde una atmósfera sucia, decadente, arruinada, malsana, llena de ruidos sospechosos y de la melancólica y retorcida música de acordeón (la música está compuesta por uno de los actores protagonistas, Mihály Vig). Una especie de mundo hecho (o deshecho) a pedazos que tiene su traslación en la fragmentación de tiempo y espacio que hace el guion, que contrasta, sin embargo, con una puesta en escena sobria y el uso de un blanco y negro dominado por los tonos intermedios.

Los personajes obedecen a esta realidad fragmentada y oscurecida. Todos son cuestionables, incluso detestables en algún momento, pero es el propio lenguaje de la cámara y, en particular, el uso del tiempo y del espacio lo que los hace fascinantes, atrayentes, para un público demasiado al límite del hastío. Basta con la toma de apertura para comprobarlo: las vacas salen del establo y se dirigen al campo; instantes después, los habitantes de la granja emulan su acción. En ninguno de los dos casos la cámara ahorra un solo segundo en elipsis. Otro ejemplo palmario es la larga secuencia que sigue las evoluciones de un corpulento y envejecido doctor en la ardua tarea de emborracharse hasta perder el conocimiento, brutal e hilarante al mismo tiempo, que deja claro testimonio de la cantidad de alcohol que hace falta para derribar una fortaleza de carne y hueso. El guion, que parece caprichoso y errático, se revela no obstante como un complicado artilugio de precisión, brillantemente interpretado, de interés creciente (si el público también es paciente) y suspense excelentemente dosificado, que ajusta a la perfección y no deja ni cabos sueltos ni secuencias banales, gratuitas o innecesarias, aunque sí en no pocas veces, crueles en demasía. Tarr elude el principal peligro de un proyecto de estas características, la posibilidad de perderse en su propio ego (no siempre lo ha conseguido en otras películas) y construye una narración sólida, intensa y llena de sugerencias, poderosa en muchas de sus imágenes y movimientos de cámara, de un notable realismo surgido del más retorcido de los artificios, sobre el hundimiento del comunismo y su sustitución por un capitalismo que nace ya degradado, productos ambos, en realidad, de la misma mezquindad de los seres humanos y de las sociedades que construyen. Y es que, como dice el director, «la policía y la naturaleza humana son las mismas en todas partes».


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