Revista Sociedad

Un buzo en un árbol

Publicado el 17 febrero 2014 por Oscar @olavid25
El lago Mead proporciona el agua que consume la ciudad de Las Vegas.

El lago Mead proporciona la mayor parte del agua que consume la ciudad de Las Vegas.

Un capítulo de los primeros de CSI Las Vegas (el quinto de la segunda temporada) nos relata la investigación destinada a aclarar la aparición en lo alto de un árbol del cadáver calcinado de un submarinista, con su traje de neopreno, sus bombonas y sus aletas. El relato tiene ese toque de humor negro que, entre otros ingredientes, ha contribuido a que la serie se convierta en un objeto de culto en medio mundo. El guión de este capítulo está basado en una leyenda conocida desde hace años en algunos ámbitos, en especial, como puede esperarse, entre los submarinistas. En España, Pere Portabella dirigió en 1989 una película bautizada Puente de Varsovia que recreaba este relato. Aunque imposible, a decir de los expertos, la misteriosa aparición se aclara al descubrirse que el desafortunado buzo ha sido absorbido por un avión de extinción de incendios y luego arrojado con el agua sobre las llamas. En el capítulo citado del CSI, que se titula Inmersión, los hechos tienen lugar cerca del lago Mead, que es el mayor embalse artificial de Estados Unidos. Aclarado el embrollo, que en la vida real impedirían unos filtros que porta el aeroplano, el espectador apaga la televisión con esa sensación de que todo ha vuelto a su sitio.

La vida real supera a la ficción. Una noticia menos espectacular pero más trágica nos cuenta la verdadera historia de un cadáver aparecido en el tren de aterrizaje de un avión en Washington. La aeronave había partido de Johannesburgo, en Sudáfrica, y había hecho escala el Dakar, Senegal. Las agencias, huérfanas de datos, no ofrecen ninguno sobre el sexo, edad o raza del infortunado pasajero. La información deja mal cuerpo porque la historia sigue abierta, sin final explicable, al menos, de momento. Mientras cuenta El País que 30.000 personas esperan en Marruecos para evitar las vallas, los controles, las cuchillas, y los disparos y dar el salto a Europa, me imagino a un polizón escondido entre las ruedas gigantes del avión. También contemplo la hipótesis de un accidente casi imposible, con un empleado del aeropuerto como víctima, o un intento de ocultar un crimen, un desenlace inesperado de una broma que salió mal, un despiste… Y, de tanto pensar, se me olvida que se trata de un muerto de verdad.

En 2011, en un avión de Iberia apareció el cadáver de un cubano de 23 años de nombre Adonis. Hace menos de un año, fue un adolescente camerunés el que murió de frío junto a las ruedas de un avión de Camair-Co. Lo encontraron en París. En el año 2000, dos jóvenes dominicanos fallecieron en un avión que aterrizó en Estocolmo. El cadáver del georgiano Giorgo Abduladze, de 22 años, voló hasta siete veces entre Rimini, en Italia, y Vnukovo, cerca de Moscú. Las marchas de sangre alertaron a los empleados que localizaron el cuerpo. La historia se repite. No da ni para un CSI.


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