“El público quiere un Sherlock Holmes más físico”. Tamaña estupidez (y lo peor, vistas las cifras de taquilla, es que es una estupidez acertada, quizá porque el público lo que quiere es físico, sea o no Sherlock Holmes) la afirma, cómo no, Guy Ritchie, el autor material que ha perpetrado la última fechoría contra los clásicos de la literatura a manos del sindicato de directorcetes de cine, bien incapaces de crearse una voz y un estilo propios a la hora de narrar historias, bien cuyo talento, atrapado en una única forma de contar todo envoltorio y nada de chicha que reproducen una y otra vez en cada trabajo, carecen de verdarera inteligencia y pericia cinematográficas para salirse de ella y mantener su nivel recaudatorio a la vez que progresan en lo artístico, como es el caso del británico en cuestión. Valga que la película de marras sea de encargo, pero siempre se puede decir que no, a no ser que se carezca de talento y ambición para hacerlo mejor.
Disponer de una amplia gama de relatos de Sherlock Holmes y, sin embargo, apostar por un cómic bastante poco riguroso es sin duda uno de los indicios de mediocridad que avalan el resultado final. Pretender innovar en un campo en el que se han hecho tantas cosas, mejores y peores, y en el que existen ya un buen número de visiones altenativas, desde La vida privada de Sherlock Holmes a El secreto de la pirámide (con aspectos directamente fusilados por Ritchie), pasando por la serie de dibujos animados japonesa de Miyazaki, es el camino más corto al plagio descarado o a la irreverencia frente a personajes y situaciones y, por extensión, a los millones de lectores para los que Holmes forma parte de su imaginario colectivo al mismo nivel universal que, por ejemplo, Don Quijote y Sancho. Y aunque el Holmes de Ritchie no es, en última instancia, tan infiel (aunque lo es) al original como cabría esperar, sí es cierto que no reconocemos al auténtico Holmes en la piel de ese vulgar macarra mamporrero que encarna estupendamente Robert Downey Jr. Por el contrario, en anteriores versiones, quizá igualmente inexactas en lo que a la figura del protagonista se refiere (su “uniforme” de la gorra de cazador y la capa de cuadros, la pipa y el continuo “elemental, querido Watson”, inexistentes en las obras de Conan Doyle) y que han configurado una visión colectiva del personaje un tanto distante de su verdad literaria, no nos cuesta nada identificar las notas características de un personaje inmortal, aunque en algunas versiones perpetradas con extraños fines propagandísticos el Holmes de Basil Rathbone, por ejemplo, se las tuviera que ver con agentes alemanes o en tramas de espionaje internacional en un clima prebélico.
En cualquier caso, para contrarrestar el mal sabor de boca dejado por esa especie de Sherlock Holmes de Guy Ritchie, nada mejor que volver la vista atrás, en concreto a 1959, y sumergirse en la adaptación que Terence Fisher hizo de una de las más recordadas historias del detective, El perro de Baskerville, ya filmada en 1939 con Rathbone en la piel de Holmes y, esta vez, con otra de las caras más reconocibles del famoso sabueso: Peter Cushing. Nos encontramos con un Holmes entendido en términos clásicos pero que no evita aquellos aspectos que Ritchie ha desproporcionado hasta desdibujar el carácter del personaje, como por ejemplo, el aspecto físico. La película, muy breve (no llega a noventa minutos), comienza con un prólogo situado en el siglo XVIII que explica las razones por las cuales Hugo de Baskerville, tras internarse en la oscuridad del páramo que rodeaba su mansión, cayó en desgracia y arrastró a toda su familia a una maldición. Algo más de un siglo después, el Doctor Richard Mortimer acude al célebre 221B de Baker Street en busca de ayuda para esclarecer la extraña muerte del último poseedor del título de los Baskerville, y también de protección para el nuevo heredero, Sir Henry (Christopher Lee), que ha hecho fortuna en las colonias de Sudáfrica y que se perfila como nuevo destinatario de ese mal augurio encarnado en un perro llegado desde los infiernos para acabar con él. Así, mientras Holmes se queda en Londres ultimando unos detalles referentes a otro caso, Watson (André Morell) acompaña cual escudero y guardaespaldas a Sir Henry a tomar posesión de sus nuevos dominios. Allí traba conocimiento del especial vecindario que le aguarda al nuevo Lord, a la vez que se preocupa y escandaliza con la noticia de la fuga de un asesino en un presidio cercano.
Así, la película atrapa a la perfección la atmósfera de la novela, esa mezcla entre el ambiente aristocrático de la era victoriana en el que suelen transcurrir las historias de detectives tradicionales, especialmente a partir, precisamente, de Holmes, con elementos góticos (caserones, oscuridad, páramos, ciénagas, espíritus infernales…) puestos esta vez al servicio de un elemento poco frecuente en estas historias, lo mágico, lo sobrenatural (para que luego digan que Ritchie innova), confiriendo así a la cinta una doble tesitura, clásica en cuanto al establecimiento y resolución de una intriga criminal con altas dosis de suspense, sorpresas, giros de guión y averiguación de pistas, y al mismo tiempo, de un terror no menos clásico marca de la casa, la productora británica Hammer, habituada a este tipo de adaptaciones y que aquí hace emparentar la cinta con los clásicos de Drácula y otras historias de horror que dieron fama y rentabilidad a la empresa.
Con una ambientación excepcional (sin necesidad por entonces de acudir a la digitalización de nada; ahora da la impresión de que ya no se sabe hacer nada si no es con ordenador), la película se conduce con pulso pese a su brevedad por los distintos recovecos del relato de Conan Doyle. Estupendamente interpretada, sin sorpresas, tergiversaciones ni añadidos de ninguna clase en atención a un potencial público inmaduro que por aquel entonces parecía no existir, proporciona exactamente lo que promete: ver a Sherlock Holmes y al Doctor Watson, encarnados por personajes de su misma -supuesta- edad, que atesoran los distintos matices que éstos poseen gracias a la pluma de Conan Doyle. Ahí radica la superioridad de las historias clásicas de Holmes sobre los nuevos subproductos inspirados en cómics, y no en la fuente original, y destinados a convertirse en filibustera franquicia para las taquillas.
Porque la película, más allá de la historia lineal de delito, averiguación del culpable y arresto o castigo, supone, al igual que la novela, la apuesta por la razón frente a lo sobrenatural, a diferencia de otras historias siempre basadas en elementos mágicos (estupenda coartada para la falta de creatividad) o en detectives trocados en superhéroes cuyo destino no es la captura de un ladrón o asesino, sino detener al malvado que pretende dominar el mundo (personalmente, uno está hasta el gorro de este tipo de personajes-gentuza). El desenlace de la historia, la explicación lógica acerca de cómo el famoso perro provenía del infierno, supone la derrota de la superstición, de la creencia popular (generalmente producto de las deficiencias educativas de las clases sociales más bajas) basada en mitos, leyendas o enseñanzas represoras y amenazantes explotadas durante siglos por las religiones, principalmente monoteístas, y el tributo a la luz de la razón, a las capacidades del hombre para entender, diagnosticar, prevenir y esclarecer los distintos fenómenos a los que asiste; en pocas palabras, la defensa del raciocinio como instrumento de conocimiento y progreso, muy al contrario que en la conocida última versión, en la que el recurso a lo mágico, a lo sobrenatural, vuelve a ser una forma de imponer la simpleza de juicios, criterios y gustos. Ésa, y no otra, es la esencia de Sherlock Holmes. No si es más o menos acertado que fume en pipa, use lupa, lleve gorra de cazador o diga “elemental, querido Watson” a todas horas, sino dotarlo de los valores que Conan Doyle quiso atribuirle en sus historias, nada que ver con las peleas callejeras (por más que el Holmes clásico, y también los de Rathbone y Cushing, corran, persigan, salten, disparen, combatan a sable, luchen según los cánones de una antigua arte marcial japonesa, etc., ¿quién ha dicho que Holmes no hace eso? Pero cosa contraria es quitarle sus otras notas definitorias y reducirlo a ello, convertir sus brillantes dotes deductivas en meras trampas de guión para salir del paso, destruyendo así la intriga y sustituyéndola por un circo), las gracietas baratas, la ocasional conversión en bufón y la cesión del protagonismo de lo racional frente a lo sobrenatural.
La película de Fisher, construida además sobre auténtica intriga y no en torno a caprichosos trucos de guión como débil coartada a las inconsistencias de una trama plana y tonta (de nuevo volvemos a Ritchie), también ofrece, como las clásicas historias de Holmes, una lectura política y social de lo que debió suponer la sociedad victoriana, la del Imperio británico, la de “hacer del mundo Inglaterra”. Foco por igual de magnificencia y de miseria, de grandes logros y avances, y también de mantenimiento y profundización en seculares retrasos y deficiencias, es la sociedad británica el verdadero objeto de estudio de Holmes, las auténticas cobayas de esos tubos de ensayo, pipetas y probetas que guarda en su estudio, mientras que Watson, igual que ofrece su escepticismo ante los avances deductivos de su compañero, opone los valores de la tradición, la respetabilidad y la apariencia. Sin embargo, en El perro de Baskerville como en otras obras, Conan Doyle y quienes lo adaptan sabiendo lo que hacen (sin necesidad de recurrir a tebeos que esquematicen, simplifiquen, vulgaricen y empobrezcan los argumentos), proporcionan siempre un prisma político y social de enorme profundidad crítica que pone en duda tanto valores tradicionales como órdenes económico-sociales (empezando por un héroe adicto a una droga, hecho convenientemente eliminado de la última versión en aras de una repugnante hipocresía que no les impide alardear de una brutal violencia tan gratuita como innecesaria y ajena al auténtico universo de Sherlock Holmes). En esta ocasión, tenemos una familia noble corrupta, vil, condenada por sus actos, y un criminal que, aunque en apariencia pertenece a la clase más baja, es en realidad un miembro no reconocido de dicho linaje, por lo que, una vez más, nos encontramos con una condena a la corrupción y al anquilosamiento de ciertas instituciones y convenciones. Sin embargo, Sir Henry, de apellido noble pero hecho a sí mismo en Sudáfrica, burgués y no de rancio abolengo, por tanto, es la encarnación de los nuevos tiempos, de una modernidad que sepa cortar amarras con un pasado oscuro, de superstición, de sometimiento a la oscuridad y a lo desconocido. Y lo consigue gracias a la herramienta de la deducción, el estudio, la inteligencia y la sabiduría. Gracias a un Sherlock Holmes que, cuando es apartado de los atributos que le son propios, se convierte en un vulgar mamporrero propio de videojuegos que contente a quien no sabe leer entre líneas ni espera nada más que paliar su aburrimiento con películas de usar y tirar. Pero, ya se sabe, la excusa del entretenimiento es la coartada perfecta para aquellos que deciden no utilizar su inteligencia sin sentir vergüenza de sí mismos. A Holmes, al de “verdad”, no sólo le daría asco, sino también lástima.