Era un día común y corriente en Barcelona, excepto porque el aire se había congelado y a mi me apetecía, casi que se me antojaba, una copa de vino tinto. No había un menú previsto y Claudio ya no llegaba a cocinar las croquetas de bacalao que había preparado. Teníamos que salir de casa a las tres y media de la tarde. Mientras él resolvía el tema comida yo buscaba fuerzas para bajar a comprar una botella. Pero fue inútil. De pronto me acordé de mi garnacha de 2002 que hizo Cyril Fhal pensando en algo muy bueno y le pegué un manotazo al lunario. La luna comenzaba a menguar, estaba en fase descendente y el perigeo era inminente. Estrenándome, prácticamente, en estas cuestiones, intuí que había algo que no estaba bien y ante la duda consulté al oráculo. La posición de la luna respecto de la tierra era algo importante pero no era lo único que tenía que considerar para abrir la botella. También podía hacerlo en caso de no poder evitarlo.
Abrí la botella lentamente llegando poco a poco al punto sin retorno. No pude evitar olerlo y la sensación fue increíble. Una mínima aunque punzante vocanada de encierro me golpeó las narinas que me picaron por una micra de segundo; me costaba respirar. Decanté una parte porque me interesaba saber cómo estaría al día siguiente.
Serví dos copas y con miedo comencé a mover el vino. Y todo fue cambiando como la película de una flor abriéndose en cámara rápida. El color es el de los obispos, de capa media, sin culpa, vivaz, ya invitando al pecado.
Mi miedo fue transformándose en alegría. Yo estaba bien alineada con los astros; mi cuerpo estaba listo para recibir el sacrificio. Me pasé un rato olfateando porque nada estaba claro excepto que el vino estaba perfecto.
Abrir esta botella fue liberar el genio. Después de mirarlo y mirarlo y olfateralo hasta la hiperventilación me atreví a dar el primer sorbo. No podía ser que un vino de casi nueve años en la botella tuviera tan claro y a la vez sereno la sensación de las primeras frutas de juventud mientras aparecían el membrillo (a mi me encanta la palabra codony, que hasta me sabe mejor en català) y las ciruelas pasas y agudas, cuando se te tapan un poquito las glándulas salivales. La pimienta rosa molida en grano grueso aparecía de tal modo que hasta podrías morder una cascarita.
Al cabo de los minutos aparecieron las sensaciones lácteas con una delicadeza tan natural como subyugante. Fresitas silvestres sin lavar bañadas con nata de leche fresca y tibia recién ordeñada de la vaca de mi abuela.
Estaba todo. El recuerdo vívido y sin nostalgia de la juventud, un cuerpo trabajado con años y humildad, por su bien y no por el qué dirán. Y una sensualidad irrestible en esa combinación. Voy a pecar y no puedo ni quiero hacer nada para evitarlo. Porque este vino es como un hombre maduro y estupendo, coqueto al natural. Masculino, desgreñado y un toque atormentado. La neurosis creativa; este hombre jamás será de una sola mujer. Pero cuando te regala una mirada te sientes la elegida.
Es Harvey Keitel en The Piano exhibiendo su robusta desnudez. Yo hubiera naufragado a sus pies. Es Bardem, pero dentro de unos años tal vez y Sharon Stone a partir de los 45. Tiene el glam de David Bowie y pasa del fútbol como de Caperucita Roja. Es el jazz magnífico de Mose Allison y la exquisitez country de Willie Neslon con Wynton Marslais. Nunca serán tuyos pero tendrás amor a su lado.
Fuente: Observatorio de vino
¿Un Clos du Rouge Gorge en luna menguante?