Revista Cultura y Ocio
Hoy es el concierto inaugural del Festival Villa de Hoyos, un ciclo musical que goza ya de una cierta tradición en la comarca. Se celebra en la iglesia de Nuestra Señora del Buen Varón, uno de los pocos templos con influencias románicas en los valles de Cáceres. El románico apenas llegó hasta esta zona: se quedó en Ciudad Rodrigo. No obstante, la iglesia de Hoyos conserva una sencilla pero hermosa portada tardorrománica, que algún cantero despistado, de los que trabajaban en Salamanca, debió de traer aquí, por azares de la vida o de la repoblación. Nuestra Señora del Buen Varón es un buen ejemplo de mezcla de arquitecturas y estilos decorativos: al exterior románico corresponde un interior gótico y un retablo barroco. La iglesia, de una sola nave, es poco profunda, pero muy alta. El techo aparece sostenido por sofisticadas nervaduras de arcos ojivales. El retablo mayor, que ocupa toda la pared del altar, data de principios del siglo XVIII y despliega, en oro, un complejísimo entramado de motivos florales y eucarísticos. El barroco tenía horror vacui y llenaba el espacio, fuese pictórico, escultórico, literario o musical, de una exuberancia sin límites, de una asfixiante plenitud. El eje central del churrigueresco retablo lo ocupan tres imágenes: la primera, una relamida Inmaculada renacentista, llena de sinuosidades y pulimentos, blanca y azul; la segunda, una talla del siglo XIII, pequeña y colorista, que da nombre a la iglesia; y la tercera, un Cristo crucificado. La más interesante es la talla medieval. En realidad, es un emblema de campaña, un estandarte de madera que los cristianos portaban en las batallas contra los moros. No es una figura plena, sino semicircular: por detrás está vacía, y todavía conserva las argollas en las que se insertaba el asta con la que era izada por el alférez. En algún enfrentamiento debió de perderse y apareció, tiempo después, en el arroyo del Buen Varón, en Hoyos: de ahí su nombre, que no alude, por consiguiente, a Jesucristo, sino a algún remoto caballero, desconocido hoy, pero célebre en su época por sus bondades o sus méritos. El concertista de esta noche es el violoncelista Héctor Hernández, «galardonado en prestigiosos concursos internacionales», como reza el programa. Y, ciertamente, lo ha sido: en Liezen (Austria), en París, en Toledo, en Madrid, en Hradec (Chequia). Sorprende que, siendo tan joven –tiene solo 21 años–, le haya dado tiempo a ganar tantos premios. Antes de que salga a escena, el alcalde de Hoyos, que se estrena en el cargo, da la bienvenida a los asistentes, y Paul Richardson, el escritor inglés residente en el pueblo y co-director del ciclo de conciertos, hace asimismo un breve introito. Paul es un periodista especializado en gastronomía que ha escrito algunos excelentes libros sobre la materia. Yo he leído con placer y provecho –y nunca mejor dicho– Cenar a las tantas, un relato de sus experiencias culinarias, que es también el de su adaptación (o inadaptación) a la vida en España, escrito con la característica contención e ironía inglesas. Héctor Hernández, vestigo de riguroso negro, sale por fin al escenario y ataca piezas de Johan Sebastian Bach, Alfredo Piatti y Witold Lutoslawski. El programame parece más adecuado para especialistas que para el público de un pueblo serrano. Tampoco hay piezas españolas. Quizás habría sido conveniente una selección más divulgativa, más próxima, con obras como, no sé, El vuelo del moscardón o El cant del ocells. Pese a ello, me gusta lo que oigo, sobre todo Lutoslawski, el más contemporáneo de todos: su Variación Sacher es todo un descubrimiento. No deja de sorprenderme que un instrumento solo pueda llenar el espacio como lo hace el violoncello. El abanico de expresiones y matices que despliega solo puede equipararse, en amplitud y riqueza, al del piano. Y tras cada uno de esas expresiones y tonos va una emoción. La iglesia se llena de ellas: se enredan en las inflorescencias de las columnas, en las túnicas de los santos, en la lisura gris de las piedras. Observo al público que ocupa la sala. Hay bastantes niños: algunos resisten lo justo, y, antes de que la Suite para violoncello solo nº 6 BWV 1002de Bach haya llegado a la zarabanda, ya se han desperdigado por la iglesia, con premioso sonar de chancletas. Otros, en cambio, aguantan estoicamente. Me fijo en un chico, delgadísimo, que apenas se ha movido en todo el concierto: me pregunto si será de verdad o un muñeco hinchable. Con los niños hay también muchas personas mayores, cuyo hieratismo no permite distinguir si están atentos o dormidos. Aletean abanicos o programas que hacen las veces de abanicos. La iglesia es fresca, pero el calor es fuerte. A nuestro lado se han sentado José Antonio y Toña, que acude al concierto con una bolsa isotérmica, en cuyo interior tengo la esperanza de que haya algo refrescante para beber, pero Toña frustra mis esperanzas. Detrás se han sentado unos vecinos nuestros, con los que tenemos el placer de compartir el muro que separa nuestros respectivos jardines, que ellos han coronado con una airosa verja de alambre. Gente estupenda. Entre pieza y pieza, el señor prorrumpe en sentidos «molt bé!, molt bé!». Su gusto para la horticultura es incierto, pero su sensibilidad musical resulta indiscutible. Marcel, el mexicano del pueblo –porque en Hoyos, además de un inglés y un chino, hay un mexicano–, revolotea a lo largo del concierto, filmándolo y fotografiándolo todo. De vez en cuanto, pasa por la plaza una furgoneta anunciando algo. Pese al grosor de las paredes, la megafonía se introduce en la iglesia. Chirrían entonces las notas de Hernández, pero sobreviven. Yo era antes estricto con esto: ningún ruido podía perturbar el desarrollo de un concierto o un recital de poesía; si lo hacía, me enfurecía. Hoy soy mucho más tolerante y pienso que, si una pieza de arte no es capaz de sobreponerse a esa perturbación, no es arte bastante. El concierto concluye con el protocolo acostumbrado: Richardson entrega un ramo de flores al concertista, que lo agradece emocionado, y este hace tres salidas para saludar a un público que no deja de aplaudir. Tras ellas, nos regala un bis: otra pieza de Bach. Luego, las luces se van apagando: las de la iglesia y también las de la tarde, que ya están en entredicho, y que muy pronto, entre golondrinas, murciélagos y nubes bajas, se habrán extinguido del todo.