Hace muchos años tuve una idea para un cuento. Me encontraba hurgando en el pasado de Ray Bradbury, documentándome con la intención de escribir un ensayo sobre el autor de Crónicas marcianas, y se me ocurrió convertir en trama de ciencia ficción lo que estaba leyendo. En mi cuento, sufríamos una invasión silenciosa en los años 40, llevada a cabo mediante la nada original estrategia de la suplantación, algo en plan body snatchers. Lo original de la historia, creía yo, venía dado por el plan de los alienígenas, que consistía en infiltrarse en el fandom norteamericano para convirtirse en escritores e influir con sus relatos en las mentes de los jóvenes humanos. Los invasores (esta parte me encantaba) no eran otros que los autores más afamados de la época, los Asimov, Heinlein, Anderson, Williamson, Pohl, Van Vogt, Clement... Todos ellos se reunirían en torno a la revista Astounding Science-Fiction bajo las órdenes del cerebro dominante de esta avanzadilla, que, naturalmente, sería el mítico director John W. Campbell Jr.
Ray Bradbury iba a ser el héroe de la historia, el único autor importante que no estaba incluido en aquel grupo, el que había publicado una ciencia ficción diferente en otro tipo de revistas y había logrado eludir el campo de influencia de Campbell. En el centro del relato sobresalía una feroz lucha ideológica. Bradbury era un Quijote, un tipo que escribía ciencia ficción haciendo caso omiso a la ciencia. Era un tecnófobo que no cumplía el primer mandamiento. Utilizaba las temáticas y los escenariós del género como simple decorado. Con ellos confeccionaba historias diferentes en las que lo importante era la belleza, el ser humano y una realidad que partía más de la ensoñación y el recuerdo que del frío racionalismo. En mi cuento Ray no se exiliaba del género, permanecía en él y luchaba contra los invasores, relato a relato, hasta convertirse en su salvador.
¿Por qué nunca llegué a escribir aquel cuento? Principalmente, por mi proverbial holgazanería, pero también porque la tesis contenida en él me provocaba un enorme conflicto interno. En aquellos tiempos (repito que fue hace años), yo era un adepto de la cf campbelliana. De hecho, mi subgénero preferido era la hard sf (esto ya lo sabían ustedes: no hay mas que echar un vistazo a las reseñas que he ido rescatando a lo largo de estos seis años para darse cuenta), e incluso me molestaban aquellas historias que hacían de lado a la ciencia. Lo que pretendía relatar colocaba mi tipo de cf, el canónico, en el lado equivocado, el de los malos. Pero la idea del tipo que pudo cambiar el género era tan atractiva... Recuerdo que incluso me llegué a inventar una excusa jungiana por la cual la defensa de ese racionalismo a ultranza, de esa explicación del hecho científico como fundamento, mataría la imaginación y arrastraría a la Humanidad desde el inconsciente colectivo hacia su propia destrucción, tan poderosa era el arma de los invasores. Bradbury, con su cf disidente, con su frivolidad acientifista, nos salvaba del apocalipsis.
Se dan cuenta, ¿verdad? El relato estaba en contra de todas mis creencias, de mi propio concepto del género. Yo amo la ciencia, sufro más que tolero la fantasía, y para colmo, mis autores preferidos de entonces eran Arthur C. Clarke, Isaac Asimov y A. E. Van Vogt. Y sin embargo, ahí estaba Bradbury y su hazaña. Ray, el escritor contracorriente, el autor de aquellos cuentos de naves imposibles y planetas ilusorios cuyas imágenes volvían a brotar en mi cabeza a cada llegada del verano. No soy escritor, así que ignoro si se puede crear ficción contra las propias convicciones. Supongo que si eres de los buenos, sí. Yo no quise intentarlo.
La idea nunca se me fue de la cabeza, pero pasados muchos años surgió un buen motivo para alegrarme de no haberle dado cuerpo. Rodrigo Fresán publicó El fondo del cielo, un roman à clef que jugaba con mis "personajes", pero lo hacía con una destreza que yo jamás podría haber logrado. La idea era parecida, utilizar a los escritores de la Edad de Oro para crear una historia alternativa. La historia contaba incluso con un villano muy cercano al mío. Fresán les cambió el nombre a todos y elaboró una historia de amor maravillosa, con extraterrestre y fin del mundo incluidos. También contenía su propia carga ideológica. A su lado, mi cuento de primerizo hubiera sido motivo de escarnio público, pues la obra de Fresán lo tenía todo. Todo, excepto a Ray. Yo, al menos, no logré localizarlo entres sus páginas.
Cuento esta pequeña anécdota con la intención de remarcar un aspecto determinado de entre los muchos reseñables en la obra de Ray Bradbury, un escritor sin duda adelantado a su tiempo. Porque no sólo nos deja sus maravillosas narraciones, nos deja también una manera de entender el género que, sometida durante media centuria por la tendencia canónica, ha resurgido en este siglo XXI para dignificarlo, para otorgarle el reconocimiento exterior que siempre buscó. Bradbury, que entendió la ciencia ficción como medio para explorar la realidad desde la memoria, que prefirio la reivindicación nostálgica al relato tecnificado y explicativo, nos deja el mismo día que le es concedido el premio Príncipe de Asturias de las letras a Philip Roth, el autor, entre otras excelencias, de La conjura contra América, un libro de cf sin ninguna ambición científica.
Repasen todas esas magníficas obras que durante estos últimos años, desde la gran literatura, han puesto a la cf donde debía estar, y fíjense en qué tienen en común. Todas usan el elemento diferencial del género (clones, ucronía, apocalipsis) como excusa, para configurar un escenario. En ninguna se entra en ella, sólo es una herramienta que permite a los autores exponer aquellos temas en los que pretendían profundizar. Son novelas que por ello, a pesar de su indudable calidad literaria, han sido calificadas como "mala ciencia ficción". Mala ciencia ficción... ¿Lo es Crónicas marcianas, con su Marte imposible, su ingenuidad tecnológica y su irrelevancia científica? ¿Es mala ciencia ficción una de las dos o tres mejores obras de su centenaria historia? Algún día nos tendremos que sentar todos los aficionados y decidir de una vez qué entra y que no en este sacrosanto género. Si la nueva definición deja fuera obras maestras de la literatura como las creadas por Ray Bradbury, no cuenten conmigo.