Revista Cultura y Ocio
He vuelto a Barcelona, y hoy es un día de recados, una de esas jornadas en las que despacho diversos y pequeños -o no tan pequeños- asuntos que traigo pendientes de Inglaterra. Pienso que, mientras no resuelva estas cosas domésticas en Londres, no podré decir, con propiedad, que vivo allí. Estoy allí, sí, pero sigo flotando en una burbuja española, que va conmigo a todas partes, que soy yo, en realidad: voy al dentista en Sant Cugat, compro libros en Barcelona, me corto el pelo en Madrid. El día ha de culminar en la presentación del último poemario de Álex Chico, Habitación en W, que se hará por la tarde, con la ayuda de Jesús Aguado, en La Central del Raval. Tras algunas gestiones en Sant Cugat, llego a Barcelona en tren. Están acabando las obras en la Diagonal. El paseo se ha ampliado en beneficio de los viandantes. Antes era una aorta de tráfico: un río de coches -cuatro en cada sentido, más dos carriles laterales- que llenaba la avenida de estruendo, humo y ferocidad. El paseante apenas podía hacer otra cosa que abreviar el paso por la vía -o cruzarla, como quien se lanza, temerario, a vadear el Amazonas, para abandonarla cuanto antes-, si no quería que el ruido y los tubos de escape lo desquiciaran. Tampoco era una calle cómoda para los vehículos: la circulación era lenta y agresiva: en las rotondas de las plazas, en cualquier cruce, aquella sangre de la ciudad que era el tráfico se espesaba hasta el coágulo, y docenas de cláxones enfurecidos se sumaban al rugir devastador de los motores. Solo por la noche, muy tarde, cuando ya no quedaban oficinas de las que salir, ni tiendas que cerrar, ni apenas coches, salvo los de los noctívagos y los despistados, se podía deambular por las exiguas aceras diagonales. La calma oscura de la noche y el aire súbitamente aclarado reconfortaban al paseante, como si una llovizna inesperada remojara un yermo pertinaz. Obreros con casco y chalecos reflectantes están dando los últimos martillazos a las losetas de las aceras, que han devorado a los infaustos carriles laterales y acogen a los peatones con una hospitalidad desconocida. Antes de entrar en el banco al que me dirijo -cerca de la plaza de Francesc Macià, antes de Calvo Sotelo, que es como se llamará siempre en mi memoria, aunque no sienta ninguna simpatía por Calvo Sotelo-, decido hacer una pausa en El Fornet, un local de la cadena homónima. (He visto uno, a poca distancia, de Le Pain Quotidien, la franquicia que también se ha establecido en Londres, y en la que Ángeles y yo solemos merendar, pero desisto de repetir lo que ya hago allí). El Fornet es una cafetería de cartón piedra, de esas que imitan -en las presuntas maderas del mobiliario, en la iluminación dorada e indirecta, en las láminas que cuelgan de las paredes, con anuncios y paisajes de principios del siglo pasado- los antiguos cafés, pero que se quedan en un remedo de escayola: los muebles son de la marca blanca de Ikea y cuadritos muy parecidos a estos los venden a dos euros en los chinos; por si fuera poco, uno se ha de llevar lo que ha pedido en una bandeja de plástico a la mesa. Sin embargo, el servicio me sorprende por su amabilidad: la camarera me pregunta cómo me gusta el azúcar: blanco, moreno, sacarina..., y luego cómo prefiero la leche, con crema o sin crema. Mientras me tomo el café con leche con azúcar moreno y crema, ojeo el periódico. Esa es otra de las virtudes de El Fornet: dispone de diarios para los clientes, una tradición que, por desgracia, casi ha desaparecido en los bares españoles. Leo un titular que habla de Todos han muerto, y me ilusiona -y también me sorprende- que la prensa se refiera al magnífico poemario del venezolano José Barroeta. Pero en la entradilla toda ilusión y toda sorpresa se disipan: no es un libro, sino una película, cuyo título coincide con la obra de Barroeta por pura casualidad. (Recuerdo que en Caracas un joven, asistente a una de mis lecturas, me regaló un ejemplar de la primera edición de Todos han muerto; lo hizo, incluso, habiendo marcado en las páginas, con pequeñas tiras adhesivas, los poemas que le parecían mejores. Fue el gesto de quien ofrenda un secreto y, a la vez, celebra una pasión común; de quien revela algo muy íntimo y, al mismo tiempo, quiere que esa intimidad sea compartida. Me emocionó aquella generosidad y, sobre todo, aquella fe desnuda, primigenia, en la poesía). Realizadas todas las gestiones y despachado un generoso almuerzo en casa de mi madre (mi muerte empezará cuando no pueda ir a comer a casa de mi madre), me entretengo hojeando libros, primero en una librería de viejo de la calle Elisabets y luego en la propia Central. He llegado con mucha antelación y puedo disfrutar de ese rato maravilloso de merodeo y caza. He dicho "librería de viejo", pero me quedo corto: es también una tienda de discos y vídeos viejos: el negocio es múltiple, aunque siempre polvoriento. He comprobado que, aunque la sección dedicada a los libros no es muy grande, siempre se encuentra algún título interesante. Esta vez doy con una edición de Austral -la tercera, de 1961- de Los muertos y las muertas, de Ramón Gómez de la Serna, en la que el inenarrable Ramón demuestra, una vez más, su facundia acumulativa y gregueresca. No obstante, entre la faramalla más o menos diarreica, abundan perlas líricas como esta: "De toda mi reflexión frente a los epitafios y los cementerios", escribe el madrileño, "solo me queda esta presunción del morir, esta altivez perdida, este no ir a estar porque no estuve nunca -se cerró la herida del nunca-, este congraciarse con la noche en una noche definitiva, este estar debajo de un banco público de piedra y que nada trasluzca que se está debajo". Compro el libro que, pese a su amarillez, aún no se ha desencuadernado completamente, por tres euros. En La Central, me hago con una traducción al catalán -la primera a este idioma- de los poemas priapeos -un clásico de la literatura erótica, del s. I d. C.-, del que se pueden alabar muchas cosas, excepto la sutileza: "Tú, para no ver mi célebre virilidad, te vas de aquí, como conviene a una chica decente: qué extraño, a menos que tengas miedo de ver lo que deseas tener dentro de ti" (traduzco del catalán que ha traducido del latín). También compro Días con Walt Whitman, del inglés Edward Carpenter: no es que hierva todavía mi pasión whitmaniana, sino que los proyectos con los que uno ha convivido mucho tiempo perduran en los hábitos y la conciencia también durante mucho tiempo: generan ondas expansivas que lo mantienen atrapado a uno. Por fin, otro título en catalán, aunque de un autor francés, Yves Bonnefoy: Allò que va alarmar Paul Celan, "lo que alarmó a Paul Celan": he de participar en un congreso sobre el autor de Amapola y memoria, y me interesa actualizar mis lecturas sobre él. No obstante, el texto de Bonnefoy -muy breve: lo liquido mientras me tomo otro café poco antes de que empiece la presentación; debe de ser una conferencia o artículo, ahora reencarnado en libro- me decepciona, aunque tenga alguna intuición meritoria. Pienso que libritos así se publican por el empaque de los nombres involucrados, Celan y Bonnefoy, pero no necesariamente por el valor de su contenido. Y que la literatura española actual -como cualquier otra literatura, supongo- está llena de piezas de mucho mayor calado y riqueza intelectual que, sin embargo, sufren un verdadero calvario para ver la luz, si es que llegan a hacerlo y no permanecen, como sucede en muchos casos, en las tinieblas de lo inédito. La presentación no dura mucho. Empieza con retraso, porque Álex llega casi media hora después de lo previsto. Se conoce que ha sido reclamado por sus muchas admiradoras a la entrada de la librería y ha estado de palique con ellas. No se lo tenemos en cuenta. Jesús arranca su intervención con una anécdota en la India: un mono, de los que circulan libremente por las calles, le arrancó de las manos el ejemplar de Habitación en W que estaba leyendo en Benarés. Y no solo eso, sino que, en lugar de devolvérselo a cambio de una manzana, se lo entregó a sus crías, para que ellas también se divirtieran con él. Pero estas aún hicieron más que arrancarle las páginas: se las comieron. No deja de ser una hermosa metáfora: la poesía como alimento; la poesía, freudianamente, como ingestión, que alimenta tanto al cuerpo como al espíritu (aunque el comportamiento de los macacos me recuerda al de algunos críticos). Álex, que, además de buenos poemas, siempre regala observaciones inteligentes, confiesa que el libro le produce una sensación agridulce: está satisfecho de él, pero hasta cierto punto documenta un fracaso, la incapacidad para decir exactamente lo que se proponía decir. Pienso yo entonces en Flaubert, que es sus cartas exclamaba, resignadamente, algo así como: "¡Ah, si la gente supiera lo que yo tenía en la cabeza cuando me puse a escribir este libro!"; y ese libro era Madame Bovary. Y también en António Ramos Rosa, el gran poeta portugués, al que muchos acusaban de escribir demasiado. Él les respondió: "Cada uno de esos libros es solo un intento por escribir el libro que me gustaría escribir, y que aún no he conseguido". El acto no dura mucho: tras la presentación de Jesús y la lectura de Álex, charlamos un rato. Ahí están José Ángel Cilleruelo y Marisol, su mujer, Sergio Gaspar y la suya, María, Agustín Calvo Galán y José Antonio, Juan Vico, Jordi Gol, Pedro Cano, Rafael Mammos y un Sebastián Candado, médico jubilado e inveterado amante de la poesía (con el que mantuve años mantuve una furibunda y no obstante agradable polémica sobre Gil de Biedma: él opinaba que era un gran poeta; yo discrepaba enérgicamente de ese parecer), que hoy, con una poblada cabellera cana y un gran fular rojo al cuello, parece un director de orquesta austrohúngaro.