Caracas. 8:12 am. El tiempo amenazaba desde temprano con estar malhumorado. Una mezcla de nubes grises, con calor y una brisa rara; pero aún así nos montamos en el carro y, sin prisa alguna, manejaríamos hasta donde nos llevara el día.
Salir de Caracas, sin tráfico, es una Bendición. La lluvia venía de tanto en tanto, pero daba una tregua para las fotos, para mostrar los paisajes más verdes que he visto en mucho tiempo, para refugiarse en un chocolate caliente y seguir el camino.
La ruta improvisada nos llevó desde Caracas hasta San Juan de los Morros (estado Guárico); pasando antes por El Junquito (estado Vargas), La Colonia Tovar y La Victoria (estado Aragua). Curvas, subidas, bajadas, frío, calor. Una suerte de calma en una carretera que se iba abriendo a nuestro paso para ponernos el paisaje en primera fila. Hay que manejar con cuidado.
No voy a mentir. Subir hasta El Junquito -a poco más de 20 km de Caracas- no es un paseo bonito. Son curvas angostas y desordenadas en mal estado que, por las lluvias, van mostrando derrumbes a su paso. Comercios abarrotados y variados de ambos lados del camino. Nos gustaría un paisaje más amable, pero eso va a llevar tiempo. La garantía está en que, mientras más arriba se llegue, la ruta va tomando otra forma y otro color.
Sin embargo, no deja de ser muy visitado. Una vez en El Junquito, abundan los paseos a caballo, las fresas con crema o sin ella, los duraznos y esa mezcla de cochino frito con cachapas que atrapan a más de uno. Provoca, eso sí, detenerse donde mejor parezca a comprar frutas y vegetales que siempre están frescos y coloridos. Eso hicimos para seguir hasta La Colonia Tovar que está apenas a 42 km de mi ciudad, Caracas, y que, como me gusta decirle, es un pedacito de Alemania en Venezuela al que siempre vale la pena visitar. Es apartarse de todo por un rato.
La lluvia nos regaña por un rato y la neblina cubre todo el camino para recordarnos la dicha de tener tanto frío, cerquita de Caracas. Una vez en La Colonia Tovar el sol sale de repente; sus calles están llena de gente que entra a comprar velas de todos los olores, que se llevan una muñeca de trapo, que se abrigan y toman chocolate, que compran artesanía, cerámica y se toman fotos. Nos detenemos a comprar fresas, a respirar profundo, a caminar dos calles y encontrar las fresas más baratas, a tomar unas fotos y seguir luego todos los avisos que nos llevarían hasta La Victoria, muchas curvas más arriba.
Llueve de nuevo y nos parece gracioso, porque lo hace justamente mientras vamos dentro del carro, sorteando las curvas. La neblina una vez más hace de las suyas y hay que ir con cautela. De golpe, el cielo se despeja por breves veinte minutos. Estamos en Placivel, vía La Victoria, ese sitio mágico desde donde se hacen vuelos en parapente (pronto volaré desde ahí con Base de Nube) y desde el que esperaban -impacientes- unas mejores condiciones del clima para poder emprender la aventura. Aquí el paisaje es insólito, abierto, verde, lleno de montañas y sólo provoca quedarse ahí, quien sabe por cuánto tiempo, dejando que la vista se vaya lejos.
Son ya la 1:10 pm.
Seguimos, camino abajo, hacia La Victoria. La lluvia no nos deja detenernos y vamos viendo todo desde la ventana. Atravesamos La Victoria, llegamos a San Mateo -lamentando no poder verlo con calma- seguimos hasta La Encrucijada, pasamos por La Villa y la lluvia se detiene por unos minutos cuando estamos entrando a San Juan de los Morros, puerta de entrada a los llanos venezolanos. El calor aquí es una locura. Vemos Los Morros -unas formaciones geológicas de hace 80 millones de años- desde lejos, y como la ciudad se apura en correr hacia un techo seguro, porque las nubes negras dan aviso de lluvia sin descanso. Nos da tiempo de pasar rápido por el Momumento a San Juan Bautista, una escultura de 19 metros que se levanta al ladito de la Plaza Bolívar, puesta allí desde 1935 y que llama la atención desde cualquier lado que se vea. Hacemos nota mental: a San Juan de los Morros hay que volver, con calma.
Son las 4:23 pm, hora precisa para montarse en la autopista y buscar el camino a casa, a Caracas, a la que encontraríamos tres horas más allá con su calor de agosto y su lluvia a final del día. Al bajarnos del carro, nos estiramos con la satisfacción de haber pasado un día distinto, en el que la lluvia ni siquiera importó. Si se preguntan cómo alejarse de la rutina, tomen el carro y armen una ruta, así sea de un día.
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