9:30 de la mañana y otra vez llego tarde. Bueno, si no hay mucho atasco, si encuentro parking rápido, si me pillan todos los semáforos de La Castellana en verde, tengo una mínima posibilidad de no volver a llegar tarde. Me juro a mí misma que la próxima vez saldré con más tiempo.
En cada semáforo, mientras de fondo escucho una tertulia política absurda, me fijo en la gente que cruza la calle, en los otros conductores, en los edificios. Hubo un tiempo en que la parte norte de la Castellana era mi hábitat, cada día pasaba cuatro veces por esa zona. De tanto pasar dejé de verla, de fijarme. Ahora, esta zona, y de hecho todo Madrid en día laborable, me resulta tan ajeno, tan extraño, que lo miro todo como si fuera guiri.
Toda mi vida he vivido en Madrid pero llevo 16 años levantándome y yendo a trabajar a 100 km de aquí. Hasta este año era rarísimo que estuviera un día laborable en Madrid y por eso, ahora, los días que tengo reuniones, veo la ciudad desde un punto de vista nuevo. Todo esto lo pienso al salir del parking en Colón. Salgo a la calle y veo la bandera gigante, los coches, la escultura de Botero, ¿una rana gigante? ¿Cuándo han puesto esta rana? ¿Es nueva? ¿Lleva mucho tiempo?
Cruzo la calle. Génova, la Castellana entera y voy al hotel dónde he quedado para una reunión. Miro a la gente con la que me cruzo. Gente que corre, que no mira la calle por dónde va, que no me ve. Van pendientes de su teléfono o hablando con los cascos puestos. Ellos, muchos con mochilas. Ellas con un confusionismo estilístico propio del día. En 50 metros de acera me cruzo con dos chicas en sandalias, dos con cazadora de cuero, otra con botas y una con paraguas.
La reunión es con un desconocido que no he visto nunca pero que de manera inexplicable me reconoce en 10 segundos. Lleva mochila. Pido un café con leche y cuando me lo traen es tan espeso que casi tengo que cortarlo con cuchillo. Mi interlocutor devora las galletitas de acompañamiento.
Al salir de la reunión, descubro que tengo un rato libre antes del siguiente compromiso. Decido dar una vuelta, paso por debajo de la rana, me cruzo con unos cuantos niños uniformados de rojo que deben ser de algún tipo de excursión escolar y con gente tan elegantemente vestida que me sorprende. Realmente, en Madrid la gente se arregla para ir a trabajar.
Me doy cuenta de que estoy caminando como si fuera turista, como si no estuviera trabajando, como si todo fuera nuevo, como si no viviera aquí. Me llama la atención la gente desayunando en las terrazas, gente que ha salido del curro para tomarse algo a media mañana, gente que corre de un lado a otro, sin fijarse en nada, sin verme. Gente que para taxis, que se baja de autobuses, que se mete en el metro. Muchísima gente en bici.
En el paseo de Recoletos está la Feria del Libro Antiguo. Demasiada tentación. Comienzo a pasear y me doy cuenta de que todos los clientes que andan, como yo, curioseando los lomos, subiéndose y bajándose las gafas, consultando listas y preguntando precios, son hombres. Hombres mayores, de más de 65 años, con el pelo blanco, chaquetas de puntos abrochadas y que, por cómo caminan, tienen toda la mañana para pasarla aquí. Muchos van solos, pero otros van en grupo.
—Te digo que eso se llamaba Economía de la empresa en la carrera.—Pero, ¿cuándo? ¿Cuando estudiábamos nosotros?—No, cuando dábamos clase. Cuando estudiábamos, ¿qué empresa había?
A tres casetas de llegar al final... decido que ya está bien. Llevo un botín de 7 libros. Por un momento pienso en hacer cálculos de cuánto me he gastado en este inesperado paseo matutino... pero mando un mensaje de "aborten la misión" a mi cerebro y en su lugar cuelgo el cartel mental de "todos me han costado 6 euros". El tocho de Martín Caparrós que me ha costado 12 me sonríe desde el fondo de la bolsa. Decido ignorarlo.
De vuelta en el coche de camino a otra reunión me doy cuenta de que voy cantando y bailando. Me veo en el retrovisor y descubro al conductor del BMW de al lado descojonándose de mí. No estoy acostumbrada a tener coches cerca, normalmente voy por la autopista yo sola y nadie me ve cantar y hacer el memo en el coche.
¿El desconocido del BMW pensará que tengo pinta de loca? Quizás debería hacerme unas gafas de sol nuevas. Unas que me den un aspecto más "amable". Me encantan las mías, pero Juan dice que me dan aspecto agresivo, que con ellas tengo pinta de bajarme de un coche de policía americano con una fusta.
Sonrío. El desconocido sonríe. El semáforo se pone en verde y nos perdemos. Él al sitio dónde van los desconocidos con los que te cruzas y yo camino de otra reunión. Me alegro de no llevar calcetines.
Madrid está bonito, claro, nítido, casi a estrenar.
Madrid me sienta mal, no congeniamos... pero hay días, algunos, como ayer, en los que nos encontramos, pasamos el día juntas y nos llevamos bien.