No es fácil clasificar este libro, Las palabras y la cosa de Jean-Claude Carrière, y menos la adaptación que ha realizado sobre él Ricard Borras, actor de ya extensa trayectoria.
Aparentemente, se trata de una novela epistolar; sin embargo, su acción es mínima. Parte de un hecho concreto y real, que explica el propio Borràs en el prólogo: "Carrière coincidió con una vieja amiga actriz que, para subsistir en Nueva York, se veía obligada a trabajar como dobladora de películas porno. Lo peor de su trabajo, decía, no era hiperventilar a causa de los continuos y prolongados gemidos, jadeos y respiraciones entrecortadas. Lo peor era tener que repetir una y otra vez, hasta la saciedad, las mismas palabras ordinarias y las mismas groserías. Era como sumergirse a diario en una especie de mantra infernal." (p. 18)
El libro se desarrolla a lo largo de siete cartas en las que el narrador, un hombre maduro, tan cultivado como experto, comenta a la actriz los nombres alternativos existentes a las distintas partes de la anatomía humana (masculina y femenina), orientaciones para ampliar el léxico referido a los distintos actos amorosos, así como referencias a la tradición literaria.
Aquí es donde ha tenido el mayor trabajo el traductor que es, sobre todo, adaptador: encontrar equivalencia en castellano a los giros y expresiones franceses que no tienen el mismo significado en nuestra lengua. Para ello, ha suplido las alusiones y citas a la literatura dieciochesca francesa que utiliza Carière en el original, por expresiones españolas y citas de la literatura del Siglo de Oro o de la literatura sicalíptica del XIX, como el Don Juan Notorio, auténtico compendio de marranadas una tras otra.
Este era, precisamente, el reto al que Borràs debía enfrentarse, partiendo de la opinión negativa del autor. Así lo explica Carrière en el prólogo, quien conocía bien España y su tradición cultural a raíz de su estrecha colaboración con Luis Buñuel: "Al haber trabajado mucho tiempo en España yo sabía que en este país los textos eróticos son muy escasos, que la Inquisición persiguió severamente, y esto hasta el siglo XX, cualquier intento de escritura, y aún más de publicación, de este género."
Pero, como reconoce el propio autor francés, estaba muy equivocado. No es para menos: el acervo lingüístico que logra desplegar Ricard Borràs en una materia tan repetitiva como cerrada es tan sorprendente como rica, amena y variada.
El divertimento -pues este es, en realidad, el espacio que ocupa la obra- va del rigor filológico a la más pura creatividad lingüística, bordeando el eufemismo y la metáfora más procaz. Pondré un solo ejemplo.
"Utilizamos la palabra coño, que viene del latín cunae | cunarum y significa 'cuna' [...]. Además del coño, el conejo, el chumino y el higo son palabras más comunes. También utilizamos la patata, la vaina, y en general todos los nombres de frutas, como el albaricoque o la mora, a partir de cierta edad. Añadiremos la almeja, la chirla, la churra, la crica, la adarga, el tesorito, la eterna cicatriz, el mérito florido de Quevedo, o la gruta del papa, en referencia a las grutas vaticanas donde entierran a los pontífices."
La cita muestra el nivel de la obra: desde la etimología latina de la palabra, a las expresiones más procaces (no en vano el autor habla de "verdusquerías" en su prólogo), pasando por una cita de Quevedo. Y quizá sea esto lo más interesante o, al menos, donde Borràs ha centrado gran parte de su trabajo: la investigación lexicográfica y de diferentes motivos de este nivel en la literatura clásica que rondan alrededor del tema sexual sin el menor recato.
Juega con los malentendidos, o la interpretación literal fuera del contexto, como la cita de Fuenteovejuna, en la que Laurencia, la protagonista, confiesa:
"Soy, aunque polla, muy dura"
Se olvida Borràs de citar el final de la jornada primera, que también da mucho juego en este sentido. El Comendador, ya sabemos, el malvado de la comedia, ha estado acosando (más que seduciendo) a Laurencia. Esta lo rechaza frontalmente, pues sabe que el objetivo del Comendador no es otro que deshonrarla -por decirlo de forma elegante. Cuando está a punto de forzarla, aparece Frondoso, aldeano como muestra su nombre, y enamorado de la muchacha. Para defenderla, toma la ballesta y amenaza al Comendador, es decir, a su señor natural. Este, al ver como pintan las cosas, huye de escena, gritando:
"¡Vive el Cielo, que me corro!"
Hay un fragmento de El Lazarillo que causa la misma sensación debido al equívoco entre el significado antiguo de las palabras y el que tienen ahora, por cambio semántico producido en la evolución lingüística. Además, al sacarlas de su contexto, las palabras adquieren un sentido que no tenían en el original. Cuando empieza a leerse este fragmento las aulas de secundaria suelen llenarse de risitas solapadas y nerviosas:
"Yo, como estaba hecho al vino, moría por él, y viendo que aquel remedio de la paja no me aprovechaba ni valía..."
Pero no se trata solo de jugar con posibles sentidos de las palabras. La tradición literaria cuenta con buenos ejemplos de verdusquerías más o menos veladas, ya desde la Edad Media. Borràs cita algún fragmento de El libro de Buen Amor, como no podía ser de otro modo. Pero no acude, quizá porque no lo ha necesitado, a la poesía cancioneril del siglo XV. Ya demostró Keith Whinnom que buena parte de las poesías cortesanas, escritas a la manera de los trovadores provenzales, tenían, en realidad, un oculto significado erótico, crípticas alusiones sexuales cuyo verdadero sentido se ha perdido con el paso del tiempo. La identificación del tormento amoroso y la muerte final del poeta con los efectos del orgasmo era habitual, y reaparecerá, como veremos, en los siglos siguientes.
Sin este carácter críptico, las alusiones sexuales campean por sus fueros en una obra de realismo tan crudo como es La Celestina. Como bien se sabe, parte de su trama se desarrolla en el bajo mundo lupanar y entre criados, dados a los máximos excesos. Es muy revelador el diálogo que sostienen Celestina, antigua prostituta, y Pármeno, un criado hijo de Claudina, compañera de la alcahueta, pues muestra que las costumbres, a pesar del paso del tiempo, no han cambiado tanto. Pármeno es un criado joven, e inexperto en todos los sentidos. También en el sexual. Por eso la anciana, en el acto I, quiere saber cómo anda de deseos el joven muchacho, recién entrado en la adolescencia:
CELESTINA.- (...) Es forzoso el hombre ame a la mujer, y la mujer al hombre. (...) ¿Qué dirás a esto, Pármeno? (...) Llégate acá, putico, que no sabes nada del mundo ni de sus deleites. ¡Mas rabia mala me mate, si te llego a mí, aunque vieja! Que la voz tienes ronca, las barbas te apuntan. Mal sosegadilla debes tener la punta de la barriga.
PÁRMENO.- ¡Como cola de alacrán!
CELESTINA.- E aun peor, que la otra muerde sin hinchar y la tuya hincha por nueve meses.[1]
Las alusiones obscenas no se ponen solo en boca de los criados (búsquese, sino, la alusión que Sempronio hace a las relaciones entre la abuela de Calisto y un simio), sino que alcanzan también a los señores, a quienes, como nobles que son, están reservadas vidas y acciones más elevadas. Calisto se deja llevar por su furor, por su urgencia erótica. Así, por ejemplo, en el acto XIV, Calisto está insomne: las preocupaciones derivadas de los últimos acontecimientos no le permiten conciliar el sueño. Para conseguirlo, decide divagar, echar mano de la imaginación, que se centra en la imagen de la amada, en actitud amorosa, que únicamente puede conducir, mientras está en la cama, hacia el más creativo onanismo:
"Pero tú, dulce imaginación, tú que puedes, me acorre. Trae a mi fantasía la presencia angélica de aquella imagen luciente, vuelve a mis oídos el suave son de sus palabras, aquellos desvíos sin gana, aquel "apártate allá, señor, no llegues a mí", aquel "no seas descortés", que con sus encarnados labrios vía sonar, aquel "no quieras mi perdición", que de rato en rato proponía, aquellos amorosos abrazos entre palabra y palabra, aquel soltarme e prenderme, aquel huir y llegarse, aquellos azucarados besos..."
Y es que en Calisto la pasión erótica desmedida se describe con pleno realismo. Por eso, cuando está junto a su amada Melibea, esta se queja de que se le van las manos al muchacho:
MELIBEA.- Por mi vida, que aunque hable tu lengua cuanto quisiere, no obren las manos cuanto pueden.
La advertencia no surte efecto, y el joven sigue adelante en su intento, hasta que logra llevarla a la cama. Melibea, recatada, le pide a Lucrecia, su dama de compañía, que no ha intervenido en el diálogo, pero que está presente, que se aparte, y los deje solos, pues es un momento de intimidad. La respuesta de Calisto no tiene desperdicio:
MELIBEA.- Apártate allá, Lucrecia.
CALISTO.- ¿Por qué, mi señora? Bien me huelgo que estén semejantes testigos de mi gloria.
Las alusiones sexuales de la obra, tan explícitas, pasaron a sus continuadores, y a la Lozana andaluza, otra obra dialogada y que se desarrolla en el mundo de la prostitución, aunque esta vez situado en la Roma previa al saqueo de 1527, llevado a cabo por las tropas del emperador.
Donde el mundo pornográfico encontró una rápida difusión, que logró burlar las prohibiciones de la Inquisición, fue en la poesía, gracias, precisamente, a que no se publicaba, sino que tenía una transmisión manuscrita. Por eso los testimonios encontrados pertenecen siempre a manuscritos raros. Así es como se ha compilado una interesantísima antología de poesía pornográfica del Siglo de Oro, aunque su título sea otro más discreto: Poesía erótica del Siglo de Oro, compilada por tres grandes especialistas, no en erotismo, sino en poesía del Renacimiento y del Barroco: Pierre Alzieu, Robert Jammes e Yvan Lissorgues.
De los muchos poemas que contiene la antología, de desigual calidad, aunque todos interesantísimos por una razón u otra, y, sobre todo, divertidos, ingeniosos, reproduciré dos, uno dedicado a los atributos de mujer:
Entre delgada y gruesa es la figura
que ha de tener la dama si es hermosa;
y el medio de negrura y de blancura
es la color de todas más graciosa;
en medio de dureza y de blandura
la carne de la hembra es más sabrosa.
En fin ha de tener en todo el medio,
pues lo mejor de todo es lo del medio.
Otro al rábano:
Y entraste, mas las hojas quedan fuera.
Pues, ¿qué han hecho las hojas a mi papo,
que no han de entrar, si es él el que lo pierde?
Las hojas entren, y ojalá viniera
el ramal de fray Lucas, de solapo
y diérase mi coño un gentil verde.
Si la mayoría de los poemas de la antología son anónimos, y poseen más ingenio que calidad literaria, no es este el caso de una serie de poemas que describen sueños eróticos, así como el placer que siente el hombre en ellos, opuesto a la pesadumbre, la tristeza de que todo se desvanezca con el despertar. El iniciador, como en tantas otras cosas, fue Juan Boscán (1474-1542):
¡oh sueño, cuánto más leve y sabroso
me fueras si vinieras tan pesado
que asentaras en mí con más reposo!
Durmiendo, en fin, fui bienaventurado,
y es justo en la mentira ser dichoso
quien siempre en la verdad fue desdichado.
Le tomó el testigo Juan Téllez de Girón, marqués de Peñafiel y segundo duque de Osuna (1559-1600), quien se lamenta, como todos, de haber despertado:
Diome el Amor soñando este contento
para que despertando me advirtiese
que es dios, y puede darme lo imposible;
o para que por mí y en este cuento
cualquier hombre discreto conociese
que Amor, si no es soñando, es insufrible.
A este soneto le responde el licenciado Cristóbal Mosquera de Figueroa (1547-1610), quien retoma el motivo del siglo XV en el que tormento y muerte se identifican con los efectos del orgasmo:
En esta vanidad Amor te ofrece
su gloria, y dellas gozas, joven,
cuando representas la imagen de la muerte.
Él con divinos dones te engrandece,
pues durmiendo te da lo que velando
a los demás negó su dura suerte.
La joya de la serie, auténtica obra maestra, es la que escribió Quevedo (1580-1645), y que copio para que se pueda apreciar el talento creativo de don Francisco:
¡Ay, Floralba! Soñé que te... ¿Direlo?
Sí, pues que sueño fue: que te gozaba.
¿Y quién, sino un amante que soñaba,
juntara tanto infierno a tanto cielo?
Mis llamas con tu nieve y con tu yelo,
cual suele opuestas flechas de su aljaba,
mezclaba Amor, y honesto las mezclaba,
como mi adoración en su desvelo.
Y dije: "Quiera Amor, quiera mi suerte,
que nunca duerma yo, si estoy despierto,
y que si duermo, que jamás despierte".
Mas desperté del dulce desconcierto;
y vi que estuve vivo con la muerte,
y vi que con la vida estaba muerto.
Ya para acabar, copiaré aquí un soneto que escribió Francisco de Aldana sobre los efectos del orgasmo en los amantes. Le tengo especial admiración. Los cuartetos se centran en lo puramente físico, los efectos externos del acto sexual:
"¿Cuál es la causa, mi Damón, que estando
en la lucha de amor juntos trabados
con lenguas, brazos, pies y encadenados
cual vid que entre el jazmín se va enredando
y que el vital aliento ambos tomando
en nuestros labios, de chupar cansados,
en medio a tanto bien somos forzados
llorar y suspirar de cuando en cuando?"
Aldana sabe trascender los puramente físico para, desde la corriente idealista neoplatónica, llevar al lector a un nivel mucho más elevado y profundo: la fusión de las almas, por encima de la barrera de los cuerpos.
"Amor, mi Filis bella, que allá dentro
nuestras almas juntó, quiere en su fragua
los cuerpos ajuntar también tan fuerte
"que no pudiendo, como esponja el agua,
pasar del alma al dulce amado centro,
llora el velo mortal su avara suerte".
A la vista de este somero repaso, queda claro que Carrière no tenía razón al creer imposible el traslado a la literatura española del léxico, las alusiones y las citas tanto pornográficas, como eróticas y galantes del original francés. A pesar de la innegable presión de la Inquisición, se desarrolló una literatura que, cuando menos, era subida de tono. Lo que ocurre es que en muchos casos, su transmisión no era impresa, sino manuscrita, y su difusión muchísimo más limitada. Además, resulta muy difícil al poder represivo controlar la intimidad de los súbditos y ciudadanos. Como muestra, léase con fruición el epílogo que ha escrito para la ocasión Alberto Blecua, quien aporta (no podía ser de otro modo, tratándose de él), el testimonio de un rarísimo manuscrito, La mano de amor, de Diego de Valera, contemporáneo de La Celestina, que contiene una serie de narraciones pornográficas, bajo el título al estilo de Boccaccio,
A todo ello hay que añadir que Ricard Borràs, no contento con el esfuerzo realizado en su investigación lexicográfica, ya había realizado el mismo trabajo con la literatura catalana. Si con la versión castellana ha contado con la ayuda de Blecua, con la catalana se ha servido de la guía de Anton Espadaler, uno de los grandes medievalistas que posee esta literatura, y que no ha dudado en poner su erudito conocimiento en favor de tan loable causa. Es lo que ocurre cuando se tiene el privilegio de poseer dos lenguas: se acrecienta el bagaje cultural.
Hay que ir a ver, para disfrutar, la puesta en escena de la versión teatral del libro, realizada por el mismo Ricard Borràs, quien sale a escena junto a la joven actriz Elena Barbero. Ya habían estrenado la versión catalana en el Grec, festival de teatro de verano de Barcelona en 2015. También pudo verse, primero en Jaca, el 23 de julio de 2016 , con la asistencia de A. Blecua y del autor, Jean- Claude Carrière, y en otoño del mismo año en Madrid, en los Teatros del Canal. Aprovechando aquel estreno, durante el mes de noviembre se realizó la presentación de la obra en Madrid, en un espacio tan recomendable para una obra de investigación literaria y lexicográfica como es la Biblioteca Nacional
[1] Cito ahora y en los siguientes casos por mi edición de La Celestina.