Los versos de Gregorio Muelas Bermúdez nos sumen en paradigmas oníricos que el autor ha trabajado severamente desde la música, revelando que la palabra es sanación
Por: Manuel García
De nuevo, como sucede en esos momentos de soledad en los que el lector se refugia en los textos para buscar maneras de conocer la realidad más allá de un discurso ordinario, sobrecoge la transgresión que el lenguaje, con su versatilidad, es capaz de lograr. Lo que se revela es un conocimiento simbólico que, para G. Durand, por ejemplo, no está reñido con lo racional. En el caso de la poesía de Gregorio Muelas Bermúdez y su poemario Fragmento de eternidad, editado por Germanía, nos vemos abocados a esa tensión que señala Durand.
Por un lado, sus versos nos sumen en paradigmas oníricos, propios de ese lenguaje cifrado que el autor ha trabajado duramente desde disciplinas como la música:
“Nada
me hiere más que una mirada indolente,
que un silencio, que un adiós.
Pero sé que todo es final,
que todo se acaba,
que sólo existen los instantes
y que cada instante,
cíngulo del tiempo,
es un fragmento de eternidad” (pág. 15).
Por otro lado, asistimos a esa eclosión de sentimientos que se mueven entre la nostalgia, la evasión de este mundo o sombra del paraíso, siguiendo a Aleixandre, y una inquietante búsqueda de nuevos mundos en los que inspirarse para soportar la propia existencia:
“El ayer que parecía olvidado
retorna con cada nota apenada,
qué lenta y serena melancolía” (pág. 28).
Lo que me atrae de su lírica es esa heterodoxa expresión donde lo lingüístico y la música quedan a merced de la voluntad de un poeta que convierte la elegía en una visión puramente instintiva, como si una perpetua nostalgia se apoderara de su ser y su escritura fuese la acción de un espíritu que redunda en una visión del hombre en continua lucha consigo mismo. Un hombre que ha de deshacerse de los dioses y de las ataduras de las convenciones para aspirar a ser integrado en un adánico concepto de sí mismo, resuelto para prosperar en la dicha, aceptando sus limitaciones y confiando su felicidad a la palabra que explica el mundo y lo purifica:
“Después de Auschwitz
se escribe poesía
para decir con eco inextinguible
que la muerte no es la única salida” (pág. 42).
El orfismo conmueve en su forma de asumir la naturaleza y de recrear los espacios como pharmakon, como sanación. Asume Muelas la labor chamánica de la música y del verbo para producir un lenguaje rico en adjetivación, cercano a la estética de los novísimos, a unas metáforas que no renuncian al clasicismo y que declaran ese sentimiento de zozobra, de inconformismo, ante un mundo detenido en el hastío y en la destrucción de sus semejantes:
“Arcángel negro que haces del olvido
tu vil arma para tiranizar/ al hombre, que azorado y disciplente
clama a la eternidad enfebrecido
ante una torre erguida para izar
tu enseña con crespón, omnipotente”. (pág. 20).
Existe a lo largo del poemario una sensación de frustración ante la vida, de continua sensación de pérdida de instantes que jamás regresarán. Esa sensación se contempla con los ojos de una mortal existencia, porque es evidente que el ser humano no es consciente de su fragilidad, de la brevedad que comprende su propia vida; solamente la escritura, ese canto desconsolado que Muelas Bermúdez encona, procura que esa biografía sea asumida desde la intensidad, no como placer, sino como conciencia del existir, como amarga y al mismo tiempo dichosa percepción de la muerte. Un final que en su imprecisión, en su misterio, juzga si nuestra vida ha sido derrota o definitivamente un fragmento de eternidad:
“Nada, salvo el tiempo, me da miedo
y desde el desasosiego
de los días que se marchan sin remedio
quiero soñar con amor,
aunque mis manos se queden frías
y vacías
después de tanto esperar
a que la vida desentristezca
los ridículos recuerdos
que el corazón no supo olvidar”. (pág. 43).