Revista Cultura y Ocio

Un hereje del siglo XIX

Por Cayetano
Un hereje del siglo XIX Cayetano Antonio Ripoll, nacido en Solsona en 1778, maestro de escuela en Valencia, fue sentenciado por la Junta de Fe de la Diócesis de Valencia, considerado culpable de herejía y condenado a morir en la horca. No se atrevieron a condenarlo a la hoguera. El cadáver, por orden del Tribunal, fue metido en una cuba donde pintaron unas llamas y enterrado fuera del cementerio. Mientras, Europa despertaba y progresaba haciendo suyas las ideas de la Ilustración francesa.  Corría el año 1826. Era la época de Fernando VII, la “Década Ominosa”.  España no era entonces un país moderno, avanzado, donde se respetase la libertad de opinión y credo. Antes al contrario, era un país atrasado, con un sistema político, el absolutismo, donde las libertades eran inexistentes, porque tras derrotar a los franceses que invadieron España, todo lo relacionado con el liberalismo, con la existencia de constituciones escritas, quedaba automáticamente conculcado, prohibido, perseguido…  Lo curioso de todo esto es que Cayetano no podía ser sospechoso de “afrancesado”, porque precisamente había luchado contra el enemigo invasor en la guerra de la independencia. Fue oficial de infantería. Llegó a ser prisionero de ellos y pasó una temporada encarcelado en Francia.  Sí es cierto que en aquel país se relacionó con un grupo de cuáqueros y se hizo un seguidor del deísmo. La idea era encontrar la espiritualidad dentro de cada uno sin necesidad de intermediarios o sacerdotes, vividores a expensas de las creencias ajenas. Lógicamente toda esta manera peculiar de entender la religiosidad chocaba abiertamente con ese concepto rígido y oscurantista de la religión en nuestro país, donde el dogma era incuestionable y cualquier desviación del mismo era perseguido y condenado.  Un hereje del siglo XIX Parece que incomodó a muchos de sus vecinos, a quienes les molestaba sobremanera no verle frecuentar la iglesia, ni seguir los rituales litúrgicos a los que estaban todos acostumbrados. Nunca le vieron rezar, ni arrodillarse, ni participar en las procesiones, ni confesarse, ni comulgar. Parece que les molestaba que fuera por libre. Y le señalaron con el dedo.  Y así, poco a poco, fueron todos atando cabos. Y finalmente, por iniciativa de los curas de Valencia, presentaron un escrito en el obispado. Y del obispo al arzobispo. Y de la diócesis de Valencia al nuncio del Papa.  Y en el escrito figuraban las acusaciones.  Según estas, el “hereje” no creía en Jesucristo, ni en la Santísima Trinidad, ni en la Encarnación del Hijo de Dios, ni en el sacramento de la Eucaristía, ni en los Evangelios, ni en el papel rector e infalible de la Iglesia. Desaconsejaba a sus alumnos que hiciesen la señal de la cruz y les adoctrinaba en graves errores como que no era obligatoria la asistencia a misa para salvar sus almas. En el aula sustituía la expresión “Ave María” por “alabado sea Dios”. Además se le acusaba de comer carne el viernes santo.  Por todo ello, un buen día, estando impartiendo sus clases en esa especie de choza que llamaban escuela, vinieron a prenderle y le condujeron a prisión donde le tuvieron dos años. Antes de encarcelarle le pasearon atado de manos por la ciudad como un vulgar criminal para que los vecinos le insultasen y escupiesen.

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