La brocha del sol repintó sus rostros durante la espera. Hasta que la puerta se abrió y lo distinguieron entre la docena de figuras rechochas que salieron del templo. Él se paró un rato largo a hablar con unos y con otros, sonriendo, moviendo la cabeza en sentido afirmativo, los párpados entrecerrados protegiéndole los ojos de la luz multiplicada por las paredes blancas. Renqueaba. Encendió un cigarrillo y accedió a dar un paseo, pero les advirtió de que las rodillas gastadas no le permitirían llegar lejos. Cruzaron la vía del tren sin mirar. Luego continuaron en dirección al puerto. “Habíamos llorado tanto la primera vez —les dijo—. Fue tanta la decepción, tanta la rabia, que no nos quedaban lágrimas para lamentar una segunda derrota. Por eso sabíamos que ganaríamos”. Les contó que se escapó de la concentración con el utillero mientras los demás descansaban. Querían palpar el ambiente, sentir el esplendor del día en las calles engalanadas. El aire tenía un perfume inusual. “¿A qué huele?, le pregunté, y me miró como si hubiera dejado de reconocerme. ¡Huele a victoria, capullo!, protestó”. La segunda vez, les siguió contando, no pudo salir, así que se conformó con asomarse a la puerta del hotel. Apestaba. “Es la refinería, otra vez, me dijo el chico de las maletas. Era un tufo asqueroso, pueden creerme. Pero ganamos. Ganamos, y fue como volver a casa después de un viaje accidentado que se ha prolongado mucho más de lo previsto”. Les costó poco convencerlo para que participara en el documental. Por si acaso, aceptaron los folletos de la congregación evangélica que insistió en entregarles. Se despidieron en el muelle de los pescadores, donde las gaviotas se disputaban los últimos despojos. Él les pidió unas monedas. “Para un bocadillo”, aclaró.