









Después de la vergonzosa derrota del ejército español en el Rif (Marruecos) en 1921, donde cerca de diez mil militares perdieron la vida y menos de mil fueron hechos prisioneros, España se conmocionó durante casi cuatro años hasta que, junto con Francia, se decidió, firmemente, desembarcar un gran y preparado ejército conjunto en la costa norteafricana. Antes de eso, en 1923 -dos años y medio casi después del Desastre-, el gobierno español aceptó, por fin, pagar el rescate solicitado por los enemigos rifeños para entregar a los prisioneros españoles, entre los que se encontraban un general, oficiales, suboficiales y soldados. Pero, ¿quién negociaría con un enemigo tan imprevisible y odioso? Sólo había un hombre en toda España capaz de hacerlo, el bilbaíno don Horacio Echevarrieta Maruri (1870-1963).
Nieto de un carpintero venido a comerciante, e hijo de Cosme Echevarrieta, el cual continuó el negocio familiar ampliándolo y asociándose, además, con un burgués bilbaíno, Bernabé Larrínaga. Ambos fundaron Echevarrieta y Larrínaga, compañía dedicada a la minería y a los transportes marítimos. Cuando su padre Cosme fallece, decide Horacio ampliar aún más el negocio gracias a su talante innovador, propio de los hombres y magnates de finales del siglo XIX y principios del XX. Diversificó sus empresas hasta promocionar, por ejemplo, los transbordadores aéreos (gracias a un gran inventor español, Torres Quevedo) en las famosas Cataratas del Niágara (EEUU). También aprovechó el magnate bilbaíno la Primera Guerra Mundial para comerciar provechosamente, gracias a la neutralidad española, con ambos bandos contendientes.
Al acabar la guerra de 1914-1918, Alemania había quedado arruinada y totalmente castigada por los vencedores para no poder construir ningún tipo de armamento militar. Fue por lo que Echevarrieta, a través de su anterior amistad con un importante oficial alemán, Canaris, consiguió que éstos -los alemanes- pudiesen fabricar, clandestinamente, un prototipo de submarino con su propia tecnología, pero montado y realizado por los Astilleros de Echevarrieta en Cádiz (España). El submarino E1 fue de los mejores construídos entonces, en 1930, superando con mucho a cualquier otro del mundo. Gracias a la extraordinaria fama que supuso su noble y audaz gesto de intermediar en el rescate de los prisioneros de África en 1923, acabó manteniendo una estrecha y sincera amistad con el rey Alfonso XIII; él, todo un republicano, anticlerical, liberal y modernista. Sin embargo, jamás su ideología le etiquetó, le esclavizó ni le sectarizó. De este modo obtuvo la promesa, tanto del rey como del gobierno de Primo de Rivera, de adquirir los submarinos para la Armada española.
A finales de los años veinte consiguió, además, llevar a cabo dos épicas empresas nacionales, que aún continúan: construyó en 1927, en sus astilleros gaditanos, el buque escuela español Juan Sebastián Elcano, y en junio de ese mismo año constituyó la Compañía Aérea de Transportes, futura Iberia, con capital mayoritario, y en la cual también participó la alemana Lufthansa -fabricante de los primeros aviones- con una cuarta parte casi de las acciones de esta nueva compañía aérea española. Sus ideas republicanas, propias de una época en donde la razón y el sentido común se aliaban contra las injusticias muy enraizadas entonces, le llevaron a celebrar el triunfo en 1931 de la Segunda República. Sin embargo, su alegría emocional se tornó en desolación económica. Es curioso como los mismos que él ayudo a salir adelante -los socialistas republicanos- les defraudaron cuando don Horacio más los necesitó. La República se volvió anglófila y dejó de interesarse en los submarinos alemanes de Echevarrieta. Además, una explosión en Cádiz en 1947 que destruyó su Astillero gaditano, así como las expropiaciones de sus compañías mineras y de aviación -Iberia- por parte del gobierno del general Franco, terminaron por arruinar al magnate español, que ya no volvió a ser lo que fue, aunque acabó sus días, olvidado pero satisfecho, en su mansión bilbaína.
Contra el rurismo y la teocracia, decía don Horacio. Él siempre luchó por modernizar a España, desde su privilegiada posición no sintió pudor en defender propuestas claramente antiburguesas entonces. El antiguo palacio donde acabó sus días ha llegado, incluso, a padecer hasta un litigio judicial, y a punto estará de ser derribado. Al mismo tiempo, sus descendientes se vieron obligados a vender su apreciada colección artística, así como sus extraordinarios cuadros de pintura francesa. El panteón familiar en el cementerio de Getxo, Vizcaya, es casi lo único que recuerda el antiguo esplendor de Echevarrieta. No, no sólo lo único, también -surcando todos los mares-, en uno de los mástiles del buque Juan Sebastián Elcano luce, orgulloso, en una placa dorada, una leyenda imperecedera: Astilleros Echevarrieta y Larrínaga.
(Óleo del pintor francés, postimpresionista, Gauguin, Buenos días señor Gauguin, 1889, Galería Nacional de Praga, República Checa, obra de la colección de Horacio Echevarrieta, vendida por sus herederos; Fotografía del magnate español Horacio Echevarrieta, años veinte; Postal con la imagen del transbordador aéreo Torres Quevedo, principios de siglo XX; Imagen fotográfica en una playa norteafricana de Horacio Echevarrieta con el líder rifeño Abd el-Krim, 1923; Imagen fotográfica del Astillero de Cádiz en los años veinte, Echevarrieta y Larrínaga; Fotografía del avión Rohrbach Ro VIII Roland, primer avión utilizado por la Compañía Iberia, 1928; Fotografía de Horacio Echevarrieta con el rey Alfonso XIII, 1929; Imagen de Horacio Echevarrieta, años veinte; Imagen fotográfica de la botadura del buque-escuela español Juan Sebastián Elcano, Cádiz,1927; Fotografía actual del buque-escuela Juan Sebastián Elcano.)