Para no saber actuar ni hablar, como aseguró en su día el ejecutivo de la Metro Goldwyn Mayer que la descubrió, Ava Gardner protagonizó algunas de las cintas más deslumbrantes de la historia del cine, como “La condesa descalza”, “Las nieves del Kilimanjaro”, “55 días en Pekín” o “Mogambo”. Con todo, aquel hombre, que tan convencido estaba de sus aseveraciones, quedó rendido al descubrir un día el rostro de una chica sureña, aún adolescente, a través de una fotografía que colgaba de un escaparate. Corría el año 1940. No lo dudó y la fichó de inmediato. Tras unas fugaces apariciones preliminares en algunas películas de la época, el salto definitivo no le llegaría hasta rodar “Forajidos”, junto al siempre fornido Burt Lancaster.
Hubiera sido hasta cierto punto lógico que, tras el triunfo profesional, a ella le hubiera llegado el éxito sentimental, pero no es pretencioso deducir que a la Gardner los matrimonios le duraban menos que el dinero en una cuenta corriente. Se trató de una mujer, por tanto, que nunca alcanzó lo que en Psicología denominan los expertos el éxito más allá del éxito. Con el primero de sus maridos, Mickey Roonie, aquel eterno niño prodigio del celuloide, apenas duró un año. Con el segundo, el músico Artie Shaw, más o menos lo mismo. Y con la voz, Frank Sinatra, el tercero, aquello fue una tormenta que prolongó su agonía de 1951 a 1957.
Sería en un rodaje, el de “La condesa descalza”, cuando Ava Gardner se encandilaría por nuestro país. La cautivaron tres cosas: los toros, el flamenco y los españoles. A saber, y más en concreto, los encantos varoniles desplegados por sendos diestros en el estoque y en la cama: Luis Miguel Dominguín y Mario Cabré.
Una fatal neumonía le sorprendió en Londres un invierno de hace 20 años. Ella contaba con 67 y aún conservaba ese halo embriagador. La radio ya me alertaba muy de mañana que se conmemoraba tan triste efeméride. La de la muerte de la mujer que atesoraba el hoyuelo en la barbilla más apetecible con el que nunca hayamos podido soñar.