El reclamo del jueves de relatos en esta ocasión es una de esas palabras que me hacen a veces, avergonzarme de ser humana. Es un tema que me pone muy triste y me remueve.
Si a esto le unimos que muchas de las personas que leísteis el relato del jueves pasado me animásteis a continuarlo de nuevo, el domingo por la tarde (que es cuando me dedico a escribir estos relatos) puse mi imaginación a funcionar para tratar de aunar el reclamo “esclavitud” y cerrar ya un pongo la historia del catedrático y la limpiadora que cambian cuerpos.
A ver qué tal se me da.
¡Vamos al lío!
“ESCLAVITUD”
Flor María Quispe Huamán. Del quince de Enero de 1959. Nacida en Iquito, Perú. Viviendo en Madrid hacía veinte años.
Ese era mi nombre ahora. Flor María: ella firmaba en cada pie de página del cuaderno, ajado y de páginas algo deslomadas que tenía ahora entre mis manos.
Y en la última hoja había caído una lágrima. Del cuerpo de Flor María, pero del alma mía, que lo habitaba desde aquel extraño accidente en la facultad. ¡Menuda cosa rara, el accidente!
- - ¡Florita, chiquilla! - Me gritaba mi compañera de trabajo mientras apenas yo tenía tiempo de tomar conciencia de lo que andaba sucediendo – Vamos a la enfermería, que menudo calamonazo te has dado. ¡Mira, mira, pero si te saldrá un chichón y todo! A tus años…lucirás moratones como un niño travieso, ¡jajaja, la Virgen!
Genio y figura, Luisa: otra limpiadora de la facultad, a la que conocía desde hace años y que imponía más, por su carácter y su espíritu brioso, que el mismísimo rector. Sin darme apenas tiempo a balbucear, me llevó a la enfermería, me trajo el bolso con mis pertenencias y en menos que canta un gallo, estaba yo en la calle, liberado de mis funciones aquel día (las docentes y las limpiadoras, a un tiempo).
“Calle Gustavo Adolfo Bécquer, número 17, 2º A”: Iba yo recitando, como el niño del chiste que fue a por tomates y trajo perejil. Mi compañera me había “recordado” mi dirección. No le extrañó mi despiste, dado el tremendo golpe sufrido.
Allí descubrí un pisito pequeño, humilde y solitario a excepción de un canario cantarín al sol de la cocina. Limpio como una patena y sin apenas libros (estas cosas a mí me llamaban mucho la atención). Pero encontré el cuaderno. El diario.
Flor María Quispe Huamán. Que había trabajado interna hasta poder encontrar el trabajo de limpiadora de la facultad por el que daba gracias cada noche en sus rezos a la virgen de la Candelaria. A la que nunca maldijo por haber sido violada y obligada a abortar en una de las casas en las que vivió ¿interna? ¿o debo decir esclava?
Allí, Flor María había escrito su vida. Y allí tomé conciencia, de que, en pleno siglo XXI la esclavitud había mudado de formas, pero seguía existiendo, más sibilina y acaso por eso, perniciosa que nunca.
“Cultura del privilegio”. La voz de Vanessa, mi molesta alumna de segundo de Historia Medieval, resonaba en mi cabeza mientras pensaba cómo recuperar mi primigenio cuerpo (y vida) y, sobre todo, si era justo que lo hiciera.