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Un milagro insólito: Luz silenciosa, de Carlos Reygadas

Publicado el 11 mayo 2010 por 39escalones

Un milagro insólito: Luz silenciosa, de Carlos Reygadas

La noche estrellada va poco a poco rompiéndose con la irrupción, al principio como una tenue cuña en el horizonte, de un débil resplandor, de un cada vez más fuerte y poderoso haz de luz que termina por teñir la oscuridad de tonalidades violetas y carmesíes que permiten adivinar el contorno de las nubes, la silueta de las montañas y de los árboles, hasta que por fin estalla el sol en un cielo límpido de un azul casi hiriente y la tierra ofrece profusamente su puzzle de sonidos, colores y aromas. Así, con el lento y pausado retrato de un amanecer, comienza Luz silenciosa, la insólita película del mexicano Carlos Reygadas, para trasladarnos muchos minutos después al interior de una casa, adivinamos que situada en una comunidad agrícola, en la que una populosa familia de aspecto nórdico o germano se dispone a desayunar a una hora temprana para comenzar fuerte el día. Los muebles son austeros, la casa es espaciosa pero ausente de lujos, y el vestuario de padres e hijos muy sencillo y funcional. Sus modales parecen contagiarse de ese ambiente, y el silencio, sólo roto por la oración previa y el ruido de cubiertos y enseres, lo domina todo hasta que arranca una conversación banal, en una lengua parecida al alemán o al holandés, sobre los propósitos de la jornada. Todavía transcurrirán muchos más minutos hasta que la acción de la película se traslade al exterior, una geografía que, a priori, choca con los lugares que solemos identificar con el aspecto ario y la lengua del norte o centro de Europa de la familia.

El principio de la película deja ya claro el tono y la forma de la historia que nos ofrece Reygadas: sencillo, directo, bellísimo, pero también rítmicamente denso, pausado, con un tiempo narrativo tan estirado, tan cercano al tiempo real, que deja la acción sostenida en la voluntad del segundero, que se inclina al lento paso del tiempo hasta casi casi dejarlo detenido. Con todo, a lo largo de una larga introducción vamos deduciendo el carácter y las circunstancias del particular mundo al que asistimos, y logramos hacernos una composición de lugar que nos coloca ante un mundo muy particular, en un extraño ecosistema tan cotidiano como irreal, tan vulgar como mágico. Durante muchos minutos, con una información que se desgrana sobre todo visualmente, pero también a través de unos diálogos economizados al límite y concentrados, principalmente, en asuntos triviales que invitan más que a entender, a adivinar, nos llegan pequeñas píldoras que nos permiten situarnos en una comunidad menonita de una zona rural de México, probablemente en Chihuaha, en lugar donde se encuentra el principal asentamiento de esta minoría cristiana en el país. Anclados en sus tradiciones, los miembros de este grupo religioso surgido en la Europa del siglo XVI como reacción a la persecución de los anabaptistas (minoría religiosa partidaria del bautismo sólo a edad adulta) en los Estados Alemanes gracias al sacerdote neerlandés Menno Simmons (para situarnos, su credo es pariente directo de los Amish nacidos en Suiza algún tiempo después), viven en comunidad conservando sus señas de identidad y sus vínculos con la Europa que abandonaron siglos atrás. Así, a pesar de encontrarse establecidos en México, viven en su propio microcosmos, en el que la arquitectura de sus casas, la fe que profesan la vida en sociedad o las relaciones que establecen vienen marcados por su herencia religiosa y cultural, exactamente igual que el resto de comunidades que viven esparcidas por Rusia, Estados Unidos o Iberoamérica (sobre todo Paraguay, México, Brasil y Argentina, países que acrecentaron su población menonita tras 1945 y la llegada de muchos refugiados alemanes, entre los que, obviamente, cabe suponer que se escondían múltiples criminales de guerra nazis). Por tanto, viven separados de los mexicanos, y sólo interaccionan con ellos cuando han de realizar alguna gestión administrativa o comercial que la propia comunidad no puede solventar (poseen sus propios comercios, sus clínicas y sus gasolineras, en los que los letreros y etiquetas conservan el alemán u holandés de origen, así como sus locales de ocio o sus propios servicios y suministros). En este contexto, nos sumergimos en el dilema que vive Johan (Cornelius Wall), el dueño de una granja, casado con Esther, padre de un montón de hijos y que, contra todos los mandatos religiosos y sociales de su comunidad, vive un apasionado romance con Marianne, otra miembro del grupo. Obviamente, la situación le provoca desasosiego e intranquilidad, se siente devorado por la culpa pero también por el deseo, y no es capaz de tomar una decisión, ni la avalada por la tradición de su fe, el abandono de su amante y la búsqueda del perdón de su esposa, sus hijos y el resto de sus convecinos, ni la obvia para ese mundo externo al que rehúyen, el divorcio y la búsqueda de cierta idea de felicidad con la mujer que ama. Johan sólo habla del asunto con su padre, un viejo predicador menonita que ve en lo que le ocurre la influencia del demonio, y con Zacarías, un amigo de siempre, que le recrimina su actitud de manera algo más comprensiva. Ambos le compadecen en su sufrimiento y le ofrecen el hombro para llorar y retractarse de su comportamiento, pero en sus palabras y en sus actitudes puede adivinarse también la envidia, la codicia hacia una debilidad que a Johan le ha valido la valentía para saltarse unos preceptos asfixiantes y represores de cualquier cosa ligada a la emoción, a los sentimientos o a los deseos.

La película, de una factura bellísima, de una utilización soberbia de la luminosidad, tanto de la luz natural como de las texturas visuales recreadas en los interiores, anda algo más floja en cuanto al manejo del tempo narrativo, convirtiendo una historia en realidad simple en un largo monumento visual de dos horas y media acrecentadas con un ritmo excesivamente pausado construido sobre cadenciosos planos secuencia (Johan conduciendo su coche filmado por la cámara situada en el asiento del copiloto, largos trayectos entre interminables campos de trigo y maíz, conversaciones fragmentarias salpicadas de dilatados silencios que la cámara aprovecha para escrutar las arrugas de los rostros, secuencias de paisajes y cielos sin medida) que, si bien transmiten una gran intensidad emocional, sobre todo en lo referente a la contención, y son un tributo a la inmensidad de la belleza que podemos encontrar en la naturaleza y en las cosas sencillas, también llega a conferir al filme una atmósfera hastiante, pesada, incómoda.

Un defecto, el de la pesadez, menor si nos dejamos llevar por la atmósfera sugerente, hermosa, casi hipnótica, de unas imágenes poderosas e intensas que acompañan a una contada de manera aparentemente plana pero que oculta demoledoras cargas de profundidad y que transita demasiado plácidamente hacia un final directamente emparentado con el clásico Ordet (La palabra), la obra maestra de Dreyer, en esa secuencia final en la que la blancura de la sala donde se halla el cuerpo inerte de la mujer contrasta con el riguroso luto de los asistentes al oficio religioso de su funeral, una estética luterana que podemos encontrar en las obras del director danés, en las de Bergman o en los cuadros de Hammershoi.

Una película sorprendente, magnética, que, a pesar de sus dificultades de seguimiento, de su incomodidad, ofrece una experiencia diferente, bellísima, de una sensibilidad exacerbada, punteada de momentos realmente sublimes, que, además de acercarnos a la realidad de unas comunidades que a día de hoy conservan un modo de vida muy diferente al impuesto por los dictados de la modernidad, nos invitan a plantearnos las sempiternas cuestiones de la culpa, el deber, la fidelidad, la vida en sociedad o el hecho religioso, al tiempo que transmite una carga de sensibilidad, un impacto tan grande y generoso, que la película no muere en su final, sino que deja un poso que continúa en nuestra retina mucho tiempo después, que la convierte en una cinta, con todas sus peculiaridades, realmente inolvidable.


Un milagro insólito: Luz silenciosa, de Carlos Reygadas

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