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Un misterio intacto: La cueva de los sueños olvidados (Cave of Forgotten Dreams, Werner Herzog, 2010)

Publicado el 10 noviembre 2025 por 39escalones
Un misterio intacto: La cueva de los sueños olvidados (Cave of Forgotten Dreams, Werner Herzog, 2010)

El alemán Werner Herzog, uno de los cineastas de espíritu más inquieto y visionario de la historia del cine, se ha caracterizado por explorar, tanto en sus películas como en el proceso mismo de sus rodajes, los límites de la experiencia humana: lo sublime, lo absurdo, lo espiritual, lo inalcanzable. Todo aquello, en suma, que aspira a iluminar zonas en penumbra, todavía sumergidas en el misterio de lo incomprensible, de lo insólito. En esta producción francesa estrenada en el festival de Toronto, Herzog traslada su mirada hacia el origen mismo del arte, hacia ese instante mágico y oscuro en el que la humanidad empieza a distinguirse del resto de las especies a través de la capacidad de crear, imaginar y representar. El documental se convierte así en un viaje arqueológico y metafísico al interior de la Cueva de Chauvet, en el sur de Francia, donde se conservan las pinturas rupestres más antiguas conocidas, más de cuatrocientas en un óptimo estado, datadas en más de treinta y dos mil años. El proyecto de Herzog parte inicialmente de una premisa aparentemente simple: documentar la cueva y sus pinturas, capturar la belleza ancestral de las figuras animales y los trazos humanos que han permanecido intactos durante milenios, y cuestionarse acerca de aquellos primeros seres humanos que penetraron en lo más profundo de las cuevas, que se internaron en lo más inaccesible, en los espacios más angostos y a priori menos indicados para su desenvolvimiento y seguridad, en busca de dar forma a sus visiones. Por ello, como en casi toda su obra, el director alemán trasciende la dimensión estrictamente documental para adentrarse en un territorio filosófico y poético, casi místico. La película no solo muestra la cueva y detalla su origen, las circunstancias de su descubrimiento y las razones de su excelente conservación, sino que además medita a través de la imagen y el pensamiento acerca lo que significa mirar el pasado, sobre el deseo de conocimiento y la fragilidad de la existencia humana frente a la inmensidad del tiempo.

La película se presenta casi como una liturgia sagrada. A fin de impedir su deterioro, la Cueva de Chauvet no está abierta al público. El acceso queda restringido a un pequeño grupo de científicos y conservadores, y Herzog obtiene un permiso excepcional para filmarla durante un breve período, bajo condiciones extremadamente limitadas. Solo cuatro personas pueden entrar al mismo tiempo, iluminando con luces frías especiales para no alterar la temperatura ni el equilibrio químico del ambiente, y con cámaras de mano ligeras que disminuyen el peso del equipo, aumentan la capacidad de movilidad y restringen la posibilidad de dañar las paredes de la cueva. Esa limitación técnica se convierte, sin embargo, en la mayor virtud estética del filme: la imagen, tenue y temblorosa, parece provenir de otro mundo, como si la cámara misma fuera consciente de su intromisión en un espacio prohibido o de su viaje hacia las nebulosas del pasado. El resultado visual no puede ser más impresionante y profundamente hipnótico. Las pinturas —caballos, bisontes, leones, mamuts…— parecen moverse en las superficies irregulares de la roca, como si los antiguos artistas hubieran anticipado la idea de animación a partir de una iluminación muy moderada. Herzog filma esos relieves con una lentitud reverente, subrayando su sensación de hallarse frente a los primeros sueños de la humanidad, quizá ante sus primeras películas. La cámara no busca reproducir el espacio como un registro científico, sino que intenta experimentarlo emocionalmente, como si se tratara de un encuentro místico con nuestros antepasados (y con los antecedentes del cine). Con su característica voz grave y sus largos parlamentos en inglés, adornados con su acento alemán inconfundible, el propio Herzog actúa como guía por la cueva y por el pensamiento. Su narración —mezcla de asombro, ironía y reflexión existencial— da forma al tono introspectivo de la película. El director no se limita a registrar e informar: se pregunta, especula, se maravilla, se entusiasma, nos contagia su incredulidad, su emoción, su arrebatamiento. Sus comentarios parecen escabullirse del tema, salirse por la tangente, perderse en lo accesorio como el agua entre los dedos, pero en última instancia sirven para reforzar la concepción central de la película: el arte, la ciencia y la vida son expresiones del mismo impulso humano por comprender lo desconocido y por aprender a sobrevivir.

Si en el cine de Werner Herzog el tema de la conciencia del paso del tiempo como una fuerza que transforma y destruye es uno de los pilares centrales de su narrativa, en este documental el tiempo no solamente es una idea de base, el marco narrativo que focaliza una historia argumental, sino el verdadero protagonista. La película confronta la mirada contemporánea con una obra creada decenas de milenios atrás, y en esa distancia temporal, en esa búsqueda de comprensión y de su labor de especulación surge una paradoja deslumbrante: cuanto más remota parece la cueva, más nos reconocemos en ella; cuanto más lejano, hasta lo inconcebible, resulta ese salto temporal, más cercanos nos parecen aquellos primeros seres humanos con inquietudes artísticas, filosóficas y existenciales. Las imágenes pintadas por manos humanas primitivas se emparentan directamente con las que son resultado del uso de las cámaras. Los artistas de Chauvet no son seres primigenios, toscos, brutos, bárbaros, términos todos usados mayormente con sentido peyorativo. Son, en cambio, seres dotados de una sensibilidad estética y simbólica tan compleja como la nuestra. Esa constatación produce una extraña e inquietante, pero también gratificante, reconfortante, sensación de continuidad. La humanidad, pese a todos sus cambios tecnológicos y culturales, sigue siendo esencialmente la misma en su necesidad de representar el mundo y dotarlo de sentido. Así, el arte rupestre supone el primer intento de creación de una realidad paralela, una segunda vida hecha de imágenes. Pariente lejano del cine nacido del deseo de capturar el movimiento, de retener lo efímero, de reproducirlo sin fecha de caducidad. Los caballos de Chauvet galopan en manada bajo las luces cambiantes por toda la eternidad, desde el pasado más remoto al futuro más inaprensible. Una primera sesión de cine contenida en las paredes de piedra. La elección del formato en tres dimensiones (aunque el visionado como película convencional no le hace perder un ápice de riqueza estética, profundidad e interés), con el que el cineasta había sido bastante crítico con anterioridad, permite aquí, sin embargo, alcanzar ese sentido de lo poético ligado a lo histórico, retrata la auténtica profundidad de las rocas, las curvas y sombras de las piedras que los artistas utilizaron para dar vida y crear los rasgos y la ilusión de movimiento de sus figuras. No se trata de un esteticismo bello y hueco, sino de un intento de inmersión sensorial, de hacer que el espectador no vea la cueva, sino de que camine por ella.

En el aspecto más puramente documental, Herzog entrevista a arqueólogos, paleontólogos y conservadores que ponen en contexto los hallazgos y las distintas teorías sobre la cueva, aunque su visión no es la de un documental científico al uso. Los diferentes expertos son mostrados con una mezcla de respeto y de extrañeza, subrayando el aspecto casi ritual de su trabajo. No son académicos fríos y teóricos racionalistas, sino una especie místicos modernos, de exploradores del tiempo que estudian el pasado con una devoción casi sacerdotal. En una de las escenas más memorables de la película, un investigador toca una flauta prehistórica reconstruida y ejecuta una melodía que podría haber sonado hace más de treinta mil años; este momento musical conecta dos eras separadas por un abismo temporal, y Herzog lo filma con una emoción contenida, consciente de estar presenciando algo que trasciende la explicación racional y tratando de trasladar ese sentimiento al espectador. Una mezcla de ciencia y espiritualidad que recorre toda la película, los datos, las teorías, los resultados de las pruebas, no como fin en sí mismos, como resultado, sino como primeros pasos, puertas hacia el abismo del misterio, una reformulación de lo sagrado desde la ciencia. “¿Podemos realmente comprender a esas personas o solo estamos viendo sombras de nosotros mismos proyectadas sobre las paredes del tiempo?”. Esta pregunta, formulada por Herzog en voz alta, constituye la clave del filme y le otorga su condición de experimento mágico, de ceremonia secreta. Buscar el origen es mirarnos en el espejo y, también, proyectarnos hacia el futuro.

La cueva actúa así no solo como objeto de estudio, un espacio de interés científico, sino como caja de resonancia, metáfora de la mente humana, de nuestro cubículo craneal. Las pinturas, los ecos, el silencio, el aislamiento, superan el lugar físico y evocan un universo interior, el inconsciente colectivo, esos sueños olvidados del título. Herzog la filma como si fuera una extensión del alma, un santuario donde residen las imágenes primordiales que siguen alimentando nuestra imaginación moderna, el territorio entre vigilia y sueño del que se nutre. Así, en varios instantes las figuras de animales parecen emerger de la roca como apariciones oníricas. La música etérea y la iluminación tenue subrayan esa sensación de estar dentro, o de ser parte, de un sueño prehistórico. El epílogo del filme resulta asombroso: una central nuclear cercana a la cueva lleva décadas desprendiendo vapores que han alterado el ecosistema local, dando lugar a una colonia de cocodrilos albinos. La escena, aparentemente gratuita, conforma no obstante una especie de absurda digresión poética que invita a pensar en la continuidad entre el pasado remoto y el futuro distópico. Esos cocodrilos mutantes, contemplados por la cámara como criaturas mitológicas, apelan al destino incierto de la humanidad, a su capacidad de crear y destruir, de soñar y deformar sus propios sueños.

Próxima a cintas como Fata Morgana (1971) o la posterior Encuentros en el fin del mundo (Encounters at the End of the World, 2017), las hermosas imágenes de la fotografía de Peter Zeitlinger combinan el rigor documental con la sensibilidad pictórica, mientras que la música de Ernst Reijseger contribuye decisivamente a esa atmósfera hipnótica de conexión con lo ancestral, con el misterio. Herzog no aspira a resolverlo, sino que pone su empeño en compartirlo, en celebrarlo, en resucitar imágenes dormidas y devolverlas a nuestro presente. La película se aleja de nuestro mundo moderno de inmediatez y materialismo y se detiene a observar y a pensar en ese aparentemente inútil gesto de pintar en medio de la oscuridad. El arte rupestre como reflexión del propio acto de filmar y proyectar, de ver una película en la pantalla iluminada de una sala oscura, luces y sombras como espejismo de la vida. Sin embargo, la cámara solo puede reproducir y traducir, no capturar plenamente la experiencia de vivir aquellas imágenes. Herzog mira con humildad y fascinación, sabedor de que a través del cine no puede poseerse una verdad, sino simplemente rozarla, y que esa limitación, esa incapacidad, hace treinta mil años y ahora, es lo que nos hace humanos.


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