A mí sí me gusta el ritual de las doce uvas para celebrar el paso al Año Nuevo. Eso fue lo que pensé cuando el otro día debatían en la radio el sentido de ciertas tradiciones. Es cierto que estos días festivos pueden llegar a ser estresantes y para muchas personas carecen de alegría por diferentes motivos: sencillamente no hay nada que celebrar. Y que el propio ritual de las doce uvas puede ser algo tonto. Pero por eso mismo me gusta: porque es divertido y porque no tiene ninguna finalidad más que jugar, en este caso con la suerte.
Por eso creo que es una de las pocas cosas que no merecen ser criticadas, ni juzgadas, ni cuestionadas. Es un juego, y como tal uno decide si quiere o no jugar. En todo caso me gusta mucho la idea de que en ese momento muchas familias estén comiendo uvas al mismo ritmo, intentando reprimir la risa. Si alguien pudiera vernos a la vez desde algún sitio, sería realmente divertido.
En mi casa, además, lo celebramos con uvas que han sido conservadas desde la vendimia. Hay que seleccionarlas porque muchas están pasadas, y es bueno comprobar cómo a pesar de su aspecto empequeñecido siguen conservando su sabor. Además de que es mucho más fácil comerlas que esas enormidades que veo en los supermercados, claro.
Iniciar un nuevo año jugando me parece una de las mejores ideas que puede haber. Retiramos momentáneamente las preocupaciones y nuestros propios demonios. El plato de las uvas queda vacío, y hay que volver a comenzar.
Esta vez, por razones obvias, he pensado que un año nuevo es como un libro en blanco. Muchas personas iniciarán una nueva agenda (algunas de las cuales llevarán además un “Carpe Diem” en ella), pero otras decidirán que ha llegado el momento de dejar constancia de lo que son en unas páginas, de reencontrarse a sí mismos en un momento de silencio, de registrar las pequeñas aventuras diarias, de cobrar conciencia de sí como personas completas independientemente de las circunstancias.
Hemos compartido unos días con la familia, hemos colocado un nuevo calendario, y hemos abierto un nuevo libro en blanco en nuestra vida. Porque no es sólo un capítulo, porque si hubiésemos escrito todo lo vivido en estos doce meses pasados hubiésemos llenado sus páginas.
Quizá pensemos que no, que nuestra rutina diaria no deja espacio para anotar nada relevante. Si es así, ese libro en blanco quizá te esté motivando a cambiar tu vida mediante pequeños pasos. Pero lo más probable sea que te enseñe que no es que no te pase nada relevante, sino que no te has parado a mirar.
Imagínate que todos los años llenas un libro en blanco. Si al final de tu vida repasases cada uno de ellos, verías que muchos momentos se repiten. Y dentro de ellos, seguro que buscarías siempre aquellos sencillos capítulos en donde compartiste pequeñas cosas. Esas que parece que no merecen estar en ningún libro. Aquellas que difícilmente pueden ser narradas, salvo por un poeta que sepa recrear los pequeños momentos. Esas que no harán historia, pero que forman parte de tu historia. Porque si hay algo que tengo claro, es que las personas más infelices son aquellas incapaces de apreciar esos pequeños detalles. Porque la vida no se compone de grandes capítulos sino de pequeños momentos compartidos con nosotros mismos y con los demás.
Yo también pienso, como Luis García Montero, que:
“Una invitación al futuro es un libro en blanco”. Luis García Montero