He soñado que despertaba. Aún medio adormilada, con un sudor frío helándome las sienes, oía en mi despertar soñado que se habían alcanzado los 20 grados en Sevilla y en Córdoba, pero el clima va por barrios y aquí donde habito hacía frío. No me servían las palabras que mágicamente salían de la radio-despertador que me desanima las mañanas. Era tan temprano, o tan tarde, que lo mismo podría haber estado levantándome que yéndome a dormir. Ese aturdimiento de primera hora parecía que no iba a acabar nunca, como la crisis, como la deuda creciente, como todas las deudas, como la respiración asistida a ese enfermo terminal que es Grecia, que se debate entre la vida y la muerte cada día que pasa. El paquete de ayuda aprobado esta madrugada en una sesión maratoniana como nos tienen acostumbrados, ya cansados, aburridos, insomnes y abotargados los dirigentes europeos, los banqueros, los tecnócratas, es un coma inducido a Grecia para que siga respirando, pero sin solución de recuperación. A cambio de 130.000 millones de euros, Grecia vuelve una vez más a vender su alma a dios, o lo que queda de ella. El alma de un país es su soberanía, la capacidad de decidir su destino, de administrar sus recursos en función de sus necesidades y no de las de otros extraños, ajenos a su realidad y a ellos mismos.