El hotel que estaba en frente del nuestro, había organizado, para quien quisiera participar, un pequeño torneo de tenis. A la pareja ganadora le regalarían, como premio, una excursión en barco. Aunque el tenis no era mi deporte preferido, y tampoco el de Martina, para no desperdiciar otro día tomando el sol, decidimos participar equilibrando así el número de inscritos. Nos encontramos en la final, y ahora que lo pienso no sé ni siquiera como conseguimos llegar, a una pareja de holandeses que sin dificultad alguna, nos ganó en el campo. Una vez finalizado el partido, el marido de ella, un gigante de más de dos metros se fue corriendo a su habitación a descansar. También su mujer, al menos creo que lo era, una rubia que no estaba nada mal, con un cuerpo atlético y definido, sin dignarse ni siquiera a dedicarnos una sonrisa, parecía que tenía mucha prisa por irse. Martina, sin embargo, se dirigió tranquilamente hacia el vestuario femenino privado y yo me dirigí hacia el mío, que estaba justo al lado del femenino. Cuando entré en el vestuario, levantando la mirada, me di cuenta de que estaba separado del femenino solo por una pared hecha de troncos de árbol puestos en fila como una fortaleza. Vi, en la parte superior, una fisura más grande que las demás. Cogí un taburete, el que utilizan los árbitros para sentarse cuando asisten a un encuentro de tenis, me subí y observé con mucha atención el vestuario femenino. Inmediatamente tomé conciencia de todo. Desde aquella altura, y en aquella posición, podía ver lo que sucedía sin ser visto. Me bajé de nuevo y, sin dudarlo, cerré la puerta del vestuario para que no me molestaran. Me subí otra vez al taburete y vi a Martina, que más bien con el rostro serio, había entrado hacía unos pocos minutos. Empezó a desnudarse para darse una ducha. Yo la observaba ignorando lo que estaba a punto de suceder. En lugar de entrar bajo la ducha, Martina empezó a mirar, con una cierta curiosidad, su cuerpo reflejado en el gran espejo que ocupaba toda la pared. Se acercaba, observando entusiasmada sus formas, que se delineaban asumiendo una forma más sensual, redonda, femenina. Los senos, grandes y duros, se movían ligeramente cuando se giraba sobre sí misma, levantándose sobre la punta de los pies. Notaba en su mirada que el placer de observarse se volvía, poco a poco, un placer físico. De hecho, empezó lentamente a frotarse con la palma de la mano entre las piernas. Se giraba sobre la punta de sus pies y se observaba el culo sacándolo hacia afuera. Le pasaba las manos encima siguiendo dulcemente su forma. Nunca pensé que aquella chica tan joven e inexperta, de buena familia y bien educada, enfrentándose a sus primeras experiencias sexuales, fuera mentalmente tan morbosa. ¿Qué fantasía erótica estaba atravesando su mente en ese momento? ¿Quizás lo que vivimos en la playa la había alterado? Me vinieron entonces a la cabeza las confesiones que me hizo dos noches antes, cuando le pedí que me contara alguna fantasía erótica. Fuimos a cenar a la luz de las velas, a un restaurante francés de San Francesc Uno de esos lugares escondidos y acogedores, donde se podía hablar tranquilamente escuchando una música suave.
– Venga Martina, no te hagas rogar, cuéntame tu secreto. Dime cuál es la fantasía sexual que te da más morbo.
– ¿Secreto? -me respondió sonriendo- No sabría decirte realmente qué es lo que me da más morbo. Pero ¿Por qué lo llamas secreto?
– Porque es algo que quizás puedes hablar con una amiga, difícilmente con un hombre, y menos aún con tu chico. Sabes cómo son los hombres, ¿No? Tienen celos incluso de las fantasías de una mujer. Por esto todos se dejan. Las mujeres con hombres de ese tipo se aburren.
– No lo haría nunca -me dijo seria, anticipándose a lo que estaba por decirme- pero creo, repito, solo creo, que mi fantasía, como la de muchas mujeres, sea la de ser poseída por una mujer, o al menos saber qué se siente.
– Creo que esta sea la fantasía de casi todas las mujeres. Pero dime Martina ¿Cómo te gustaría que aconteciera? Quiero decir, ¿Cómo te gustaría que fuera? ¿Con violencia o con dulzura?
– ¿Con una mujer dices? Bueno… sin duda me gustaría que fuera muy, muy dulce, lento. No me gusta la violencia. De todas formas, repito…va a seguir siendo una fantasía. Las mujeres nunca me han gustado.
– ¿No te ha sucedido nunca que una amiga, o alguien que conoces, se acercara a ti para hacerte proposiciones indecentes? Digamos, tentadoras.
– ¡No…!¡No! ¿Estás loco? Te he dicho que es solo una fantasía.
– Sabes… siempre he pensado que el sexo entre dos mujeres es más suave, natural. No hay esa violencia y brutalidad que existe como entre dos hombres.
– Si, en esto tienes razón. Yo también pienso lo mismo. De todas formas, creo que no llegaría a sentir el mismo placer. No sé. Tengo la sensación de que me faltaría algo.
– Pero ¿Serías activa o pasiva? Quiero decir… ¿Te dejarías involucrar y participarías o permanecerías bloqueada?
– No lo sé. Realmente no lo he pensado nunca. Como ya te he dicho, siempre ha sido una simple fantasía. No sé. ¿Qué quieres que te diga? Creo que no. No me involucraría. A mí me gustan los hombres.
– ¿Y con dos hombres lo harías? Dos amigos, por ejemplo. Si te gustaran los dos y te encontraras en esa situación, ¿La vivirías?
Vi sus ojos brillar con una luz que no logré descifrar. Y con una media sonrisa traviesa me dijo:
– ¡Qué preguntas! ¿Cómo puedo saberlo? Como te he dicho, para mí… sería más fácil con dos hombres que con una mujer. Aunque sería muy violento.
– ¿Preferirías dos hombres a una mujer?
– Creo que sí. Te lo he dicho, era una fantasía, a mí las mujeres no me atraen.
Los morbosos diálogos de la noche anterior, que me atravesaban la mente en ese momento, fueron interrumpidos por la puerta del vestuario femenino que se abría. Vi entrar a la mujer holandesa que había jugado al tenis contra nosotros hacía media hora. Alta, un físico esbelto y más bien musculoso. Pecho no grande pero firme, piernas largas y un culo de modelo, duro e pequeño. Tenía que ser una mujer fuerte. Martina, pillada por sorpresa, aún desnuda delante del espejo, avergonzada por la circunstancia, se apartó y se dirigió rápidamente hacia su taquilla para coger la toalla y todo lo necesario para darse una ducha. Vi que la holandesa le echó una mirada casi de desprecio. Como si le hubiera fastidiado descubrir a Martina mirándose en el espejo.
A través de esa ranura, podía observar, escondido en la sombra, sin ser visto, a las dos mujeres. Me di cuenta, para mi asombro, que la holandesa se acercó a la puerta principal del vestuario y la cerró con llave. Martina pasó por delante de ella, sin ni siquiera mirarla, y se metió en la ducha. Escuchaba cómo caía el agua. La holandesa se desnudó, cogió su toalla y, después de unos minutos, la vi entrar también en la ducha. Las dos habían desaparecido de mi vista. Oía solo el ruido del agua. Decidí, de todas formas, esperar sentado. Tenía el presentimiento de que iba a suceder algo. Después de unos minutos, cuando salieron de la ducha con la toalla alrededor del cuerpo, la holandesa se acercó a Martina y le puso las manos en los hombros para ayudarla a secarse. Martina la miró avergonzada por esa inesperada amabilidad. Alejándose un poco, le sonrió para agradecerle el gesto. Pero la holandesa le agarró por el brazo y, como si no hubiera pasado nada, siguió pasándole la toalla por los hombros. Luego, con un gesto brusco, le quitó la toalla de la cintura dejándola completamente desnuda. Martina la miró asombrada, le sonrió por educación, pero se veía que se encontraba incómoda.
– Gracias…gracias- le dijo algo confusa- puedo hacerlo sola.
Y de un tirón, intentó recuperar su toalla. Pero la holandesa fue más veloz y, con un gesto rápido la recuperó, tirándola al suelo a pocos metros de ellas. Vi el rostro de Martina ponerse rojo de rabia.
– Pero ¿Qué hace? ¿Está loca? Perdone señora, -dijo recuperándose- no me gusta que una mujer toque mi cuerpo. Se lo agradezco, pero lo haré yo… se ha tomado unas confianzas que no debía, ni siquiera le conozco.
Mientras tanto, la holandesa se había acercado y le agarraba por un brazo.
– ¡Déjeme! Déjeme por favor… -le dijo Martina ya enfurecida.- ¡Le he dicho que me deje! -le gritó.
Pero la holandesa, sorda a aquellas palabras, empezó a pasar la toalla por el cuerpo de Martina. Por el pecho, la barriga, entre las piernas. Martina permanecía inmóvil. Petrificada ante aquella situación que no sabía gestionar. Vi después que, con una actitud decidida, la holandesa tiró la toalla y se arrodilló delante de Martina. Con las manos le agarró con fuerza el culo, y lo apretó acercándose con su boca al sexo de Martina, que, cogida por sorpresa de nuevo, no sabía cómo reaccionar. Su instinto fue el de alejarse, liberarse de aquella situación. Consiguió escaparse y se sentó en un banco en una esquina del vestuario. Cruzando las piernas y los brazos, adoptando una posición de defensa y de rechazo, empezó a gritarle muy alterada.
– Pero usted está loca. Está loca… ¡Loca! Váyase o llamo a alguien – le gritó furiosa –
La otra, nada intimidada, ni por el rechazo, ni por los gritos, se sentó a su lado, abrazándola y apretándola contra ella. Vi un enérgico rechazo da parte de Martina, que intentó empujarla fuera, para alejarla de donde estaba sentada. Un silencioso enfrentamiento. Los brazos se cruzaban y los cuerpos se endurecían. Ambas se tiraban de los pelos con fuerza. Como si estuviera en marcha una lucha entre las dos, de hecho, lo era. Pero la holandesa era físicamente más fuerte. Martina empezó a gritar casi suplicándole.
– Pero ¿Qué hace? ¡Pare señora! ¿Qué hace señora? ¡Pare, por favor! ¡Pare! ¡Está loca! No… no… ¡No quiero! Martina consiguió escapar otra vez. Se puso de pie y corrió rápidamente a la otra parte del vestuario, hacia la salida. Agarró con las dos manos el pomo de la puerta, moviéndolo enérgicamente para abrirla. Pero no le fue posible. La puerta estaba cerrada con llave. En ese momento, la holandesa, con aire decidido, se puso en pie enérgicamente y, con una sonrisa maliciosa dibujada en el rostro se acercó con paso lento hacia Martina que no sabía ya qué hacer. Yo, sentado arriba y escondido en la sombra, tenía curiosidad por ver lo que iba a suceder. Tenía la vaga tentación de intervenir, pero la situación era tan excitante que decidí presenciarla sin moverme. Mientras tanto, la mujer holandesa había conseguido coger, con su delgada y gran mano, las muñecas de Martina, llevándolas hacia arriba y empujándolas contra la pared. Con una pierna, consiguió abrirse camino entre las piernas de Martina, echándose encima con el peso de su cuerpo. La agarraba firmemente para que no pudiera ni liberarse ni huir.
– Pero ¡Qué hace! ¡Deje que me vaya! No…No…¡No quiero! ¡No quiero hacer esto! Pero ¿Cómo se permite? Déjeme… ¡Déjeme o empiezo a gritar! ¡No! ¡No!
Ahora su mirada era más preocupada. Sus ojos reflejaban algo de temor por esa situación que se le estaba escapando de las manos. Mientras tanto, la holandesa se había acercado con su boca a los labios de Martina, besándole con gran pasión y sensualidad. Martina intentaba huir girando la cabeza, pero ella la mantenía contra la pared y le impedía cualquier movimiento. A un cierto punto, las dos bocas se unieron y los gestos de rechazo se bloquearon. Vi la cabeza de la holandesa que se movía suavemente y, cuando la retiró, vi que Martina respondía a sus besos. Su cuerpo estaba invadido de placer. Entendí que el deseo de probar una experiencia nueva e insólita se había apoderado de Martina. Mientras la holandesa, con una mano bloqueaba sus muñecas, con la otra cogió sus pechos y empezó a apretarle los pezones con los dedos. Su lengua envolvió un pezón. Los succionaba, lo chupaba, lo mordía. Sabía muy bien que, entre el dolor y el placer, existía una línea muy sutil. Martina, asustada por esa situación que se le había escapado de las manos, retomó los movimientos de rechazo y de rebelión.
– Pero ¿Qué hace? Déjeme…déjeme…no…no…no quiero… ¡He dicho que no! Noooo… por favor.
Pero la holandesa, con una fuerza inesperada, la golpeó fuerte contra la pared para que entendiera, de una vez por todas, que ella era la que mandaba. Se apartó del cuerpo de Martina y le dio una bofetada en la cara. Y luego otra. Los ojos de Martina se abrieron de golpe. Permaneció inmóvil, petrificada, sin decir una palabra. La holandesa, dueña de la situación, puso su mano en el sexo de Martina y empezó a frotarla enérgicamente de arriba a abajo. Martina empezó a gemir, cerró los ojos, y se dejó llevar por el placer que aquella mano femenina le daba.
-Siii…si… si…no pares, sigue… sigue…no te pares. – ahora la trataba de tu.
La holandesa seguía tocándola con maestría. Con las rodillas le abrió aún más las piernas para abrirse espacio. Vi un último intento de rechazo por parte de Martina, pero su cuerpo ya estaba invadido por el deseo. Empezó a moverse frenéticamente con el torso, siguiendo los movimientos de la mano. Pronunciaba frases sin sentido. Veía sus ojos abrirse y cerrarse continuamente. Noté que su respiración se volvía cada vez más irregular y sus gemidos cada vez más profundos. Sabía, conociéndola, que estaba cerca del orgasmo. Un momento después, un grito de inmenso placer resonó en el vestuario.
-Aaaah… me encanta…aaaaaah…siiiiiiiiiiiiiiiiiii…
Era la primera experiencia de Martina con una mujer. La idea de haberla visto tener sexo con una mujer me daba un morbo increíble. Me giré en el taburete para colocarme mejor. Volví a oír unos pequeños gritos que atrajeron de nuevo mi atención. Entendí, por los gemidos, a veces no precisamente de placer, que otra vez se estaba llevando a cabo una especie de lucha. La holandesa había apoyado las manos sobre los hombros de Martina y la empujaba con fuerza hacia abajo, para que se arrodillara frente a ella. Se puso con su sexo delante de la boca de Martina y le obligó a besarla empujándole la cabeza contra sus muslos. La agarraba fuerte por los pelos, tirando de ellos para que no pudiera liberarse. Después de algunos tirones por parte de la holandesa para no perder el control del dominio, entendí, por los movimientos de la cabeza de Martina, que estaba chupando. Con un gemido profundo y prolongado, la holandesa alcanzó el orgasmo y aflojó el agarre. Martina, sentada en el suelo, se apoyaba con los brazos en el banco de madera, quizás por el cansancio, quizás para recuperar aliento. No conseguía ver la expresión de su rostro, pero intuía que no había acabado aún. La holandesa se le acercó y la ayudó a levantarse tirando de ella por un brazo que, inesperadamente, le puso detrás de la espalda, para que no pudiera liberarse. La empujó hacia adelante e hizo que se tumbara sobre un banco de madera. Se inclinó sobre ella y, agarrándole fuerte los brazos detrás de la espalda, empezó a chuparle su sexo. Después de algunos minutos, para poder chuparle mejor, dejó sus brazos libres y le abrió aún más las piernas. A ese punto, para Martina habría sido fácil liberarse, levantarse de golpe y volver a escapar, pero para mi sorpresa, no vi ningún rechazo. Ningún intento de fuga por parte de ella que se agarró con las manos a los laterales del banco. Abrió más las piernas doblando las rodillas y se abandonó a la holandesa que, con voracidad, abusaba de ella. Con el cuerpo sudado y excitado por tanto placer, Martina se mordía los labios, movía la cabeza, daba pequeños gritos y alcanzó de nuevo un orgasmo liberatorio.
-Siiiii… siiiiiiiii… siiiiiii… bastaaaa… basta… si
Era obvio que dentro de Martina vivía la necesidad de crear situaciones arriesgadas. Alimentar fantasías morbosas, probar siempre algo diferente. Me gustaba constatar que aquella chica estaba dotada de una carga depravada explosiva. Me sentía más cerca de ella. Más dispuesto a vivir emociones nuevas.
Yo, escondido ahí arriba, estaba muy excitado y empecé a masturbarme. Tenía la polla que me iba a explotar. Mi mano se deslizaba rápido, apretándolo con fuerza, casi haciéndome daño. Tiraba hacia arriba de la piel hasta cubrir completamente el capullo y tiraba de ella hacia abajo del todo, arriesgándome a romper el tenue hilo que la mantenía unida. Una salpicadura tremenda. Una parte del líquido me llegó hasta debajo del cuello.
Cuando Martina salió del vestuario, yo estaba esperándola en el bar que se encontraba fuera del complejo turístico. Parecía disgustada y muy probada. Le pregunté, ignorando lo sucedido, por qué se había retrasado. Me respondió, bajando un poco la mirada, que había tenido que limpiar su taquilla, porque había tenido un problema. Una vez que habíamos vuelto al Hotel, me preguntó si podía ponerle un poco de crema en los hombros. Le dolían. La noté un poco afectada durante dos o tres días más, tanto que me hizo dudar si había hecho bien en no intervenir. Tenía un cierto sentimiento de culpa al verla con la expresión triste y pensativa. Pero después de tres días, la situación volvió a la total normalidad.
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