Revista Cultura y Ocio
Es sábado por la mañana, me he levantado relativamente pronto porque hay que aprovechar que todavía no hace mucho calor. Mamá está en la cocina, preparando la comida y la casa entera huele a cebolla friéndose. Me ato los cordones de mis zapatillas, que tiempo atrás eran blancas y rígidas y ahora son pardas y cómodas. La voz de papá suena en la cocina, apagada por la distancia y el sonido de cacharros, llamándome. "¿Vienes ya o qué?". "Ya voy, ya voy", digo yo, poniéndome en pie, sin terminarme de anudar uno de los cordones del todo, sabiendo que en un pocos pasos acabará soltándose.Papá está con la puerta ya abierta. Le doy un beso a mamá. De esos que suenan fuerte y hacen un poco de ventosa en su mejilla. ¡Mua! Salimos los dos y llamamos al ascensor. Como siempre, no tenemos una ruta hablada con anterioridad pero está bastante claro, que con el día que hace, vamos a subir al castillo de Santa Bárbara. Recorremos Alfonso X el Sabio a paso rápido, para llegar hasta las Ramblas y desde allí atravesar el errático y sucio casco antiguo para llegar al barrio de Santa Cruz y subir por sus empinadas calles, bordeadas por casas de colores con macetas llenas de flores colgando de sus fachadas. A partir de aquí, ya no queda lugar para resguardarse, salvo algún pino escuálido, hasta que te llegues a la sombra que proyecta la propia montaña. No hace demasiado calor todavía, pero en mi frente comienzan a asomar las primeras gotas de sudor, no por cansancio sino porque soy demasiado caluroso. Durante el camino hablamos de cómo me ha ido la semana, del último libro que me ha aconsejado leer, me chivo de las compras que mamá ha realizado sin que él quisiera enterarse. Papá sabe escuchar. Es raro eso. Pocas personas más que él saben hacerlo. A mi se me da fatal, por ejemplo. Seguimos hablando y caminando, hasta nos toca trepar un poco. A mamá no le gustaría enterarse de que hemos estado haciendo el bestia, como ella dice, y subiendo por la ladera de la montaña, una vez separados del sendero principal. Pero a nosotros dos nos gusta hacerlo y más sabiendo que después nos esperan unas buenas vistas.Subimos, escalando con cuidado, a una gran roca, que ya conocemos. Nos sentamos justo en el borde, con las piernas colgando sobre una buena caída. Nos espera un pequeño respiro, allí, protegidos por la sombra de la muralla. Frente a nosotros, el mar se extiende hasta el horizonte, donde se mezcla con el cielo en una tenue línea azul. Pasamos unos segundos en silencio, absortos, hasta que decido llamar su atención hacia un pequeño triángulo blanco que brilla en mitad del agua. Un velero. Y detrás de él, unos diez o doce más, compitiendo en una regata.Desde allí, me siento tan cerca de él que no entiendo el motivo por el que un día dejé de realizar esos paseos. Fue de repente, un fin de semana busqué una excusa para no hacerlo, seguramente porque estaba cansado o porque me apetecía quedarme en casa jugando a algún videojuego. Desde entonces, aunque él se ponía siempre sus zapatillas los sábados por la mañana, yo dejé de acompañarlo. Me excusaba a mí mismo diciéndome que tenía otras cosas que hacer, que ya era mayor para andar paseando con mi padre. A él sé que le dolió perder la costumbre, supongo que tanto como a mí me duele ahora darme cuenta de lo idiota que fui, pero nunca me lo reprochó y simplemente aceptó mi decisión, como todas las que tomaba, aunque no fuera demasiado inteligentes.Se lo digo "papá, lo siento, ojalá..." pero él no me deja hablar, sabiendo a qué me refiero. Niega con la cabeza, como quitándole importancia. Sé que está a gusto, allí, en las alturas. Siempre tuvo un trozo de alma de pájaro y creo que por ello aprendió a pilotar una avioneta y le gustaba subir a cualquier punto elevado a la menor excusa. Lo tenía en la mirada, ese anhelo de ave que busca el cielo, a la que la tierra se le hace demasiado pesada. Seguimos hablando. Es curioso, porque ahora me siento como un niño, a su lado. Y en aquellos primeros paseos, siempre me trató y me hizo sentir como un adulto. Me dan ganas de abrazarlo. Pero no puedo. Ya no. Sólo podemos hablar. Sólo puedo contarle qué me ha pasado en los últimos días, mientras él me escucha, serio o risueño, dependiendo de lo que le esté contando. No puedo quejarme, no tengo demasiados problemas, pero me consuela en los pocos que tengo, dándome ánimos. Las cosas irán mejor, simplemente hay que luchar para que eso ocurra, me viene a decir, con confianza. Porque esa es otra, sé que confía en mí, que siempre lo ha hecho, de una forma casi irracional, aunque yo a veces crea que no me lo merezco.Me señala un punto en el horizonte, al que yo miro, sin ver nada salvo un breve destello. Cuando vuelvo a girar la cabeza para preguntarle, ya no está. Se ha ido. Hace años que se fue. A mi lado, justo donde acaba de estar sentado, sólo queda el recuerdo de todos los momentos que pasé a su lado y la enorme ausencia de todos los que no quise o pude compartir. Me pongo en pie y miro de nuevo al lugar donde me ha señalado. Tal vez es el punto por el que emprendió el último gran viaje que le quedaba por realizar. Y pasado un tiempo, me pongo en camino, rumbo a casa, de vuelta de unos de esos paseos que debí dar junto a él.Cómo te echo de menos, papá.