El virtuosismo cinematográfico no suele estar allí donde, especialmente en estos tiempos, creen encontrarlo tantos «autores» (además de críticos y espectadores), es decir, en el intento de narrar perfectas simplezas de manera retorcida, enrevesada, engañosamente complicada y supuestamente profunda, intelectual y poética, sino en el extremo contrario, en la capacidad de contar con sencillez, claridad, belleza y precisión técnica y narrativa cuestiones complejas, a priori inabordables, inaccesibles a través de la imagen. A este último grupo de películas, las obras mayores (a veces maestras), pertenece el segundo trabajo de Nicolas Roeg como director, emancipado ya de la compañía de Donald Cammell en su debut, la controvertida y fascinante Performance (1970). Acreditado director de fotografía -en su haber títulos como La máscara de la muerte roja (The Masque of the Red Death, Roger Corman, 1964), Doctor Zhivago (David Lean, 1965), Fahrenheit 451 (François Truffaut, 1966), Golfus de Roma (A Funny Thing Happened on the Way to the Forum, Richard Lester, 1966), Lejos del mundanal ruido (Far From the Madding Crowd, John Schlesinger, 1967) o Petulia (Richard Lester, 1968), además de sus propias películas-, este trabajo de Roeg combina diferentes texturas y formatos con esporádicos insertos colocados como apostillas o notas al pie para construir una historia al mismo tiempo profunda e intensa, pero también extrañamente volátil y esquiva.
La premisa argumental es sencilla: un oscuro oficinista de algo parecido a un gabinete de arquitectura (John Meillon) se desplaza en coche junto a sus hijos, una joven de 16 años (Jenny Agutter) y su hermano, mucho más joven (Lucien John, entonces Luc Roeg, hijo del director), a una remota y árida llanura semidesértica del centro de Australia en la que se dedica a hacer esbozos de planos y dibujos de futuras construcciones mientras la muchacha prepara la merienda y el niño juega y corretea. En un momento dado, por motivos que se ignoran, el hombre esgrime un arma y empieza a disparar desde la distancia, para, finalmente, suicidarse. Con escasos víveres y mal vestidos y preparados para una larga travesía por el desierto, los jóvenes empiezan a andar en busca de algún vestigio de civilización al que poder acogerse. En su costoso y accidentado deambular recalan en un pequeño oasis al que también llega un joven aborigen (David Gulpilil) que está en pleno «paseo» (walkabout, que da título al filme), un periodo de tiempo de varios meses durante los que, alejado de su pueblo, debe apañárselas en solitario para sobrevivir, consiguiendo alimento y buscando lugares de cobijo y descanso, como ceremonia iniciática, proceso de conjunción con la naturaleza y paso de la infancia a la edad adulta. Incorporados a la expedición unipersonal del joven cazador, la cruda experiencia de abandono y desolación de la chica y su hermano se funde con el ritual de crecimiento del muchacho nativo, asumiendo involuntariamente ellos también su propia liturgia de tránsito entre la dependencia paterna y la plena autonomía personal.
Lejos de limitarse a retratar una aventura repleta de avatares y peligros, torpemente aderezada con una historia de atracción y amor entre el musculado y apolíneo nativa y la apetecible y sexy adolescente rubia, Roeg, con guion de Edward Bond a partir de la novela de James Vance Marshall, dibuja un panorama bastante más complejo de drama de transformación que desemboca en tragedia (el detonante y el cierre de la trama son episodios espejo: dos suicidios), confeccionado mediante el selectivo uso de la elipsis y un enfoque hipnótico y enigmático que busca multiplicar la sensación de preguntas sin respuesta y un estado de aceptación hacia aquellas implicaciones imposibles de desentrañar, pero cuyas consecuencias deben ser igualmente asumidas. Así, los paralelismos visuales entre la vida urbana y las estampas de la naturaleza como contraste entre la llamada «civilización» y el estado «salvaje», o los planos detalle que muestran con estilo documental las evoluciones de determinados insectos y reptiles, pero, sobre todo, la escena de la caza del canguro combinada con la destreza de un carnicero que despelleja y trocea la carne de su establecimiento. Un lenguaje destinado a componer un puzle, primordialmente anímico y sensorial, más que visual o intelectual, que define ese «algo» secreto que queda como poso en los dos hermanos, habitualmente silenciado, siempre latente, pero que saldrá al exterior en instantes puntuales como una enseñanza adquirida e imperecedera, imborrable y, al mismo tiempo, tan enriquecedora y edificante como traumática. En este punto, la escena postrera de la película en la que una joven ya convertida en mujer casada recibe a su marido mientras prepara la comida y este le cuenta las novedades de su trabajo y sus posibilidades de ascenso profesional inminente, revela ese aspecto oculto, esa combinación de aprendizaje, horror, nostalgia y desencanto ante un presente que, bajo la apariencia de confort y armonía, se asemeja a los muros de una prisión vital. Un sentimiento de conexión con el pasado y con ese tiempo de vida en naturaleza que únicamente su hermano y su amigo aborigen es probable que puedan comprender.
Protagonizada por intérpretes principales no profesionales (aunque todos harían carrera posteriormente, en especial Jenny Agutter, pero también Gulpilil, en películas como La última ola (The Last Wave, Peter Weir, (1977) o Cocodrilo Dundee (Crocodile Dundee, Peter Faiman, 1986), en la que coincidió con John Meillon), convirtió a la actriz en mito erótico para una generación (en particular merced a la escena en la que nada desnuda), y aunque su papel (como el del resto del reparto) no requería de especiales habilidades interpretativas, destaca en una composición en la que conviven la fragilidad y el miedo, y que es capaz de concentrar en un solo gesto, en una mirada, la añoranza por una vida no vivida, promesa de felicidad perdida frente a una cotidianidad decepcionante. Algo similar a la postrera carrera de Roeg como director, que atesora un par de títulos importantes –Amenaza en la sombra (Don’t Look Back, 1973) y El hombre que cayó a la Tierra (The Man Who Fell to Earth, 1976) antes de diluirse entre películas fallidas y auténticas naderías, en un walkabout errabundo e igualmente decadente.