Revista Deportes
Toros del Ventorrillo, impresentables, descastados, inválidos, de nulo juego. Devueltos cuarto y sexto, siendo sustituidos por un sobrero de la misma casa -de similar comportamiento- y otro de Montealto, manso y ramplón. Diego Urdiales: estocada contraria y descabello (silencio). Pinchazo y estocada casi entera (silencio). Iván Fandiño: Estocada entera soltando la muleta (silencio). Estocada casi entera, volviendo a perder la muleta (Ovación que saluda en el tercio, tras aviso). Saul Jiménez Fortes: Pinchazo y media largartijera, arrojando la muleta (aviso y silencio). Estocada a ley, volviendo a perder la franela y dos descabellos (ovación desde el tercio).
Andaba el ganadero de Cuvillo poco "confiante", que diría Mourinho, con el estado del albero maestrante, quien sabe si poniendo la tirita antes que la herida, marcándose unos comentarios en los que afirmaba, sobre uno de los mostrencos del Ventorrillo, que "este toro con otro piso..." Ahí, terminadas en unos ladinos puntos suspensivos, que pueden llevar al neófito a pensar que se estaba viendo al toro Diano caminar sobre brasas encendidas, dejó las palabras caer, que lo hacían, -óoole ahí el arte- al a limón con los toretes toledanos, mientras el aficionado hacía cábalas para descifrar si se refería al primero, del género borreguil; al segundo, que no se desplazaba porque tenía las pezuñas aguileñas; del mulo tercero; sobre el cuarto y cuarto bis, pensionistas para la lidia o del quinto y sexto, éste derrengado sobre el albero tres veces antes de ser parado de capa, y seis antes de ser devuelto a corrales con un solo refilonazo en el lomo.
De la corrida la única conclusión que se puede extraer es lo que le gusta al taurineo en general el sector de la construcción. Tanto, que sorprende que los gobiernos mundiales hayan descartado tan pronto que el pinchazo de la burbuja inmobiliaria se deba al cuadro de taurinos que juegan a ser brookers con sombrero de ala ancha en Wall Street. Cuando el taurinismo no anda buscando por las tapias, como hombres del saco con rólex morunos y cohíbas de boda, niños toreros para sacarles la manteca, está con la cantinela del cortijo cada vez que un torillo embiste veinte veces sin descalabrarse y si no desmontando una ganadería como ésta, buena en otros tiempos, comprada por un ladrillero que hizo fortuna y que, ironías del destino, ahora ve como se derrumba en público en el piso de unos maestrantes, que son como esos inquilinos rumanos que no se van nunca de casa.
Al que no le estorbó el piso para torear con categoría, y bien que sentimos que a duras penas la torería le vaya a llegar para pagar cuatro letras de un merecido cortijo, dada la condición de vilipendiosa de su oficio -es desconocido cuantos años más va a seguir colocado en la clasificación de profesiones cotizables- es a Plácido Sandoval, alías Tito, que es la prolongación sobre las cuatro patas de la parte devota del tendido. El arre a caballo de Tito es el espontáneo azuzamiento del aficionado que, sentado en el cemento pega un pecherazo al espectador que tiene debajo, como si arrease un percherón sobre el que cita dando los pechos; las manos de Tito, manejando como maestro orfebre las riendas y el bocao, son las extensiones del sistema nervioso de este aficionado, que celebra como el gol de Señor a Malta la manera de tirar el palo, de echarlo por delante, con el temple y son que tiene Tito. Entre vítores y ovaciones se fue, otra vez, Tito Sandoval tras torear a caballo al tercero de la tarde que, aunque medio se empleó, después cantó la gallina.
Urdiales y Fandiño pasaron desapercibidos, cumpliendo con la obligación que los trajo aquí -deshacerse de una corrida de toros de Sevilla- y poco más. Acostumbrado el público a verlos con otro tipo de ganado, menos sevillano pero más presentable, el estar dignos y con oficio ante estos bichos concebidos para las comodidades de las figuras, se antoja poco. Jiménez Fortes demostró en unas chicuelinas de almíbar no tener parangón capotero -Morante al margen-, arreó, se arrimó y dejó trazos de buen toreo en cuanto pudo, que hubo de ser en el sexto, bis, de Montealto y que será por ser sobrero corraleado desde los primeros días de feria, no acusó tanto la mudanza al nuevo piso.
Las casi tres horas de bochornoso espectáculo también nos permitieron ver al jovencísimo malagueño descalzándose para pegar chicuelinas, que ahora es moda, una señal de hombría para el tendido y de desafío para el toro, que también hacen las abuelas por las noches antes de meterse en el catre sin que nadie les jalee un bieeen por ello -¡hay que ver esos hijos y esos esposos mohínos que parecen del Siete!-. Vulgar detalle que se suma a las cuatro ocasiones en que los matadores perdieron la muleta entrando a matar. Cualquier día, por el camino del volapié, pierden hasta la espada. En la Maestranza no se puede andar de cualquier manera, por mal que esté el piso.