Por aquella época poseía un carnet de militante y un puño cerrado. Un puño que intentaba imitar aquella voz. Un puño de voz. Eran tiempos donde reinaba un jocoso y temido azul, donde yo y mis compañeros mordíamos el aire cuando tan sólo comenzábamos a andar. Los mayores, como ese puño de voz, como mis abuelos y otros jóvenes que delegaron y cubrían su juventud tras canas y arrugas, nos escrutaban con inquietud y temor. Porque éramos capaces de recorrer las arterias, el pálpito sin dejar caer una mochila, colgar denuncias, sueños y aplaudir, sonreír, imitar a aquella oratoria subversiva pero tan necesaria en los tiempos donde nos atrapaba esa aznarada.
Habiendo recorrido esa voz todo un país, abultando su mochila con aquellas piezas que le faltaban al puzzle que intentaba completar, regresaba sonriente e inflado, aprendido por la sabiduría que escondían los vetustos rostros y los cantos emitidos por las copas de los árboles a su hogar y a las pizarras. Con la cal adherida a su piel, la frente arrugada y un poema cantado, el viejo enseñaba:Somos igual que nuestra tierra / suaves como la arcilla / duros del roquedal. / Hemos atravesado el tiempo / dejando en los secanos / nuestra lucha total. / Vamos a hacer con el futuro / un canto a la esperanza.
Labordeta asustando a las cuerdas con su voz de puño.
La voz de puño se posó una vez, con su guitarra, en aquella sala Borondón. Levantó un furor bajo su copioso y blanco bigote y las cuerdas, asustadas, rimaron alteradas el lánguido, pesado e inquebrantable canto que lloró a su tierra. De pronto vi aquellos lejanos campos de su Aragón natal, el trigo bailando con el viento, el hombre con su rostro de pasa y mirada clavada, taciturna que sostiene la guadaña de su existencia. Percibí también en aquella voz, toda su historia personal y colectiva. A mis costados se levantaban aislados individuos. ¡Bravo! ¡Canta Albada! ¡Albada! ¡Viva Aragón! Aplausos, gritos, júbilos, agradecimientos a esa voz de puño, puño de voz, respiración individual que luchaba décadas contra las aznaradas, los engreídos, los remolcadores. Luchaba cantando, escribiendo y caminando desde su propio país hasta culminar en un horizonte lejano que se llamaba libertad. Pero todos los conciertos padecen el silencio final. Un rumor se emborracha por un instante tras los aplausos, lucha por languidecer su vida y, después, se doblega. Se apaga. Se apaga la voz, se abre el puño y los dedos brotan un palmo blanco, arrugado. Se cierra un puño. Es el mío. He heredado el canto de esa voz que se desvaneció hoy en la nada y que he podido percibir desde una tercera fila de algún año ya olvidado. Alzo la voz y prosigo con su canto. Vamos a hacer con el futuro / un canto a la esperanza / y poder encontrar tiempos cubiertos con las manos / los rostros y los labios / que sueñan libertad. / Somos como esos viejos árboles.