“Alfredo, pero por favor. No eres más que un puto neocon”. Tales fueron las palabras que tan solo hace unos días pronunció sobre mí un repugnantísimo sudamericano “bolivariano” afincado en Miami y viviendo en la pobreza debido a su propio fracaso en esta vida. Me lo dijo a raíz de mis palabras de apoyo hacia la oposición venezolana anti-chavista y anti-maduro. El indio sudamericano radical montó en cólera cuando me vio defender de forma enérgica a los Estados Unidos de América, al capitalismo, a la lucha contra el narcotráfico y la pena de muerte en Texas. Me decía “pero es que muchos mexicanos mueren” a lo que y le corregí nmediatamente: No, muchos mexicanos CRIMINALES son ejecutados en Texas y eso lo deberían aplaudir los mexicanos de bien. Si yo me entero, por ejemplo, de que mañana van a ejecutar a un español en la Florida por actos criminales, ¡¡yo lo aplaudiría y pediria que el gobierno de EEUU actúe con contundencia!! Mi patria está en hacer el bien, con los buenos, no con los delincuentes, sean españoles o de Magoya.
Me acusan también de “neocon” por haber apoyado la guerra de Irak. El apoyo a esa guerra siempre estará vinculado a lo “neocon”. Lo que hoy pasa por análisis es lo siguiente: un puñado de peligrosos neocons judíos se aprovecharon de los ataques terroristas del 11 de septiembre para conducir a EEUU a una guerra que jamás debió tener lugar y que nunca se habría librado de no ser porque esta minoría de ideólogos se hizo con el control de la política nacional americana.
Esta versión de los hechos implícitamente rechaza otra más sencilla: que después del 11 de septiembre del 2001, los temores americanos aumentaron, la tolerancia hacia los enemigos se redujo y Saddam Hussein naturalmente se convirtió en un blanco potencial (sin doble sentido, ajem), debido a su largo historial de agresiones contra Occidente, la producción y uso de armas químicas contra seres humanos inocentes, esfuerzos demostrados para producir armas biológicas y nucleares, y una relación turbia con terroristas anti-americanos. EEUU ya había ido a la guerra contra él dos veces – una en 1991 y otra en 1998. No era tan raro ir a la guerra contra él por tercera vez y esa decisión de la administración Bush puede entenderse sin tener que referirse a ninguna doctrina “neoocon”.
Eso es lo lógico, pero los críticos de la guerra no van por esa vía. EEUU ha sufrido en los últimos años un intenso debate que en realidad es muy antiguo y va a la raíz de su fundación entre dos facciones irreconciliables. El debate se trata sobre qué papel debe jugar EEUU en el mundo.
El término “neocon” genera distintas imágenes en la mente de las masas. Para algunos, es sinónimo con ser “halcón”, bélico, para otros, los más paranoicos, es una descripción étnica (judío) y para otros, significa todo lo que es ser “malo”. Desafortunadamente, en España por ejemplo, he llegado a oír profesores y estudiantes decir que “neocon” es un compromiso ideológico con la tortura y el imperialismo “yanqui”. Pero cuando empleamos la palabra de forma justa y neutral para describir una cosmovisión o política exterior, el neoconservadurismo tiene otro significado fácilmente reconocible. Tiene que ver con un moralismo potente y un idealismo en la política exterior, creer que Occidente debe jugar un papel excepcional en el mundo para promover los principios liberales y democráticos, bajo el liderazgo de EEUU y su ejercicio de poder, incluído el poder militar cuando haga falta, como herramienta para defender causas morales e ideológicas así como un profundo escepticismo hacia las instituciones internacionales como la ONU y la defensa de un EEUU que actúe de forma unilateral. Para los críticos más resentidos y agresivos, los neocons son peligrosos, porque son “imperialistas”, que buscan la dominación americana implacable, dispuestos a optar más bien por la fuerza que por la paz y fomentar guerras como sea. Aún estas caracterizaciones polémicas señalan algo reconocible — una política exterior que une cierto idealismo moralista con la creencia realista de que el poder es, efectivamente, importante.
Lo primero que podemos decir de esta cosmovisión “neocon” es que no tiene nada de “conservadora” y sí mucho de LIBERAL. Pero la pregunta más importante es esta: ¿tan “neo” es realmente? La premisa central de los críticos es que es una ideología muy “nueva” e incluso fuera de las “tradiciones” en política exterior que han guiado a EEUU a lo largo de su historia. ¿De dónde salió, por ejemplo, la idea de promover la democracia en el mundo? Para contestar esa pregunta, los críticos arremeten contra Leon Trotsky (recuerdan que la mayoria de los neocons más conocidos eran discípulos de Trotsky), o hablan de la experiencia judía después del Holocausto. Sea como sea, quieren hacernos creer que el “neoconservadurismo” de la época Bush es una presencia alienígena en el cuerpo americano. La implicación más profunda de todo esto es que una vez se extirpe esta cosmovisión “extranjera”, EEUU podrá entonces retornar a sus tradiciones y evitar “futuros Iraks”.
¿Tienen razón? ¿Es cierto que el moralismo, idealismo, excepcionalismo, militarismo, ambición global, así como los excesos imprudentes en el ejercicio de poder son ajenos a EEUU y sus tradiciones? La pregunta debería parecer absurda a cualquiera con tan solo un mínimo de conocimientos históricos sobre EEUU. Pero, también quizá es muy americano olvidar el pasado tan a la voluntad.
Para entender de dónde procede la idea de promover los principios liberales a la fuerza, no es necesario inspeccionar con lupa los escritos de judíos inmigrantes. Podemos empezar de escritos nada judíos y sí totalmente anglosajones y protestantes, como el manifiesto republicano de EEUU del año 1900. En ese documento tan olvidado por las turbas que arremeten contra los neocons y la burguesía, los líderes del Partido Republicano, preparando el escenario para la victoria aplastante de William Mckinley contra el populachero William Jennings Bryan, se felicitaron por la guerra que acababa de concluir contra España. Fue una guerra, dijeron, “con un propósito alto”, “una guerra por la libertad y los derechos humanos” que le había dado a la raza humana “un nuevo nacimiento liberal, para la libertad” y el pueblo americano tenía una responsabilidad “nueva y noble para conceder las bendiciones de la libertad y la civilización a todos los pueblos rescatados”.
O podemos ir más atrás en la historia, porque el “moralismo” del Partido Republicano no era “neo” ni siquiera en 1900. En los 1850s, William Henry Seward, el fundador de nuestro partido, gobernador de Nueva York y luego el ministro de exteriores para el gran Abraham Lincoln, declaró que el deber de América era “renovar la condición de los hombres” y liderar el camino hacia la restauración del poder a los pueblos gobernados”. Seward solo estaba expresando las convicciones de estadistas americanos más antiguos, como Henry Clay, que habló de América y su deber para “compartir con el resto de los hombres el regalo de la libertad”, un señor que abogó para que EEUU vaya a la guerra contra Inglaterra en 1812 para defender el “honor” republicano de América, un señor dispuesto a ir a la guerra contra Europa sobre el “destino de las repúblicas latinoamericanas”, y un hombre que intentó conseguir colocar a EEUU en el centro de un sistema que fuera el punto de encuentro para todos aquellos que clamaran por la libertad contra el despotismo del mundo antiguo, es decir, de Europa.
Antes de Clay, ya sabemos que teníamos al gran Alexander Hamilton. Él, al igual que George Washington y otros fundadores, creía que la joven república estaba destinada para la grandeza y hasta dominación en el escenario global. Con 20 años de paz, Washington pronosticó en su discurso de despedida que los EEUU “iba a adquirir el poder para permitirnos en una causa justa, ser desafiantes contra cualquier potencia mundial”. El propio Jefferson, nada sospechoso de ser “neocon” para los paranoicos, tuvo la inteligencia de preveer un “imperior ancho de libertad”, de norte a sur, costa a costa, en todo el continente. El puritano John Quincy Adams consideró que EEUU estaba “destinado por Dios y la naturaleza a ser el país más poblado y poderoso unido bajo un contrato social”. Para todos los fundadores, EEUU era un gigante poderoso en un sentido tradicional y también especial, moral, debido a sus creencias que eran transcendentales y liberaban un potencial humano increíble. Estas creencias, plasmadas en la Declaración por la Independencia, no eran exclusivamente anglo-sajonas sino, en palabras de Hamilton, “escritas por la mano divina misma”.
Y estos ideales puritanos, principalmente de orígen inglés pero no exclusivamente, marcarían el comportamiento de EEUU durante siglos. Incluso en los 1700s, Hamilton quería ver el día en el que EEUU fuera lo suficientemente poderoso para “asistir a las personas en aquellas regiones oscuras llenas de despotismo en este mundo”, para levantarse contra “tiranos” que les oprimieran. James Madison, arquitecto de la Constitución, vio que la gran “lucha de la época” era la batalla entre la libertad y el despotismo, y el papel de América en esa contienda era incuestionable – a favor de la libertad.
El siglo XX, por supuesto, vino con la retórica de la grandeza, el moralismo y, especialmente, MISIÓN. “¿Es América una cobarde blandita retirándose del mundo y de las grandes potencias mundiales”?, se preguntó Roosevelt cuando aceptó el nombramiento a vice-presidente en 1900. Y respondió rápidamente: “El joven gigante de Occidente está en un continente y agarra dos oceanos. Nuestra nación, gloriosa en su juventud y fuerza, mira hacia el futuro con ojos ansiosos y disfruta como los hombres fuertes disfrutan participar en una carrera”. Esta joven América musculosa era el “hombre justo armado” y cuando llegó la terrible Primera Guerra Mundial, Roosevelt y otros de su generación lo consideraron la segunda cruzada moral de América. La Guerra Civil había sido la primera. “Nuestros padres lucharon contra la esclavitud y la aplastaron, para que la esclavitud no les aplastara a ellos”, declaró Roosevelt. “Ahora estamos llamados a luchar contra nuevas fuerzas.” Henry Cabot Lodge (uno de los mejores senadores que ha tenido EEUU) dijo que la Iª GM era la “última lucha por la democracia y la libertad contra la autocracia y militarismo”. Woodrow Wilson, en su mensaje al Congreso en 1917, utilizó palabras que avergonzarian hasta los más ardientes escritores de los discursos de Bush II — “EL derecho es más importante que la paz”, proclamó. Y, “lucharemos para aquellas cosas que siempre hemos abrigado en nuestros corazones: por la democracia contra los poderes dictatoriales egoístas. Por fin había llegado “el momento para que América tuviera el privilegio de derramar su sangre y su poder para defender los principios que le dio su nacimiento y felicidad”.
Las primeras décadas del siglo XX fueron testigos de intervenciones militares en América Latina y el Caribe, con el objetivo de “enseñarles a los latinos a elegir buenos hombres” (palabras de Woodrow Wilson) o para que “fueran países más ordenados, siin el caos revolucionario y corrupto que les caracterizaba y les sigue caracterizando a todas esas republiquillas ad hoc, al sur del Río Grande.
Sí, ya sé, ya sé — también había otros intereses. Yo no necesito que un nazi o un comunista me lo diga. Pero aparte de defender las inversiones norteamericanas, la mayoría de los presidentes americanos desde Taft a Wilson, Harding a Coolidge, también intentaron fomentar democracias en esos países.
En Nicaragua, la marina intervino en 1912 y se quedaron durante dos décadas, protegiendo no solo los intereses financieros de EEUU sin también dieron esperanza ante un proceso electoral corrupto para el pueblo nicaraguense. Para los estadistas americanos de la época, que los nicaraguenses aprendieran a tener un proceso electoral limpio era un objetivo importante.
Tales aspiraciones, y otras incluso más puramente idealistas, condujo la política exterior durante todas las décadas del siglo XX. Incluso en la oscura década aislacionista de los 30, había temores sobre las acciones de Japón en China — acciones ignoradas por la actitud cabezona de Inglaterra y otras potencias europeas pero en EEUU había provocado indignación moral e incluso protestas diplomáticas así como los embargos económicos que finalmente convencieron a los japoneses para atacar, con gran vileza, a Pearl Harbor.
Luego vino la gran cruzada moral contra el nazismo y el fascismo – una batalla por la civilización democrática y las “cuatro libertades”. Y entonces vino, por supuesto, la Guerra Fría, empezando cuando Truman declaró que las naciones del mundo debían elegir entre “estílos de vidas alternativos” y que era el deber de los EEUU “apoyar a los pueblos libres resistiendo ser subyugados” y asistirles para que forjaran sus propios destinos a su manera.
Luego vino John F. Kennedy proclamando que América “pagaría cualquier precio, sufrir cualquier dilema, problema económico, apoyar cualquier amigo, oponerse a los enemigos, para que la libertad pudiera sobrevivir con éxito”.
Y al fnal, Ronald Reagan citaba las palabras de Thomas Paines, prometiendo “un nuevo mundo” contra el “imperio del mal” que era la URSS, liderando a Occidente hacia una nueva época de libertad.
Es difícil creer que los americanos hoy se hayan olvidado de esta larga historia, si bien porque sus libros de texto en historia han estado dedicándose a criticar con dureza la tradición dominante en la política exterior americana como “imperialista, chovinista, militarista e hipócrita”. Es necesario lavar el pasado para ganar un argumento político en el presente y eso lo aprendió muy bien la izquierda.
En la próxima entrada, trataré sobre los críticos más feroces contra estas ideas: la derecha “paleocon” precisamente, la derecha más bien “tradicionalista” y hoy en día mejor representada y liderada por el político americano Pat Buchanan. Es un tema muy largo y por eso lo tengo que dividir en partes porque hay detalles que todos deben conocer precisamente para entender por qué estamos donde estamos.