Es una lástima que al inmenso Elia Kazan se le recuerde más por su triste papel en la caza de brujas de Hollywood que por su maravillosa filmografía, casi siempre enfocada al tratamiento de temas sociales y políticos de forma muy honesta, aun cuando en la mayoría de las ocasiones no deja en muy buen lugar ni a políticos ni a ciudadanos, que en esta ocasión son retratados como una masa aborregada que sigue fielmente los dictados de un charlatán televisivo salido de la nada.
La locutora Marcia Jeffries conoce a Larry Rhodes en la cárcel del condado, cuando acude allí para realizar uno de sus programas radiofónicos, más bien de tono frívolo, llamado Un rostro entre la multitud, basado en testimonios de gente corriente. Ella capta enseguida el potencial de Rhodes el solitario, como comunicador, ya que es un hombre sin pelos en la lengua, brutalmente sincero y con un sentido innato del espectáculo. El ascenso de Rhodes (perfecto Andy Griffith en un papel que le va como anillo al dedo) en los medios será fulgurante. Estamos en los comienzos de la edad de la televisión y el protagonista es un pionero en el arte de utilizar su enorme poder para seducir a las masas y ponerlas a favor o en contra de quien le plazca. Esta circunstancia va a ser aprovechada por un político ultraconservador, quien aprovecha el apetito de poder de Rhodes y lo recluta para su campaña política: el poder hipnótico de la caja tonta utilizado por un farsante que le dice a la gente que la Seguridad Social y las prestaciones públicas son contrarias al espíritu americano. Demagogia televisiva con un mensaje absolutamente contrario a los intereses de la mayoría de los espectadores, que sin embargo es acogido por estos como si fueran palabras mesiánicas. ¿Les suena de algo?
Parece increible que Kazan se mostrara tan eficazmente visionario en esta realización. El poder del nuevo medio no tardó en manifestarse en las elecciones presidenciales de 1960, quienes oyeron el debate presidencial de Kennedy contra Nixon dieron por ganador a este último, pero quienes lo vieron por televisión quedaron seducidos por la imagen del demócrata. Ya no importa tanto el mensaje como el envoltorio. Lo triste es que la gente sigue amando a la televisión y a sus criaturas. Recuerden a Jesús Gil, piensen en las horas dedicadas a debates estériles y zafios sobre temas del corazón. Y, sobre todo, piensen en Berlusconi, la obra maestra del medio televisivo, al que los escándalos le hacen más simpático a los ojos de un buen número de italianos, que siguen amándolo tanto como aman a su electrodoméstico favorito.