Hinchas cantando, colmando la cancha, contagiando color, tensión, emoción y vibrando, eso nunca faltará en un superclásico. Lo que sí le escasea cada vez más al duelo que mide a los dos clubes históricamente más grandes del fútbol argentino es atractivo futbolístico, jerarquía en los dos cuadros y presencia en sus protagonistas. Solían cruzarse en este punto diferencial para determinar quien le sacaba una cabeza al otro en la disputa por el campeonato. Hoy, lejos de estar en la zona alta de posiciones que se solían alternar con exclusividad entre ellos, ambos están depositados abajo de la mitad de la tabla. River llega 11º y Boca aparece 17º. Posiciones mediocres bien traducidas en sus respectivos niveles.
Demasiado diferentes eran las hegemonías de los planteles la última vez que River logró llevarse los tres puntos de la Bombonera. Boca, por ejemplo, contaba con el mejor Abbondanzieri en su arco, una zaga compuesta por Burdisso y Schiavi, un lateral excelso como Clemente Rodríguez, volantes de sacrificio y técnica como Cascini, Cagna y Vargas, y a Barros Schelotto y a Tevez en el ataque. Bianchi era el entrenador. Se daba el gusto de dejar a Perea en el banco, mientras que hoy Abel Alves no puede sacar un solo zaguero confiable de entre la decena de defensores que ya probó. River no tenía menos pólvora que su clásico enemigo. Su última línea contaba con la fiable dupla Tuzzio y Ameli -previo al escándalo-, un mediocampo hoy impensado con Mascherano, Lucho González, Rolfi Montenegro y un Gallardo más joven, y un ataque con Cavengahi -autor del gol- y un Salas desgastado que se fue lesionado de arranque por un Maxi López fulgurante.
Futbolistas que eran de elite, apellidos categóricos y que ofrecían expectativa. Con ese triunfo intenso, ese River de un Astrada que hacía sus primeras armas como DT le arrebataba la punta del Clausura 2004 a Boca, que dejaba de lado un invicto de 30 partidos consecutivos en la Bombonera, que en esa época todavía era el templo inexpugnable donde el Xeneize no repartía piedad ni blandura. A la postre, ese conjunto Millonario se consagraría campeón y el equipo del Virrey sería subcampeón nacional y de la Copa Libertadores.
Ese título de River sería la última gota de una canilla otrora prolífica que se cerró por los siguientes cuatro años, hasta que Simeone abrió eventualmente el chorro por apenas un semestre. Boca, en cambio, comenzó su proceso de autodestrucción desde que Mauricio Macri dejó la presidencia, a mediados del 2007, y comenzó a soplar la tormenta que hoy tiene en la mira a todos (jugadores, cuerpo técnico y dirigentes). El domingo no saldrán a buscar apoderarse de la vanguardia ni nada parecido. En los locales, Alves podría irse tanto si pierde como si gana; la visita quiere dejar el respirador de lado. No hay nombres en alza y la imagen de los ídolos va en declive. El superclásico está lejos, bien lejos, de ser lo que fue hasta hace no tan poco tiempo.