
El boxeo, tan discutido por algunos como deporte, por más que se trate de uno de los primeros y más antiguos de la humanidad, ha dado, sin embargo, numerosos títulos reseñables a la historia del cine. Sin duda, las amplias posibilidades de carga metafórica que contienen sus argumentos de superación, ascenso y caída, la riqueza poliédrica de los personajes que lo circundan, a menudo próximos a las turbiedades e ilegalidades de las apuestas, la prensa amarilla (deportiva o no) y los bajos fondos, y la espectacular plástica, a la vez épica y violenta, de su puesta en escena, tan rica y abundante en supersticiones, ritos, liturgias y lugares comunes, tan conocidos y asimilados por el público que puede hablarse de que el boxeo conforma un género cinematográfico propio, colindante con el drama, la comedia o el noir, e incluso con la propaganda política (la progresiva deriva de la serie Rocky de Sylvester Stallone, por ejemplo), ha facilitado que el cine se haya aproximado con asiduidad al boxeo como vehículo narrativo para historias de diversa índole. Una de estas primeras películas cruciales, tanto en lo cronológico de su producción como en la datación de la cuestión que aborda, es este imprescindible clásico de Raoul Walsh, un prodigio de ritmo, tono tragicómico y desparpajo interpretativo, basado muy libremente, con grandes dosis de ficción e invención, en la autobiografía de James J. Corbett, el primer campeón del mundo de los pesos pesados (1892) una vez extendidas y aceptadas las reglas ideadas por John Sholto Douglas, marqués de Queensberry (quien a su vez mantuviera una célebre disputa pública con el escritor irlandés Oscar Wilde que resultó fatal para este). Esta reglamentación del boxeo (guantes mullidos para amortiguar los golpes y el daño en los nudillos, vestimenta, medidas del cuadrilátero, duración de los asaltos y de los combates…) supuso su renacimiento como deporte moderno, que durante buena parte del siglo XX fue, además, objeto de la atención de las masas y de la explotación mediática y, por tanto, del cine; la película, no obstante, se centra en la figura de Corbett y las peculiares circunstancias que lo llevaron de ser empleado de un banco de San Francisco a campeón mundial de boxeo.
Adaptada por el guionista Vincent Lawrence y el célebre escritor Horace McCoy, el argumento narra cómo las ansias de ascenso social de Corbett (Errol Flynn) y de su compañero de ventanilla en el banco, Walter Lowrie (Jack Carson), que pasan prácticamente en exclusiva por sus galanteos con las damas de la buena sociedad, hijas de clientes de la entidad, terminan por dar con el protagonista en el cuadrilátero. Detenidos por la policía como parte del público de una pelea ilegal, una carambola del destino, unida a la picaresca y al carisma de Corbett, hacen que la pareja entre en contacto con Victoria Ware (Alexis Smith), cuyo padre es uno de los impulsores y benefactores del lujoso Olympic Club de San Francisco. Amantes de las peleas y hartos de que se considere el boxeo una actividad ilegal y de mala reputación, el viejo Ware y sus socios del club, miembros ricos e influyentes de la sociedad, se proponen dignificar el boxeo y convertirlo en un deporte «de caballeros». Para ello, deciden patrocinar al advenedizo Corbett, que acepta la oferta porque conlleva ser socio gratuito del club y poder así alternar con los hombres ricos de la ciudad y, sobre todo, con sus hijas. A pesar de sus éxitos iniciales y de su creciente fama entre los socios, las pretensiones sociales y los modales jactanciosos del boxeador pronto lo alejan de sus benefactores, quienes planean darle a su engreído protegido un escarmiento haciéndole pelear con rivales cada vez más duros. A pesar de ello, su deslumbrante e innovador juego de pies y su elegancia de movimientos (que le valen el apodo con el que se le conocerá en el ring, y que da título a la película) le ayuda a vencer sucesivamente rivales cada vez más grandes, pesados y fuertes, y finalmente a luchar por el campeonato mundial contra su ídolo de juventud, el poderoso e invencible John L. Sullivan (Ward Bond).
Más allá del interés de su sinopsis argumental, la película atrapa por su vibrante narrativa y el brío de su dirección, marcas de fábrica de la trayectoria de Walsh detrás de la cámara, en este caso, beneficiarias del montaje nada menos que de Don Siegel. Ayudada por una excepcional dirección artística, que recrea en estudio espacios abiertos de la ciudad de San Francisco (el casco urbano y el parque en el que tiene lugar la pelea ilegal que es detonante de la trama; la zona portuaria, el muelle abierto al mar y los barcos anclados en los que se sitúa otra de las peleas) y la magnificencia de ciertos interiores (el espléndido Olympic Club y los entornos de la alta burguesía financiera de la ciudad: grandes salones, teatros, mansiones…), combinada con el realismo de las localizaciones de la humilde extracción de la familia de Corbett, la película destaca, en primer lugar, por su mezcla de registros. Drama y comedia se dan la mano en una narrativa fluida y ligera, resulta a la vez tan emocionante como divertida, contiene (si bien, en pequeñas dosis) su cuota de reivindicación social, pero, sobre todo, constituye un entretenimiento tan atractivo como inteligente. Contribuyen a ello las notabilísimas interpretaciones de la pareja antagonista, un Flynn en su salsa, ocurrente, divertido, ágil, desenvuelto, físicamente desbordante (aunque arrastraba, naturalmente en secreto -sería mala publicidad para los heroicos personajes que a menudo encarnaba-, la tuberculosis que le había impedido ser admitido cuando trató de alistarse para combatir en la Segunda Guerra Mundial), el perfecto rufián irritante y simpático, y un Ward Bond que caracteriza magníficamente a un fanfarrón con muchos matices, que finalmente destila una humanidad y una sensibilidad que el actor raramente tendría ocasión de encarnar al mismo nivel a lo largo de su trayectoria. Entre la galería de secundarios, despuntan Alan Hale como el padre de Corbett (otra de las metáforas visuales de la película: el cochero que traslada al futuro boxeador desde la oficina bancaria a las puertas del Olympic Club), y los fordianos Mike Mazurki, como uno de los grandotes rivales de Jim, y Arthur Shields, como un sacerdote demasiado interesado por las incidencias de los combates, en un personaje-tipo similar a algunos que aparecen en la filmografía de John Ford.
Pese a sus numerosas y deliberadas inexactitudes históricas y a sus obvias licencias dramáticas -la historia del antagonismo amoroso de Jim y Victoria (elocuente nombre, por cierto)-, el aspecto quizá más llamativo para el espectador actual, y quizá tenido por más falso a priori, el de la puesta en escena de los combates, es, sin embargo, de los más veraces. Llamativas para el público de hoy, que tanto ha visto y ha educado su ojo cinematográfico en las películas de boxeo de las últimas décadas, más dinámicas y sensacionalistas, son las formas de pegar y de caer, las extremas alternativas en las peleas (derribos estrepitosos y recuperaciones milagrosas), la tosquedad en los movimientos de algunos boxeadores en comparación con la ligereza y gracilidad de las danzas de Jim, la sobriedad general del espectáculo, pero todos esos lances fueron recreados con cuidada atención a las fuentes que acreditaban cómo eran los inicios del boxeo profesional a finales del siglo XIX, por lo que, en el fondo, constituyen un ejercicio de realismo histórico. Probablemente se trate de los únicos rasgos de respeto escrupuloso a una historia que, partiendo de unos pocos mimbres verídicos, es pura fabulación, pero que da pie a la demostración de las cualidades de aquel Hollywood clásico que podía fabricar un mundo plenamente coherente con cartón piedra y mucho ingenio, que sabía inventar una realidad falsa que bebía de la vida real pero que resultaba mucho más auténtica y cercana que ella para un público receptivo y abierto a la ilusión. En suma, lo que implican las palabras de Samuel Fuller en El estado de las cosas (Der Stand der Dinge, Wim Wenders, 1982): «la vida real es en color, pero el blanco y negro es más realista».