Normalmente no es necesario que me lleve trabajo a casa. Sin embargo existen ocasiones aisladas en que algún programa de los que soy responsable falla (yo me dedico a programar) y me toca desempacar el portátil de madrugada y buscar el problema desde el sofá. Esto mismo sucedió una noche del pasado agosto en la que, como de costumbre con mucho nerviosismo, me puse a analizar dónde estaba el problema.
En esto que en cierto momento me levanto para ir a la nevera y descubro un enorme círculo de nata (nata de soja, pues no tomo lácteos) en medio del suelo, junto a las alacenas. ¿Qué cojones? ¿De dónde puede haber salido esto? - pensé - Abrí la alacena buscando la fuente de dicha mancha y ahí llegó el horror. El contenido del armarito parecía estar revuelto, es decir, más revuelto de lo que está de costumbre, y un cartón de nata yacía tumbado y agujereado por varios sitios, claramente roído con avidez, y esparciendo su contenido profusamente por dentro y fuera de la alacena. ¡Vaya shock! Todos los indicios apuntaban al hecho de que así, de un momento para otro, tenía una rata en casa. Y además la jodida rata era vegana. La incredulidad del momento me hizo sin embargo proseguir con con la inspección del lugar para confirmar la - ahora veo que evidente - hipótesis. Si de verdad había una rata tendría que haber cagadas. Y de hecho, tras una segunda visual, detecté lo que podrían ser las caquitas de marras; pequeños cilindros de color negro. Con la mala suerte de que esa semana, justo esa puñetera semana, había traído a casa un paquete de los famosos hageslaag o canutillos de chocolate, con lo que hube de agarrar una de estas presuntas deposiciones y observarla de cerca, muy de cerca, para emitir el veredicto final.
En el instante en que sinopsis neuronales superaron su atrofia temporal e hicieron por fin conexión, cerré la puerta con un sonoro golpe. Sí, aquello era una mierda, una puta mierda y mi casa, aunque me costase asimilarlo, tenía una rata. Aquella alacena estaba perfectamente un par de horas antes, así que encima la dichosa rata, que perforaba cartones de leche como si de mantequilla se tratase, debía ser bien grande y poderosa. No quedaba otra que atrincherarse para evitar que saliese de su escondrijo y empezase a campar a sus anchas por el suelo de las habitaciones. Nunca me había alegrado tanto de que cuando compré la casa todas mis alacenas trajeran de serie unos ridículos cierres de seguridad anti-bebé. Cerré pues este precinto por vez primera y, juzgándolo insuficiente, procedí a bloquear la entrada con una banqueta más el único elemento pesado que encontré a mano: un paquete de cervezas.
Volví al sillón y al portátil, pues la desagradable sorpresa no hacía que el deber dejase de reclamarme, y malamente continué mi trabajo mientras escuchaba escalofriantes embatidas desde la alacena clausurada (mi casa es tan pequeña que la cocina y el salón comparten habitáculo). Las ratas son animales nocturnos y la mía parecía estar montándose allá adentro una fiesta de no te menees. Y mientras al borde del ataque de nervios intentaba en vano concentrarme me venían a la cabeza todas las alusiones a ratones que llevo oyendo desde que me mudé a los Países Bajos y había pasado por alto por considererarlas ajenas. En Holanda hay ratones, muchos ratones, es por eso que casi todo el mundo tiene gato. Y, qué le vamos a hacer, tarde o temprano tenía que tocarme lidiar con uno.
El tema es que los edificios de las ciudades están en su mayor parte construídos de madera y por lo tanto llenos de huecos que se conectan unos con otros constituyendo una red interna de pasadizos óptima para los aviesos roedores. Además la distribución original de estas casas ha sido modificada millones de veces; por ejemplo mi edificio era en su origen una única vivienda y ahora lo repartimos entre cuatro vecinos, por lo que las cañerías no están ubicadas en los mejores sitios ni aisladas de la mejor manera, produciendo aberturas que facilitan el ingreso de los animalitos a nuestros salones (o al interior de nuestras alacenas, ya veis).
A la mañana siguiente, pues con la luz del día los gatos son menos pardos, le eché huevos y me atreví a apartar mi improvisada barricada y abrir de nuevo la puerta para comprobar qué tal andaba la cosa por dentro. Y entonces lo vi, brincando raudo por encima de la masa de paquetes de comida para correr a esconderse por algún rincón. No se trataba de la rata musculada de metro y medio que mi imaginación había creado sino de un insignificante ratoncillo. Daba hasta pena tener que matarlo. Sin embargo las cacas se habían multiplicado, la comida almacenada estaba manga por hombro y al abrir la puerta un desagradable olor a animal y pis concentrado invadió la cocina. Encima mis niveles de alergia se habían elevado sospechosamente (luego leí en internet que es común ser alérgico a los roedores y a sus deposiciones). Había que solucionar aquello como fuera.
Recordé entonces aquellos veranos de la niñez en la casa de la aldea, cuando el sueño era secundado cada noche por el acompasado sonido de ratas corriendo de un lado para otro por el espacio vacío que en las casas antiguas separa un piso del siguiente. ¡Qué poco importan estas cosas cuando se es pequeño, y sobre todo, cuando los problemas no van con uno y es otro el encargado de resolverlos! Recordé también las artimañas de mi padre, que untaba de pegamento un pedazo de cartón colocando en el centro una salchicha o cualquier otra recompensa con intención de que los roedores se quedasen adheridos cuando fueran en su busca. Y la noche que pasó en vela junto con una de las tías, pensando qué podían hacer con ese pobre roedor sentenciado a muerte cuando la trampa por fin se cobró su primera víctima. ¿Acuchillarlo? ¿echarlo a la basura, así tal cual? ¿ahogarlo en la bañera? El problema de la aldea se solucionó para siempre, como bien saben en Holanda, cuando llevamos a la casa una pareja de gatos. Pues aunque éstos se pongan gordos como becerros y no les de por cazar, los roedores detectan su olor y ya no vuelven por el lugar. Ésta, por desgracia, no es una solución que pueda aplicarse en mi caso, pues no sólo los ratones me producen alergia. ¡Cómprate un rat stop! - exclamaba mi padre por teléfono -. Y no fue hasta entonces que descubrí que los tinglados del cartón con superglue no eran un invento suyo y en efecto se comercializaban y se comercializan tubos de pegamento especial para ratas con los que puedes armar estas trampas en tu casa.
Uno piensa que dada la profusión de ratones en estas tierras tendrán a la venta sofisticados métodos de control de plagas en sus droguerías. Bien, lo que yo me encontré en la tienda fue una enorme sección de trampitas de tebeo. Sí, los típicos cepos de madera en los que has de colocar como cebo un pedacito de queso (y con los que los personajes de tebeo de la década de los cincuenta hacían una y otra vez la gracieta pillándose el dedo o la nariz). ¡Ni siquiera tenían rat stop! (esto último por fortuna, pues la perspectiva de tener que ahogar nada en el lavabo no me parecía nada halagüeña). Preguntando a una empleada, me recomendó un paquetito de veneno que yacía oculto más arriba, allende la vista del español promedio. Según ella el veneno era mejor opción, pues las trampas podían resultar un poco gore y dejarme sangre y vísceras por todas partes. Además no existe peligro de que el bicho envenenado vaya a morir en un hueco inaccesible e inunde tu casa con los efluvios de su lenta podredumbre, pues el veneno los abrasa y seca por dentro y los cadáveres no son otra cosa que pequeñas momias inodoras. Si es que piensan en todo. Me llevé pues el veneno y lancé una bolsita dentro, esperando que hiciese su efecto.
Un día después la bolsita continuaba intacta y el estado de la alacena era cada vez más repulsivo. ¡Increíble el destrozo que había causado en menos de dos días la pequeña máquina de comer y cagar! Más que un ratón parecía que tenía de inquilino un rey de las ratas, que aunque parezca mentira es una figura mítica medieval de tierras germanas que consiste en una súper-rata a la que las demás ratas obedecen y ojo, lo más bizarro es que no se trata de una rata grande sino de un conjunto de muchas ratas distintas cuyos rabos, como sucede cuando metes muchos cargadores juntos en un cajón, se han quedado enredados de por vida.
Preguntando por ahí me dijeron que estaba obviando un paso fundamental: retirar la comida. Los ratones tontos no son, y mientras tengan algo suculento para llenarse el buche que se coma el veneno Rita la cantaora. También me dijeron, pues enseñé esta misma foto, que los ratones no tienen un superpoder consistente en transformar comida en mierda a velocidades supersónicas, sino que lo más probable es que estuviera albergando no a un individuo sino a una colonia entera. Claro, un ratoncillo fue a parar a mi cocina mientras exploraba su red particular de catacumbas y, sin creerse su suerte tras toparse con semejante alijo comestible, habría ido corriendo a avisar a todos sus conocidos. El saber que había más de uno agravaba las cosas sobremanera, pues es sabido que los roedores son de los animales más prolíficos del planeta y en un año y medio una pareja puede llegar a engendrar un millón de descendientes. Si no les da por comérselos, claro. El caso es que había que solucionar la crisis YA.
La alacena fue vaciada y los días pasaban pero el veneno seguía sin tocar. En cierto momento los ratones descubrieron el camino para pasar de una alacena a otra y rompieron su conveniente confinamiento para poder moverse en libertad, ellos y sus cagadas, por el resto de armaritos de la cocina. Un asco. Sin saber qué más hacer, uno de esos días me dio por abrir el plástico de la bolsa de veneno y distribuir su contenido en pequeños montoncitos. Algo del todo innecesario, pues recipientes de comida cinco veces más gordos habían reventado a dentelladas los hijos de puta. Y sin embargo ahí empezaron a comer. Varias bolsas de veneno más tarde pude volver a respirar, parecía que la plaga había terminado. Justo entonces me enteré de que en casos como este puedes llamar al ayuntamiento para que te ayude gratis si la cosa se pone fea (la entidad es GGD y su número 020 555 5600).
Quedaba sellar las pareces para evitar que el incidente se repitiese. Alguien del trabajo me comentó que si pones un chili a la entrada del agujerito del ratón, el olor hace que éste no salga. Genial para quien como él tenga agujeritos; yo tengo hendiduras y boquetes más anchos que el canal de la Mancha. Pregunté entonces a un holandés, aprovechando que todos ellos llevan el bricolaje grabado en el código genético, y me recomendó una cosa llamada puur foam, una espuma que normalmente se usa para aislar los tejados del frío con la que puedes cubrir agujeros y se solidifica al secarse. ¡Cuidado con no respirarla demasiado porque es tóxica!
¿A que en la teoría sonaba guay?
Después de hacer la chapuza del siglo con el puur foam y tablones viejos, desinfectar todo el desaguisado con pato wc (pues mi hermano no tuvo mejor idea que preguntar en el súper por 'bleach' - lejía en inglés - y el tipo le vino con 'bleek' - limpiador de váteres en holandés -) y casi morir intoxicados por sobreexposición a esta corrosiva mezcla de químicos peligrosos, me di cuenta de que no había solucionado nada. Aun quedan aberturas enormes que no tengo ni idea de cómo cubrir. Así están las cosas, de momento sin ratones pero a su completa merced. Y pasando hambre, pues aun no me atrevo a meter nada en esas alacenas malditas.
Cada lugar tiene lo suyo, imagino. Hace un par de años alquilé con las amigas una casita en Mallorca para pasar la semana santa. La casa era grande, tenía un patio la mar de agradable y además cuando uno sale de Holanda y tras dos horitas de vuelo se planta en el mediterráneo tiene la sensación de haberse teletransportado al mismo Caribe. Vamos, que todo iba bien….. hasta que toda esa quietud fue aniquilada por un grito aterrorizado procedente de la cocina. No, no se nos había colado un asesino en serie con intención de irnos liquidando una por una. Era todavía peor. Mientras mi amiga lavaba los platos, por el desagüe de fregadero comenzó a emerger con lentitud una cucaracha. Marrón y grande como una mandarina la hija de puta. En serio, los que venimos del norte y por ende carecemos de sabiduría cucarachil, no tenemos ni idea de que por los agujeros por los que el agua baja de repente pueda subir algo. Y menos una cucaracha. ¡Coño, si hasta ese día yo pensaba que estos bichejos eran brillantes y de color negro, como en el anuncio de cucal! Más tarde encontramos indicios que hasta el momento se nos habían pasado por alto e indicaban que lo que nos acababa de pasar no era un caso aislado. Entiéndase: cucarachotas aplastadas como quien no quiere la cosa en esquina sí esquina también.
Si en el mediterráneo tenemos las cucarachas, en lugares más exóticos como Thailandia tienen los gekkos. O eso cuenta mi jefe, que al sacar un paquete de chip cookies de su alacena (ya sabemos que un holandés viajando a Thailandia equivale a un portugués yendo a la playa de Vigo) se encontró con uno de estos lagartos que, posado sobre una galleta, lo observaba con mirada penetrante. Y desde entonces aprendió que por aquellas tierras has añadir una capa de protección extra a tu comida guardándola siempre siempre dentro de fiambreras.
Dice el refrán que si la vida te da limones hagas limonada. A los holandeses lo que les da la vida no son gekkos o cucarachas sino ratas… y hacen con ello lo que buenamente pueden. Sin ir más lejos, un compañero de oficina tiene dos como mascota, que campan libres a lo largo y ancho de su sala de estar. Son listas - me cuenta - puedes entrenarlas para que aprendan trucos y además saben hacer caca en su caja como los gatos. Y lo mejor de todo es que se mueren en tres años, así que si te arrepientes de haberte comprometido a cuidar un animal de compañía, puedes tener por seguro que tu carga no durará demasiado tiempo. ¡Todo ventajas! Además, esto lo leí en otra parte, una rata tiene todavía más capacidad olfativa que un perro, pudiendo distinguir infinidad de compuestos químicos sólo con el olfato. Es por eso que dicen que no resulta nada fácil envenenarlas, ya que en cuanto han muerto unas cuantas el resto de la colonia aprende que el veneno es cosa mala. Y es por ello también que a alguien en el departamento de policía de Rotterdam se le ocurrió la brillante idea de sustituir a los perros por ratas. No es broma, el año pasado salió en todos los periódicos que en esta ciudad estaba siendo entrenado el primer escuadrón de ratas detectives. Y como en Holanda el tema de las mascotas es sagrado, la noticia nos informa pertinentemente de los nombres con los que han bautizado a los bichejos: Magnum, Poirot, Derrick, Jansen y Janssen (todos ellos nombre de detectives de ficción, aunque la verdad yo sólo conozco a Poirot). Para nuestra decepción, no es que esos aguerridos agentes que llegan al lugar del conflicto en su bicicleta vayan a empezar a portar ratas en el hombro a modo de loro de bucanero. Las ratas se quedan en su jaula de comisaría y su función es detectar desde allí diversas sustancias ilegales, pues tienen una fiabilidad del 95% (a excepción de una que tiene el 98%, debe de tratarse de Poirot) y pueden ofrecer un diagnóstico mucho más rápido que las pruebas de laboratorio.
En todo caso, no sólo de ratas vive Holanda, porque como ya contamos en otras ocasiones, los mosquitos y las arañas no les van a la zaga. En mi edificio parece que dadas las circunstancias también hemos optado por hacer limonada y el lugar de perro guardián tenemos a este espontáneo al que los vecinos han puesto el nombre de Mike. Mike lleva ya todo el verano apostado en su rincón y se encarga de que a ninguno de los clientes del coffee shop de abajo se le ocurra la nefasta idea de llamar a nuestros apartamentos. ¡O al menos yo me alegro de no tener que timbrar para entrar en mi casa cada vez que me acuerdo de desviar la vista hacia los timbres!