En 1845 un pequeño grupo de colonos compuesto por un puñado de familias se dirige hacia el Oeste en una caravana de mínimos que arrastra todas sus pertenencias por el territorio de Oregón. La búsqueda de un futuro viable exige prácticamente arrancárselo directamente a la tierra que atraviesan y que no cesa de poner obstáculos ante su nueva vida: ríos que vadear, enormes llanuras que superar, desniveles que afrontar con sus carretas y sus bueyes… El grupo está dirigido por un experimentado guía, Stephen Meek (Bruce Greenwood), cuyas decisiones y recomendaciones chocan a veces con las apetencias o las ansias de finalizar viaje de los colonos (Michelle Williams, Paul Dano o Will Patton, entre otros). Ello hace que algunos de ellos empiecen a sembrar en los demás la conveniencia de apartar a Meek, del que sospechan que no sabe lo que hace, que no conoce ni siquiera las tierras por las que transitan, o que incluso puede estar pretendiendo engañarles a fin de, a la primera ocasión, desvalijarles aprovechándose de su situación de abandono a su merced. El grupo se dividirá en dos, los que todavía quieren dar una oportunidad al guía y los que aguardan el momento de sorprenderle y apresarle. Sin embargo, todo cambiará cuando, acuciados por la sed que les consume tras muchos días sin encontrar río o lago alguno, chocan con un indio solitario que lleva algún tiempo tras ellos. A la duda de qué hacer con Meek sobreviene la cuestión del indio: ¿una avanzadilla de un ataque? ¿Un nativo solitario que anda perdido o está apartado de su tribu? En este punto, el miedo a los indios, el racismo, la desconfianza entre distintos y las incertidumbres ligadas al viaje ayudan a elaborar un puzle emocional de ciento cuatro minutos que no tiene desperdicio.
Kelly Reichardt es una de las personalidades más reconocidas del cine independiente norteamericano, con obras como Old Joy (2006) o Wendy y Lucy (2008), caracterizada por su gusto por la vuelta a un cine puro, casi desnudo, minimalista, desprovisto de artificios. Con Meek’s cutoff (2010), algo así como “El desfiladero de Meek”, Reichardt retrata un Oeste de los pioneros desde una perspectiva muy distinta a la tradicional, no exenta de épica ni de grandilocuencias visuales, pero fundamentada en la sencillez formal, en la mirada minuciosa y detenida en los pequeños detalles, en dotar a la naturaleza, a sus sonidos, a sus formas, a sus colores, de un protagonismo tan importante como el de los personajes. Así, la exploración, la idea de descubrimiento, de búsqueda, resulta tan propia de una película de pioneros como una acertada metáfora acerca de la introspección de los personajes así como de su acercamiento e interrelaciones con sus compañeros de caravana, incluido el indio solitario que cobrará finalmente un papel mucho más decisivo que el que los partidarios de su linchamiento instantáneo en cuanto apareció junto a los carros estaban dispuestos a concederle. En torno a él se dan cita, encarnadas en los dintintos puntos de vista de los personajes, las tradicionales visiones que sobre los nativos norteamericanos ha dado el western a lo largo de su historia, desde el piel roja violento, asesino y cruel a la de injusto sufridor de las ansias colonizadoras de los blancos, además de toda la habitual colección de prejucios raciales.
El Oeste de Reichardt es un paraje agreste, duro, rocoso, de piedras y matojos de vez en cuando salpicados de ríos y montañas, que también sirve de vehículo metafórico a ideas como la tierra prometida o a la construcción de un país a base de epopeya y sacrificio, abriendo caminos con únicamente apenas el propio cuerpo como armadura que otros no tardarán en seguir. Ese paisaje, voluntariamente privado de grandes escenarios naturales en los que lucir la fenomenal fotografía de Chris Blauvet, se concentra en llanuras monocromáticas, en riscos prácticamente uniformes, en inmensos espacios abiertos indistinguibles que contribuyen a acrecentar esta sensación de enormidad y a la vez a minimizar la presencia humana, tanto de blancos como de indios, en una naturaleza faraónica en la que son apenas parásitos, insectos que deambulan en busca de subsistencia por una superficie formidable, interminable, inabarcable. Esta idea de inmensidad, a su vez, convierte en microscópicos los problemas humanos ligados a los prejuicios de raza, a la política o a la organización de la sociedad, reduciéndolos a lo más básico, el combate a vida o muerte por extraer de la tierra lo necesario para mantenerse vivos, una lucha en la que todos son aliados naturales, y que exige la eliminación de las diferencias. Esta lectura de búsqueda de la armonía entre los hombres a fin de encontrarla también con la naturaleza, se personifica en el personaje de Michelle Williams, único que intenta buscar puentes de acercamiento con el aborígen que han hecho prisionero, en contra del criterio de sus compañeros, y primera voz a favor de hacer un trato con él: benevolencia, buen trato, comida y respeto a su vida a cambio de que les ponga en buena dirección hacia el agua que tanto necesitan.
Con diálogos minimalistas casi cortados a chuchillo, con una puesta en escena realista y casi artesanal en cuanto a vestuario, ambientación y caracterización física de personajes, a través de una narración desnuda casi en su totalidad de música, y con una plástica bellísima que combina las luminosas maravillas de los grandes espacios abiertos con las distancias cortas y la intimidad de los rostros teñidos de rojo por el reflejo de las fogatas durante la noche, Reichardt propone un Oeste diferente, una vuelta a las esencias, una aventura arriesgada tal como están hoy las taquillas (no hay más que ver el ejemplo de España, país donde esta película no ha llegado a las pantallas comerciales) que relata otra conquista del Oeste, una lucha no frente a los indios, a los pistoleros o entre vaqueros y ovejeros, sin columnas de caballería perfilando el horizonte de Monument Valley, sin diligencias atravesando el desierto, sin grandes raíles tendidos de parte a parte de interminables praderas, sino un enfrentamiento directo con la naturaleza, con el polvo, con las tormentas, con los piojos, la suciedad y el agotamiento. La búsqueda de un sueño que a cada paso, a la vuelta de cada colina, amenaza con convertirse en pesadilla, y que se llevó a no pocos por el camino antes de llegar al mar.